Breve historia de la Batalla de Trafalgar
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Breve historia de la Batalla de Trafalgar

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Breve historia de la Batalla de Trafalgar

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Desde Sumeria y Babilonia hasta Grecia y Roma: 27 grandes batallas navales, los navíos y sus tácticas: Cumas, Salamina, Actium, Micala, Eurimedón, Arginusas, Egos Pótamos. Descubra las epopeyas marinas protagonizadas por Octavio Augusto, Marco Antonio, Cleopatra, Ramsés III, Agripa o la reina Artemisia de Halicarnaso.Acérquese a las batallas navales más importantes de la Antigüedad, desde las protagonizadas por remotas civilizaciones como Sumer o Babilonia hasta Salamina en la historia de Grecia o la clásica batalla de Actium.Con Breve historia de las batallas navales de la Antigüedad, descubrirá que ya había enfrentamientos navales antes de los romanos, pues apenas se conoce que Sumer o Babilonia montaron primitivas operaciones marítimas, que Egipto libró la primera batalla naval conocida en 1109 a. C., que etruscos, fenicios y griegos lucharon por las islas de Sicilia, Córcega y Cerdeña o que, después de Salamina, los victoriosos atenienses conocerían el desastre en cuatro porfiadas batallas navales en torno a Siracusa frente a la Liga del Peloponeso espartana.De la mano de su autor, Víctor San Juan, especialista en temas náuticos, que une conocimiento histórico, conocimiento técnico y experiencia práctica, descubrirá todas las claves, el desarrollo y los personajes que ocuparon un lugar destacado. Una obra que con un estilo riguroso y ameno le mostrará los conflictos navales más importantes de la Antigüedad.

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Información

Año
2019
ISBN
9788499676524

1

Un equilibrio inestable

Las naciones de Europa, escarmentadas de los funestos ocasos que acarrea el excesivo poder de un estado, procuran con vigilancia no dejar sobrepujar demasiado a alguno que venga precisamente a hacerse árbitro de los demás. Esto es lo que los políticos llaman equilibrio de la Europa, y se reduce a igualar de tal modo sus fuerzas, que no llegue a sobrepujar ninguna.
Elementos de derecho público de la paz
y de la guerra
(1771)
José de Olmeda y León
El siglo XVIII fue una era de grandes cambios. Comienza la centuria y el mundo entero parece animado por una energía maravillosa. La población crece. Las epidemias no desaparecen, pero la mortalidad empieza a disminuir. El clima, más benigno, y la medicina, más experta, ayudan mucho. Pero, sobre todo, hombres y mujeres, ricos y pobres, comen mejor. Los nuevos cultivos, como el maíz y la patata, liberan a los europeos de su secular sumisión a las volubles cosechas de trigo. La extensión de los campos de labor anima la producción. La tierra se ve ya, aunque sólo en algunos lugares, como una empresa de la que obtener beneficios. Los bienes comunales, propiedad de todos y de nadie, son objeto de crítica. Muchos gobiernos se deciden al fin a su venta. Los burgueses, satisfechos con la medida, tan conveniente a sus intereses como dramática para los labriegos pobres, comienzan a tomar conciencia de su opulencia y se irritan ante el desprecio de una aristocracia que reclama del rey el monopolio de los altos cargos. Los monarcas, algo más atentos por fin al bienestar de su pueblo, emprenden reformas que enseguida prueban sus limitaciones frente a un orden que comienza a naufragar en la marejada del cada vez más pujante capitalismo. Filósofos y pensadores creen ya disipadas las brumas de la ignorancia y, guiados por la razón, confían en un progreso que no puede detenerse.

UNA GUERRA MÁS COSTOSA

La guerra, nos guste o no, siempre a la vanguardia del progreso tecnológico de la sociedad humana, no podía permanecer al margen de estos decisivos cambios. Y no lo hizo. Ya a comienzos de la Edad Moderna, la infantería, verdadera columna vertebral de los ejércitos antiguos, había comenzado a recuperar la primacía que en los últimos siglos del Imperio romano, y con mayor claridad durante el Medievo, le había arrebatado la caballería. De los reducidos ejércitos de jinetes de la nobleza se había pasado a las grandes masas de infantes, cada vez más costosas de reclutar, armar y entrenar. En 1415, en la célebre batalla de Azincourt, por ejemplo, combatieron ocho mil soldados ingleses contra doce mil franceses. Al inicio de la guerra de Sucesión española, Luis XIV disponía de un ejército de trescientos sesenta mil hombres. Pero, en mayor medida que su tamaño, los factores determinantes en el gran incremento del coste de los ejércitos fueron la rápida evolución de las armas de fuego, tanto portátiles como de artillería, y las grandes mejoras que se introdujeron en la instrucción, la disciplina y la organización de las tropas.
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Detalle de La rendición de Breda, de Diego Velázquez. Este célebre cuadro, conocido como Las Lanzas por las muchas que aparecen en él, refleja muy bien el aspecto de los ejércitos en combate en los primeros siglos de la Edad Moderna. En el siglo XVIII todo sería diferente.
A mediados del siglo XVII, las picas hubieron al fin de rendirse ante la superior eficacia de los mosquetes de mecha que, ya a finales de la centuria, dejaron paso al fusil con llave de sílex y bayoneta, más ligero, más rápido y de mayor alcance, un ingenio que, de hecho, combinaba en una sola arma, mejorándolas, las prestaciones de las picas y los mosquetes, pues permitía disparar primero al enemigo desde una mayor distancia y atacarle después con éxito en la lucha cuerpo a cuerpo. Entretanto, las usuales indumentarias multicolores de los soldados de los siglos anteriores se batieron en definitiva retirada ante los uniformes, integrados, por lo general, por una casaca y un tricornio de un color propio de cada estado que hacía posible su rápida identificación en el campo de batalla, con una divisa que permitía distinguir la unidad a la que pertenecía. Por último, las formaciones adoptadas por las tropas en el momento de la acción se modificaron también. El cuadro, característico de los viejos tercios españoles, eficaz solo mientras las armas de fuego no lo fueron del todo, dejó paso a la línea, menos vulnerable a las cargas cerradas de fusilería, que avanzaba sin precipitación sobre las posiciones enemigas, manteniendo la formación hasta situarse a una distancia eficaz de fuego. Pero ello exigía una moral muy alta en la tropa, pues de lo contrario, los soldados, sintiéndose, con toda razón, vulnerables y en grave riesgo de muerte, podían convertirse con facilidad en presas del pánico ante los disparos del enemigo y huir en total desorden. No menos imperiosa resultaba una mayor coordinación, capaz de garantizar a los mandos que cada unidad se encontrara en el lugar que se le había asignado sobre el campo de batalla y se moviera en la dirección esperada cuando se le ordenara hacerlo. Todo ello, como ya descubriera el holandés Mauricio de Nassau, príncipe de Orange, a finales del siglo XVI, exigía períodos de instrucción de los reclutas mucho más prolongados y, en consecuencia, mucho más caros, pues los soldados en formación debían ser alimentados, vestidos y alojados en los cuarteles durante largo tiempo, consumiendo de ese modo considerables recursos sin prestar todavía a cambio servicio militar alguno.
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Piezas de artillería españolas de finales del siglo XVIII según lo previsto en la Ordenanza de 1783.
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La batalla de Poltava, que enfrentó a las tropas rusas del zar Pedro I con las suecas de Carlos XII el 8 de julio de 1709. La aplastante victoria rusa se debió, entre otras causas, a su brutal superioridad artillera: setenta y dos cañones frente a sólo cuatro de los suecos.
Mayor repercusión económica tuvo aun la extensión de la artillería. Junto al cañón de bronce tradicional, que había sustituido a la lenta y pesada bombarda a finales de la Edad Media, fue difundiéndose el de hierro, más barato, ligero y fácil de transportar, lo que multiplicó su número en todos los ejércitos europeos. Se popularizaron también el mortero, muy útil en los asedios, que disparaba bombas en lugar de balas macizas, y el obús, que podía arrojar ambos tipos de munición. En cualquier caso, el resultado fue un notable incremento del potencial destructivo de las fuerzas armadas europeas, que terminó por cambiar la concepción misma de la táctica.
La guerra ofensiva, preponderante en los albores de la Edad Moderna, perdió protagonismo frente a la defensiva. Los duelos directos entre los ejércitos se planteaban ahora de forma muy distinta a la tradicional. Al incrementarse el número de cañones en el campo de batalla, por su menor coste y mayor ligereza, las bajas podían llegar a ser muy elevadas, y se trataba de bajas muy difíciles de cubrir, pues los soldados no eran ya reclutas inexpertos, sino, en buena medida, aunque no del todo, profesionales que había costado mucho adiestrar. La constatación de este hecho, por una parte, impulsó la implantación de la nueva formación en línea, ancha y de escasa profundidad, más difícil de barrer con metralla que los densos cuadros de antaño, y, por otra parte, extendió la conciencia de que una sola batalla podía decidir el curso de una guerra, de modo que evitarla si no se estaba seguro de ganar, y esa seguridad era poco frecuente, parecía la decisión más razonable.
Por esa razón, las grandes batallas campales, aun sin desaparecer del todo, cedieron protagonismo al asedio de las ciudades y plazas fuertes determinantes para asegurar la ocupación efectiva del territorio enemigo. Pero ello exigió, a su vez, una gran inversión en fortificaciones, que había que remozar por completo o incluso erigir de nueva planta, pues los potentes cañones de asedio arruinaban ahora sin excesivo esfuerzo las viejas murallas medievales. Los muros altos, rectos y delgados, rematados en almenas y reforzados, de tanto en tanto, por torres cuadradas, y pensados para detener el asalto de la infantería, dieron paso a las defensas más bajas, gruesas e inclinadas, con frecuentes ángulos, casi siempre en forma de estrella, ideadas para atrapar al enemigo entre dos fuegos y resistir mejor las gruesas balas de los cañones de asedio.
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Batalla de Aboukir, 1 de agosto de 1798. El buque de línea, que toma su nombre de la formación que adoptaban las flotas en los combates navales, constituyó la espina dorsal de las armadas europeas del siglo XVIII.
Los cambios que sufrió la guerra naval fueron incluso más decisivos, como tendremos ocasión de ver con detalle más adelante, y, desde luego, mucho más gravosos para el erario público de los estados europeos. El buque de línea, nacido en el siglo XVII como evolución lógica del galeón, se convirtió en la columna vertebral de todas las armadas, y la tecnología necesaria para diseñarlo, construirlo y armarlo se erigió en factor determinante de la potencia de las naciones marítimas. El rápido desarrollo del tráfico oceánico incrementó a ritmo acelerado el tamaño de las flotas, y la combinación de ambos procesos exigió de las principales potencias navales el desarrollo de un inmenso aparato logístico destinado a construir, mantener y armar los buques, que, a su vez, tenía tras de sí todo un sector económico nacido para suministrar a la marina de guerra la madera, las velas, los pertrechos, la artillería y todo cuanto esta necesitaba para tal fin. Astilleros, arsenales, apartaderos y fundiciones, en los que llegaban a trabajar miles de personas, anticiparon la revolución industrial en los grandes países europeos.
Por otro lado, aunque es costumbre asegurar, no sin cierta vaguedad, que la extensión de las fuerzas armadas estables se produjo en la Edad Moderna, no fue en realidad hasta el siglo XVIII cuando los ejércitos adoptaron un verdadero carácter permanente. Hasta el final de la guerra de los Treinta Años, en 1648, las tropas de todos los estados europeos habían estado integradas en su mayor parte por soldados mercenarios, pues estos resultaban por lo común más fiables a la hora de reprimir rebeliones internas; era muy fácil licenciarlos y prescindir de ellos, lo que hacía factible reducir con celeridad el presupuesto militar en tiempos de paz, y la tarea de contratarlos, equiparlos, encuadrarlos y pagar sus soldadas podía encomendarse sin problema a contratistas privados o incluso a sus propios jefes. Sin embargo, el incremento de los costes del armamento, en especial la artillería, convirtió a la guerra en una cuestión que sólo el Estado podía afrontar e hizo de sus ejércitos una fuerza permanente.
Todos estos hechos supusieron una auténtica revolución. Imitando el ejemplo de la Francia de Luis XIV, ordenanzas precisas reglamentaron todo cuanto afectaba al Ejército y la Armada; vieron la luz los primeros ministerios de la Guerra y de Marina; la logística militar experimentó un avance nunca visto; decenas de cuarteles, ubicados en fortalezas, cerca de las fronteras y en las ciudades principales de cada reino, acogieron los numerosos regimientos en que ahora se dividían los ejércitos; se erigieron grandes hospitales para atender a la recuperación de los soldados heridos en combate; se fundaron academias para formar a los futuros oficiales, y una parte cada vez mayor del gasto público se destinó a sufragar las necesidades de las tropas, mientras todo un nuevo sector de la industria crecía al calor de la creciente demanda estatal de uniformes, fusiles, cañones, municiones y pertrechos para dotarlas. Con toda razón puede asegurar el historiador británico Paul Kennedy que «[…] los cambios más significativos que se produjeron en los campos militar y naval durante el siglo XVIII fueron probablemente de organización, debido a la acrecentada actividad del Estado1».
En cualquier caso, estos decisivos cambios hicieron de la guerra algo mucho más costoso de lo que venía siendo habitual, y situaron a los grandes estados ante la imposibilidad evidente de financiar sus costes recurriendo tan sólo a sus ingresos fiscales regulares. Es obvio que podían incrementar la ya gravosa carga impositiva que sufrían sus súbditos, pero la medida, de prolongarse en el tiempo, podía alimentar revueltas y, a medio plazo, incluso dañar la economía. La consecuencia de este hecho fue doble. Por una parte, algunos gobiernos promovieron una auténtica revolución financiera, mediante la cual crearon los instrumentos de banca y crédito necesarios para sufragar sus crecientes gastos militares; por otra, se convirtió en imposible la hegemonía absoluta de una potencia sobre las demás, tal como había sucedido hasta mediados del siglo XVII con la España regida por los Habsburgo, y con la Francia de Luis XIV, en menor grado, después de esa fecha. Pero otros factores, en los que resulta conveniente detenerse, fueron de igual modo muy relevantes a la hora de explicar este hecho.

UNA EUROPA DISTINTA

En primer lugar, la Europa del siglo XVIII es mucho ...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Introducción
  4. 1. Un equilibrio inestable
  5. 2. Guerras por una corona
  6. 3. Guerras por un mercado
  7. 4. La revolución que no lo fue en el mar
  8. 5, Tres armadas en combate
  9. 6. Los olvidados de Trafalgar
  10. 7. Hacia el combate
  11. 8. En Lepanto la victoria y la muerte en Trafalgar
  12. 9. Y Britania gobernó las olas...
  13. Bibliografía
  14. Colección Breve Historia…
  15. Índice
  16. Contraportada