Las fortunas de Diana
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Las fortunas de Diana

  1. 103 páginas
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Las fortunas de Diana

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Información del libro

Las fortunas de Diana es una de las pocas novelas cortas de Lope de Vega. Adscrita al subgénero de novela bizantina o novela de aventuras peregrinas, imita a los autores helenísticos de la novela griega, con especial querencia de Heliodoro de Émesa. En esta en concreto, Lope mezcla la aventura clásica con el romance y el elemento fantástico en la historia de Diana, joven que escapa con su amante tras descubrir que está embarazada y quien, tras muchas aventuras, llega al cargo de Virrey de las Indias.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726618273
Categoría
Literatura
A la señora Marcia Leonarda
No he dejado de obedecer a vuestra merced por ingratitud, sino por temor de no acertar a servirla; porque mandarme que escriba una novela ha sido novedad para mí, que aunque es verdad que en el Arcadia y Peregrino hay alguna parte de este género y estilo, más usado de italianos y franceses que de españoles, con todo eso, es grande la diferencia y más humilde el modo.
En tiempo menos discreto que el de ahora, aunque de más hombres sabios, llamaban a las novelas cuentos. Estos se sabían de memoria y nunca, que yo me acuerde, los vi escritos, porque se reducían sus fábulas a una manera de libros que parecían historias y se llamaban en lenguaje puro castellano caballerías, como si dijésemos «hechos grandes de caballeros valerosos». Fueron en esto los españoles ingeniosísimos, porque en la invención ninguna nación del mundo les ha hecho ventaja, como se ve en tantos Esplandianes, Febos, Palmerines, Lisuartes, Florambelos, Esferamundos y el celebrado Amadís, padre de toda esta máquina que compuso una dama portuguesa. El Boyardo, el Ariosto y otros siguieron este género, si bien en verso; y aunque en España también se intenta, por no dejar de intentarlo todo, también hay libros de novelas, de ellas traducidas de italianos y de ellas propias en que no le faltó gracia y estilo a Miguel Cervantes. Confieso que son libros de grande entretenimiento y que podrían ser ejemplares, como algunas de las Historias trágicas del Bandello, pero habían de escribirlos hombres científicos, o por lo menos grandes cortesanos, gente que halla en los desengaños notables sentencias y aforismos.
Yo, que nunca pensé que el novelar entrara en mi pensamiento, me veo embarazado entre su gusto de vuestra merced y mi obediencia; pero por no faltar a la obligación y porque no parezca negligencia, habiendo hallado tantas invenciones para mil comedias, con su buena licencia de los que las escriben, serviré a vuestra merced con esta, que por lo menos yo sé que no la ha oído, ni es traducida de otra lengua, diciendo así:
En la insigne ciudad de Toledo, a quien llaman imperial tan justamente, y lo muestran sus armas, había no ha muchos tiempos dos caballeros de una edad misma, grandes amigos, cual suele suceder a los primeros años por la semejanza de las costumbres. Aquí tomaré licencia de disfrazar sus nombres, porque no será justo ofender algún respeto con los sucesos y accidentes de su fortuna. Llamábase el uno Otavio, y el otro Celio.
Otavio era hijo de una señora viuda, que de él y de una hija que se llamaba Diana, y de quien toma nombre esta novela, estaba tan gloriosa como Latona por Apolo y la Luna. Acudía Lisena, que este fue el nombre de la madre, a las galas y entretenimientos de Otavio liberalmente; y con mano escasa y avara a su hija Diana, vistiéndola honestamente, de que a ella le pesaba mucho, porque es ansia de las doncellas lucir su primera hermosura con la riqueza de las galas; y engáñanse en esto como en otras cosas, porque a la frescura de las rosas por la mañana basta el natural rocío, que cortadas, han menester el artificio del ramillete, donde tan poco duran como después ofenden. No erraba Lisena en componer honestamente su hija, que una doncella en hábito extraordinario de su estado no es mucho que desee cosas extraordinarias y sea más mirada de lo que es justo. Diana mostraba alegría en la obediencia y con discreción notable no excedía un átomo sus preceptos; de suerte que ni en misa ni en fiesta pública fue jamás vista de la curiosidad ociosa de tantos mozos, ni hubo en toda la ciudad quien pudiese decir lo que ahora de muchas, con no poca reprehensión del descuido de sus padres, que les parece que, alabándolas y enseñándolas, se han de vender más presto.
Celio no los tenía, y era dotado de grandes virtudes y gracias naturales; pienso que con esto he dicho que era pobre y no muy estimado de los ricos. Solo Otavio no se hallaba sin él, y era tanta su amistad que, comenzando en otros por envidia, acabó en murmuración y no poco disgusto de sus parientes, que se quejaron a Lisena de que en las conversaciones públicas los dejaba en viendo a Celio, y muchas veces sin despedirse. Lisena, ofendida del desprecio de sus deudos y del amor y estimación de Celio, riñole un día más declaradamente que otras veces, y para daño de todos.
Otavio, sintiendo la aljaba de aquellas flechas, y que con siniestra información deseaban quitársele, honestamente obediente, le dijo que si supiera qué partes tenía Celio para ser amado y estimado, de ninguna suerte le hubiera reprehendido, antes bien expresamente le mandara que no se acompañara con otro; y que habiendo conocido la deslealtad de otros amigos, la poca verdad, la inconstancia, el poco secreto y bajas costumbres, se había reducido a querer tratar y conversar el caballero más noble, más discreto, más fácil, más leal, verdadero, secreto y de mejores costumbres que había en Toledo; y que mirase que, después que andaba con él, no le había dado disgusto ni sacado la espada; porque Celio era pacífico y tan prudente y cuerdo, que componía todos los disgustos que a los demás caballeros se ofrecían, y que con su entendimiento había solicitado tanta autoridad entre ellos, que le tenían envidia de que él le favoreciese y con tan justa razón se le inclinase.
Atenta estuvo Lisena y sin responder a Otavio, porque conoció que era verdad lo que le decía, y jamás había oído cosa en contrario; pero más lo estuvo Diana que, oyendo tantas alabanzas de Celio, sintió una alteración súbita, que blandamente le desmayaba el corazón y le esforzaba la voluntad; quería defender a su hermano y decir algo de lo que había oído de Celio, y por no dar conocimiento de lo que ya le parecía que requería secreto, recogió al corazón las palabras, al alma los deseos y dijo con las colores del rostro lo que calló la lengua.
Pasados algunos días, cierta señora de título, prima suya, y algunas hermosas damas, sus amigas, se fueron a holgar y entretener, más que a visita de cumplimiento, en casa de Lisena, dándoles ocasión la paga y fianza que Diana había hecho a su hermano, que la víspera de la fiesta de su día le habían colgado, uso notable de España, y de tiempos inmemoriales usado en ella.
Rogó Otavio a Celio que se fuese con él aquella tarde a su casa, que bien podrían estar donde aquellas damas no les viesen. Y así, se entraron en una recámara que había sido de su padre, pieza bien apartada de la conversación de aquellas señoras. Pero no lo fue tanto como Otavio había imaginado, porque con el alboroto de los huéspedes y el no fiarse todas las cosas de las criadas, Diana fue a sacar de un camarín algunos vidrios o regalos que para tales ocasiones tienen tales personas. Sintiendo que entraba su hermano, detuvo algo turbada el paso. Detúvose también Celio, y cuando ya Diana salía, Otavio había entrado en la recámara. Quedó atrás Celio, y poniendo ella los ojos en él, sacó todos los deseos del alma a las colores del rostro con tan grande aumento de su hermosura como flaqueza de su ánimo. Celio cuanto pudo se llegó a ella, que fue lo más que pudo con su turbado atrevimiento, y al pasar Diana le dijo:
-¡Qué deseada tenía yo esta vista!
A quien ella respondió con agradable rostro:
-No estáis engañado.
Aquí me acuerdo, señora Leonarda, de aquellas primeras palabras de la tragedia famosa de Celestina, cuando Calisto le dijo: «En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios». Y ella responde: «¿En qué, Calisto?» Porque decía un gran cortesano que si Melibea no respondiera entonces «¿en qué, Calisto?», que ni había libro de Celestina, ni los amores de los dos pasaran adelante.
Así, ahora en estas dos palabras de Celio y nuestra turbada Diana se fundan tantos accidentes, tantos amores y peligros, que quisiera ser un Heliodoro para contarlos o el celebrado autor de la Leucipe y el enamorado Clitofonte.
Admirado Celio de la respuesta amorosa, donde la esperaba tan áspera en castigo de su atrevimiento, quedó como fuera de sí, entre la animosa esperanza y la grandeza de la empresa. Entró en la recámara disimulado, y habló con Otavio fingido, alabándole las armas, el aseo y cuidado con que estaban puestas las espadas de diversos maestros, cortes y guarniciones, de que tenía muchas. Hizo Celio armar de la gola al tonelete a Otavio, y él se armó de unas armas negras. Concertaron de ensayarse para un torneo. Notables invenciones tiene amor para hallar lugar a sus esperanzas, pues con ella le tuvo para venir a su casa de Otavio muchas veces, y Diana también para verle y desearle y para que un día, dichoso al parecer de entrambos, pudiese darle un papel con una sortija de un diamante. Diana le recibió con notables muestras de agradecimiento y gusto; y después de haberse escondido de todos, le besó y leyó mil veces, que decía así:
PAPEL DE CELIO A DIANA
Hermosísima Diana, no culpes mi atrevimiento, pues todos los días ves en tu espejo mi disculpa. Yo no sé por qué ventura mía vine a verte; pero te puedo jurar por tus hermosos ojos, que antes de verte te amaba, y que pasando por tus puertas se me turbaba el color del rostro, y me decía el corazón que allí vivía el veneno que había de matarme. ¿Qué haré ahora, después que te vi y que me aseguraste de que agradecías este amor que, por ser tan justo, está a peligro de no ser agradecido? Pero ...

Índice

  1. Las fortunas de Diana
  2. Copyright
  3. Chapter
  4. Sobre Las fortunas de Diana