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Sea el castellano, y el castellano fue
A modo de introducción, pongámonos en la piel de Howard Carter, el descubridor de la tumba de Tutankamón, o de Rodrigo de Triana, si es que este fue el marinero que avistó por primera vez América. Nuestro Howard Carter particular se llamó Manuel Gómez-Moreno, un arqueólogo e historiador que, hasta que cerró los ojos, a los cien años, no cesó de abrir los nuestros. En 1911, trabajando en el monasterio riojano de San Millán de la Cogolla, algo le llamó la atención en los folios de un códice latino, unas notas al margen que transcribió para que el sabio Ramón Menéndez Pidal (1869-1968) las estudiara a sus anchas. Dos años después, este dio a conocer una de esas inscripciones, y en 1926, en su obra Orígenes del español, las presentó como la primera manifestación del castellano. Se trataba, sí, de las glosas emilianenses.
Las glosas emilianenses, redactadas en iberorromance, pasan por ser el primer testimonio escrito de la génesis del español.
No las recogemos aquí por su belleza, ni por esa molicie que lleva a los historiadores, o a los meros amantes de la literatura, a citarlas como pórtico para sus libros. No. Lo hacemos por su importancia. Cuando hace cosa de mil años, a mediados del siglo X o comienzos del XI, un monje del monasterio de San Millán –nombre que, por cierto, procede de Emiliano, Aemilianus, y de ahí el «apellido» de estas glosas– se propuso interpretar un texto en latín, apuntó en los márgenes del códice unas notas para orientarse. Lo hizo, en parte, en romance, por lo que cabe considerarlas la primera muestra de la «literatura» española.
El fragmento más extenso, que, más que un comentario al texto en latín, es una doxología o alabanza a Dios del propio copista, figura en el folio 72r, y reza lo que sigue: «Con la mediación de nuestro Señor, don Cristo, don Salvador, que comparte el honor y la jerarquía con el Padre y con el Espíritu Santo por los siglos de los siglos, Dios omnipotente nos haga servir de tal manera que nos encontremos felices en su presencia. Amén».
Ese fue el principio simbólico de una lengua que hoy hablan quinientos sesenta millones de personas, entre nativos y aprendices. Y, aunque el caso de las glosas no está «cerrado» del todo –¿quién podría jurar que se redactaron de verdad en ese scriptorium?–, bien podemos partir, para nuestra Breve Historia, de la «cuna del castellano», que lo es también del vascuence, pues dos anotaciones se registraron en esa lengua.
La aventura ha comenzado.
LOS PRECURSORES DE LA BELLEZA
El hebraísta Samuel Miklos Stern descubrió las jarchas (‘salida’ en árabe) en 1948. En un famoso artículo que vio la luz en la revista Al-Ándalus, publicó una primera antología de estas coplas mozárabes, las más antiguas fechadas en torno al siglo X, que venían a lacrar las moaxajas, una composición poética culta propia de la España musulmana.
Tal como apreció el arabista Emilio García Gómez, las jarchas se pueden considerar «análogas a nuestros antiguos “villancicos” o a nuestras actuales coplas y cantares». En su mayoría cuartetas, pero también pareados y octavillas, semejaban estribillos de tema amoroso, que susurraban, en labios de una mujer, la ausencia del amigo o su enfermedad, la sed de un beso, los celos o el desengaño. De irresistible belleza –«Vayse meu corachón de mib», como reza el principio de una de las más citadas, que luego completaremos–, su gracia y misterio residen en la lengua romance que les sirvió de marco. Pero veamos, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de mozárabe?
La población mozárabe, cristiana de origen hispano-visigodo, siguió viviendo en al-Ándalus como tributaria –dhimmi– de los musulmanes, sin perder sus raíces aunque marginada en el seno de la nueva sociedad. Los poetas cultos judíos y árabes quedaron prendados de la belleza de los poemillas que cantaban, y así, tal como los oían, los pusieron negro sobre blanco. Esta es una de las teorías. Otra, que no excluye la anterior, es que esos mismos vates alumbraran las jarchas inspirándose en la luminosa oralidad mozárabe.
De acuerdo con el antólogo del siglo XII Ibn Bassam, de Santarén, «[Al-Qabrï] tomaba palabras coloquiales y romances a las que llamaba markaz [estribo], y construía sobre ellas la moaxaja». Es decir, Al-Qabrï, un poeta ciego oriundo de Cabra (Córdoba), a quien la tradición ha señalado como el padre de la moaxaja, levantaba sus poemas a partir del markaz o, lo que es lo mismo, de la jarcha.
¿Qué fue primero, el huevo o la gallina, la moaxaja o la jarcha? De nuevo García Gómez acude en nuestro rescate: «En la moaxaja árabe primitiva la jarcha era la coplilla romance, y sobre ella –basándose en ella– se hacía toda la composición. El poema era, pues, una luciérnaga: tenía la luz en la cola».
Todas las jarchas, sobra decirlo, son anónimas, no así las moaxajas. Stern dio a conocer las primeras veinte en su artículo de 1948, a partir del cual nos vanagloriamos de que la lírica fundacional europea era «nuestra». El lingüista húngaro tituló su investigación Los versos finales en español de las moaxajas hispano-hebraicas (las árabes no tardarían en hacerse un hueco en los estudios).
El corpus se iría ampliando con los años, y hoy podemos hablar de unas setenta jarchas, que nos siguen fascinando igual que ayer. ¿O no?
Vayse meu corachón de mib, Vase mi corazón de mí,
Ya Rab, ¿si me tornarad? Oh Dios, ¿acaso me tornará?
¡Tan mal meu doler li-l-habib! ¡Tan grande es mi dolor por el amado!
Enfermo yed, ¿cuándo sanarad? Enfermo está, ¿cuándo sanará?
EL MONÓLOGO DE LOS TRES REYES
El teatro, por su parte, nació en las iglesias con el propósito de desentrañar a ojos de los fieles los misterios de la religión. ¿Era, pues, un espectáculo o un rito? Ambas cosas. El pueblo participaba en las obras activamente, al igual que en una misa, porque el «texto» de ambas representaciones provenía de lo sagrado, de las Escrituras. De hecho, ya en el siglo XIII el papa Inocencio III se dirigió al arzobispo de Gniezno para orientarlo debidamente sobre las normas que debían regir los juegos o espectáculos de la fiesta de Navidad, luego recogidas en diversas summas canónicas.
Nuestra primera obra de teatro fue la Representación o Auto de los Reyes Magos, un conjunto de 147 versos de distinta medida, con predominio de alejandrinos, eneasílabos y heptasílabos, en que toman la voz y la palabra Gaspar, Baltasar, Melchor, Herodes y unos sabios y rabinos, incapaces estos últimos de ver o expresar la verdad.
Escrito en Toledo en el siglo XII por un autor anónimo, probablemente un fraile de la Orden de San Benito –para el filólogo Rafael Lapesa, pudo ser un catalán o un gascón–, el texto fue hallado en la biblioteca del Cabildo catedralicio de esa ciudad por el erudito Felipe Fernández Vallejo a finales del siglo XVIII. En 1863, Amador de los Ríos transcribió los fragmentos conservados, que lue...