Napoleón y Revolución: las Guerras revolucionarias
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Napoleón y Revolución: las Guerras revolucionarias

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Napoleón y Revolución: las Guerras revolucionarias

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Conozca las guerras en las que Napoleón conquistó su destino. Descubra las gestas de admirables hombres como Nelson, Suvorov, Hoche, Moreau, el archiduque Carlos, Pitt, Godoy, Bagration, Alvinczi y el general Ricardos. Acción por tierra y mar, batallas sangrientas, expediciones de conquista, desembarcos ante el enemigo, figuras marciales míticas, nuevas tácticas y estrategias. ¡Acción por tierra y mar, batallas sangrientas, expediciones de conquista, desembarcos ante el enemigo, figuras marciales míticas, nuevas tácticas y estrategias! Todo esto y mucho más lo encontraremos viajando a este convulso período europeo que se desarrolló al fulgor de la Revolución francesa y que anticipó el posterior imperio napoleónico más divulgado. Diez disputados años donde dos primeras coaliciones de aliados europeos (España entre ellos) intentaron frenar la expansión revolucionaria francesa. Veremos cómo Napoleón, un desconocido en los primeros años, ascendería en este apasionante ambiente, aunque existieron otras genios militares como Nelson, Suvorov, Hoche, Moreau o el archiduque Carlos que tuvieron en sus manos una gran responsabilidad, junto a un carisma que se apoyaba en las tropas a su cargo y se nutría de las victorias conseguidas. Toda guerra siempre lleva un objetivo político detrás. Asistiremos desde una visión privilegiada al análisis de la escena internacional y a las relaciones entre los países de la mano de personalidades como Pitt, Godoy o Talleyrand. Seguiremos el ascenso de unos líderes y la caída de otros, en una sucesión casi ininterrumpida de grandes hechos y gestas, con una frecuencia, mortandad y a una escala nunca antes vista en la Europa de aquellos siglos. Una época, en definitiva, que desterró las luces de la Ilustración para embarcarse en una guerra total por varios continentes.

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Información

Año
2019
ISBN
9788499678108
Categoría
Historia

Capítulo 1

¡Todos a las armas!

Si vis pacem, para bellum.
Proverbio latino

REVOLUCIÓN Y REYES

La Revolución triunfante estaba a mediados de 1791 buscando un modelo definitivo. Se debatía entre continuar con la monarquía o romper definitivamente con lo establecido en los siglos anteriores por la fuerza de la sangre y el linaje. Muchas voces pedían la república y los más exaltados de ellos eran los que pertenecían al Club de los Cordeliers. Los «cordeleros» estaban ubicados en un antiguo convento de los franciscanos en París –extendidos luego a Marsella– y pedían la supresión monárquica y el sufragio universal. Una de sus peticiones recogiendo firmas en pro de la República fue depositada en el altar de la patria del Campo de Marte el 17 de julio. A raíz de este hecho y ese mismo día, hubo una serie de incidentes que desencadenaron luego en una fuerte represión de la Guardia Nacional, que disparó a la multitud congregada. La masacre subsiguiente evidenciaba la ruptura que existía entre los partidarios de uno u otro régimen.
Los reyes absolutos europeos miraban con recelo esta escalada. Del 25 al 27 de agosto se reunieron en el Castillo de Pillnitz, cerca de Dresde (Alemania), el emperador austriaco Leopoldo II (1747-1792), hermano de la reina francesa Maria Antonieta, y el rey de Prusia Federico Guillermo II (1744-1797). Las conversaciones habían girado sobre la nueva partición polaca –en 1772 había ocurrido la primera– y la finalización de la guerra austro-turca empezada en 1787, donde los prusianos apoyaban a los otomanos, pero la presencia de emigrados franceses contribuyó a que firmaran protocolariamente la famosa Declaración de Pillnitz, en la cual manifestaban su disposición a intervenir en Francia para defender la libertad y legitimidad del rey mediante una acción coordinada con otras soberanías europeas.
Al no contar en ese momento con el apoyo de Gran Bretaña ni de Rusia, las intenciones reales de Austria no parecían tan beligerantes, y esa declaración podría interpretarse como una mera etiqueta de cara al exterior, aunque J. F. C. Fuller comenta que, en un acuerdo anterior, tanto Leopoldo como Federico Guillermo deseaban repartirse algunas zonas de Francia. Y Arno J. Mayer recuerda que tras el episodio de Varennes, donde fue capturado Luis XVI (1754-1793), Leopoldo lanzó la Circular de Padua, donde instaba a los monarcas a «poner límites al peligroso extremismo de la Revolución francesa». Igualmente, en la propia reunión posterior de Pillnitz, ellos incrementaron la presión diplomática hacia los revolucionarios franceses, a la vez que intervenían indirectamente por vez primera en los asuntos del no reconocido gobierno establecido en Francia y sentaban un precedente en la política exterior europea.
De ahí que en la Asamblea francesa fuera interpretada como un genuino movimiento contrarrevolucionario que era apoyado también por los descontentos del interior y desembocaba casi en una declaración formal de guerra, sobre todo para los «brisotinos» de Jacques Brissot (1754-1793), conocidos para la posteridad como «girondinos», que eran partidarios de extender la lucha para salvar la Revolución. Sus adversarios izquierdistas, los «jacobinos», con Robespierre y Marat a la cabeza, estaban en contra de esta escalada bélica, ya que presentían que no estaban preparados para ella y además ayudaban a los deseos de la Corte y de los propios emigrados. Y eso sin contar con la falta de objetivos estratégicos iniciales.
Para T. C. W. Blanning, la irrupción de Brissot es vista como una de las claves para explicar los orígenes de las guerras entre la Francia revolucionaria y las potencias europeas, algo en lo que coincido. Este autor indica que no fue únicamente la hostilidad estructural o ideológica de esas potencias la causante del conflicto sino, más bien, la necesidad que ciertos políticos franceses tenían –y aquí apunta hacia Brissot y a sus seguidores– de ganar poder dentro de Francia a costa de plantear una guerra contra los Habsburgo. Argumenta también que esa forzada necesidad de unidad doméstica se basaba en la creencia de que la hegemonía europea era exclusividad de Francia. Una arrogancia que más tarde sería compartida en Viena y Berlín por la falsa creencia de entender que el poder militar francés se había desintegrado por completo desde la guerra de los Siete Años y la posterior crisis holandesa de 1787. Esta huida hacia delante de unos y las confianzas de otros estaban acompañadas de los problemas sociales, fiscales y económicos que se arrastraban desde antes de la revolución.
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Jacques Pierre Brissot. En: GALLOIS, Léonard. Histoire des journaux et des journalistes de la Révolution française. París: Bureau de la société de l’industrie fraternelle, 1845.
En estos primeros años revolucionarios la economía francesa se contrajo debido a una reducción de la producción industrial y agrícola, que hundió a su vez el comercio exterior. El gobierno decidió pagar sus viejas deudas y consideró que la emisión de papel moneda (el llamado assignat o ‘asignado’ basado supuestamente en el valor real de los bienes nacionales expropiados a la nobleza emigrada y el clero) podría ser una solución. El resultado fue una escalada atroz de la inflación y, tras su masiva circulación, la caída en picado del valor de este asignado, que se retiró definitivamente en 1796. A finales de siglo, los franceses remolcaban unas condiciones de vida más pobres respecto, por ejemplo, a sus vecinos belgas o a sus enemigos británicos u holandeses. Este atraso es perceptible al establecer comparaciones con estimaciones sobre el PIB por habitante o con la capacidad de alimentar a un número determinado de familias por un número fijo de agricultores, por ejemplo (curioso dato, ya que en Francia las dos terceras partes de la población trabajaban en la agricultura). Asimismo, la urbanización creció generalmente con más fuerza en esos países antes mencionados que en la misma Francia. A pesar de esos datos, Francia en el año 1800 fluctuaría entre los 27 a 29 millones de habitantes, mientras que los tres países anteriores juntos quizá sobrepasaran por poco los 20 o 21 millones. Como comenta Louis Bergeron, «las crisis ya no matan como en otros tiempos» y ese excedente poblacional ayudaría a nutrir a los ejércitos revolucionarios y posibilitaría las levas masivas napoleónicas de los años venideros.
Estas dificultades no arredraron a Brissot y a otros revolucionarios para seguir incendiando las tribunas con sus discursos pidiendo la guerra preventiva para resolver la situación imperante, pues pensaban que «un pueblo libre siempre vencería a los déspotas». El influjo de la independencia estadounidense estaba muy presente en aquellas conciencias. Además, esa crucial huida abortada demostraba a todos que Luis XVI se sentía más seguro ante los emigrados en Alemania y con su cuñado el emperador que en presencia de sus súbditos alzados. Los seguidores de Brissot abogaban por tomar la ciudad de Coblenza, bastión de los emigrados, para desenmascarar al propio Luis XVI y finalizar así su doble juego con unos y otros. Esta anticipación, en realidad, anhelaba una unión sagrada de la patria ante el peligro reaccionario, una canalización de los problemas internos hacia fuera y una terminación del proceso revolucionario. Timothy Tackett analizó los discursos y cartas de los diputados de la Asamblea durante estos meses y comprobó el enorme temor a las conspiraciones que tenían. La escalada radical hacia los emigrados alcanzó su paroxismo en noviembre de 1791 cuando declararon «sospechosos de conspiración contra la patria a aquellos franceses que se encuentren más allá de las fronteras del reino […]. Si el 1 de enero de 1792 siguen todavía congregados fuera del país, serán declarados culpables de conspiración, y como tales serán procesados y castigados con la muerte». No habría marcha atrás.
Aunque Luis XVI no aceptó esa ley que portaba el germen de la guerra civil, por el contrario, tuvo que aprobar una militarización de la propia revolución. Era evidente que su figura estaba ya claramente mancillada y coaccionada. Recordemos también que el 14 de septiembre de 1791 tuvo que jurar una Constitución monárquica que le limitaba sus poderes. Bajo su aparente autoridad y a mediados de diciembre de 1791 se formaron tres ejércitos en la frontera noreste de Francia, comandados dos de ellos por figuras de la guerra de Independencia americana, el marqués de Lafayette (1757-1834) y Rochambeau, y el otro, por un viejo húsar alemán al servicio francés, Luckner. Esos tres respectivos ejércitos y sus nombres escogidos, Armée du Centre (Ejército del Centro), Armée du Nord (Ejército del Norte) y Armée du Rhin (Ejército del Rin), serían el origen militar sobre el que muchos de los protagonistas de estas décadas hicieron su carrera.
Al primero de ellos, al mando de Lafayette y con su «base avanzada» en la ciudad de Metz, llegaban con fluidez los voluntarios a las armas y en ese paisaje nacional brotaban nuevos batallones en cualquier ciudad. Durante esos primeros meses ya estaban presentes nombres como Emmanuel de Grouchy, Jacques-François Menou, Joacuim Murat, Louis Nicolas Davout, Auguste Marmont, Nicolas Charles Oudinot o Gérard Duroc. Todos ellos tendrían protagonismo en las Guerras revolucionarias y, sobre todo, en las napoleónicas, con algunos ascensos al mariscalato o, incluso, a la realeza que prefiguraron una marcada tendencia de promoción por méritos de guerra, en la mayoría de las ocasiones, para cualquiera que tuviera la fortuna de sobrevivir en batalla con valor y destreza. Un dato que sustenta esto lo ofrece Paddy Griffith al comentar que de los veintisiete futuros mariscales de Napoleón, sólo tres de ellos eran ya generales en estos nacientes tiempos revolucionarios.
Es importante subrayar aquí que también los emigrados habían formado un ejército propio de unos veinte mil hombres desperdigados por Holanda y la frontera del Rin, los cuales también asistirían a las posteriores fuerzas invasoras prusianas y austriacas. Esa latente disconformidad reaccionaria se avivaba desde el interior francés, con deserciones de oficiales tras Varennes (2.100 entre septiembre y diciembre de 1791, para un total de 6.000 durante ese año), conspiraciones más o menos organizadas, el descontento del clero refractario a los nuevos ideales al negarles la libertad de culto y posibilitar su expulsión (ver decreto del 27 de mayo de 1792), y la radicalidad campesina de la Vendée, una región cercana a la desembocadura del río Loira que sería testigo de una intermitente y cruda guerra civ...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Índice
  4. Mapas generales
  5. Introducción
  6. Capítulo 1. ¡Todos a las armas!
  7. Capítulo 2. Humo, pólvora y sangre
  8. Capítulo 3. Tácticas y estrategas
  9. Capítulo 4. Francia en peligro (1792-1794)
  10. Capítulo 5. Los límites de la Revolución (1795-1797)
  11. Capítulo 6. Oriente y Occidente (1798-1799)
  12. Capítulo 7. Teatros y decisiones (1800-1801)
  13. Capítulo 8. Guerra naval: la Royal Navy al ataque
  14. Capítulo 9. Guerra naval: desembarcos, conquistas y saqueos
  15. Capítulo 10. Vencedores y vencidos (1802)
  16. ANEXOS
  17. Cronología
  18. Biografías militares
  19. Bibliografía escogida
  20. Diagramas
  21. Contraportada