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El principio del fin de los tiempos medievales (ss. XII-XIII)
LA EXPANSIÓN URBANA. LOS BURGOS: TODOS SOMOS LIBRES
Durante el siglo XII se produjo un aumento de la superficie cultivada gracias a varios factores, entre ellos, la roturación de nuevas parcelas, innovaciones técnicas como el arado normando (con reja de hierro, ruedas y vertedera, que permitía remover y voltear la tierra), utensilios de hierro (podaderas, sierras, hoces y guadañas), molinos de agua y viento, el empleo del caballo en las tareas agrícolas, el herraje de los animales de labranza o el yugo para uncir los bueyes. Además, la implantación del sistema de rotación trienal de los cultivos, que consistía en dejar cada año un tercio de las parcelas en barbecho para que recuperaran su fertilidad mientras en el resto se alternaban el cultivo del cereal de invierno y el de primavera –con lo que se obtenían dos cosechas anuales–, y varias temporadas de bonanza reportaron un excedente alimentario. Esto, unido al rechazo de las invasiones de los nuevos bárbaros –sarracenos, húngaros o magiares, normandos o vikingos y eslavos–, permitió una notable expansión demográfica (Europa pasó de 45 a 70 millones de habitantes), que ocasionó un aumento de población sobre todo en las ciudades, las cuales se convirtieron en centros de producción e intercambio de bienes, cuyas actividades principales eran el comercio y la artesanía.
En el extrarradio urbano los campesinos combinaban la explotación agrícola con la ganadera, y tenían en los habitantes de la urbe adquirentes de primera mano a través de los mercados diarios o semanales, en los que bullía la vida interna de la ciudad, cuyos tentáculos abrazaban a todos los que venían a ella. Así, los artesanos fabricaban paños, calzado, cerámica, útiles y aperos de labranza, que los labriegos adquirían por la vieja fórmula del trueque, la mayoría de las veces a cambio de trigo, carne, legumbres o vino. Aumentaron también la cosecha de frutas y verduras, las plantas industriales (lino, esparto) y la producción de miel.
Así pues, las ciudades se convirtieron en modernos núcleos donde la vida social y económica se desarrolló con un auge desconocido desde los mejores tiempos del Imperio romano. Sus habitantes, los burgueses, no tardarían en ser, con el apoyo real, uno de los principales protagonistas de los cambios políticos hacia el Estado moderno.
Comunas y ayuntamientos: el poder de la burguesía
Durante los siglos altomedievales la monarquía había tenido escaso poder, ya que sus territorios estaban dominados por los señores feudales, quienes también impartían justicia. Pero, a partir del siglo XII, aprovechando el auge de la burguesía urbana al calor del crecimiento económico que se estaba produciendo, los monarcas comenzaron a imponer su autoridad sobre la nobleza feudal con el fin de dar estabilidad y unidad a sus reinos.
Por ello, otorgaron a los habitantes de las ciudades cartas de privilegios, fueros, cartas comunales o de franquicias que les liberaban de los poderes feudales. Con el tiempo, el término ciudadano, ‘habitante de la ciudad’ (que goza de derechos y libertades), se opuso al de súbdito, que significa ‘sometido’ a la autoridad de un señor. Por eso, en los países democráticos actuales se llama ciudadanos a sus habitantes.
Asimismo, los monarcas les concedieron monopolios comerciales tanto en el interior de los burgos como a lo largo de todo el territorio del reino, lo que favoreció la creación de mercados y ferias urbanas.
Los reyes contribuyeron a atraer población también hacia las zonas fronterizas, que estaban prácticamente despobladas por su especial peligro, a través de las Cartas Puebla, documento por el que se otorgaba a los repobladores derechos favorables tanto respecto a la explotación de la tierra como al gobierno de los núcleos urbanos, en los cuales existía un representante o delegado del monarca encargado de velar por el cumplimiento de las decisiones reales.
A cambio de estas concesiones, los burgueses se comprometieron a prestar su apoyo económico y financiero a la Corona, con el fin de que esta pudiera formar un potente ejército –compuesto sobre todo por mercenarios, profesionales de la guerra– con el que hacer frente a las luchas que mantenían frecuentemente con los señores feudales (los señores de la guerra de aquel entonces).
Todas estas facilidades forjaron una simbiosis entre monarcas y burgueses, quienes necesitaban libertad total para emprender negocios, además de la seguridad imprescindible para desarrollar su actividad económica tanto a lo largo de las rutas marítimas como tierra adentro.
Vista panorámica de Venecia desde el Gran Canal, una de las ciudades europeas más importantes de la Baja Edad Media, poblada en aquel tiempo por doscientas mil almas. Foto: Alfredo Galindo
Las principales ciudades europeas se hallaban en Italia: Florencia y Génova (en torno a 500.000 habitantes), Milán y Venecia (200.000); muy por debajo, Brujas, Gante, Londres (50.000), Barcelona (35.000). En general, todas contaban con características comunes: un trazado urbano falto de orden; un perímetro rodeado de una muralla cuyas puertas se cerraban por la noche; calles que carecían casi siempre de alcantarillado (al contrario que las antiguas ciudades romanas), estrechas y sinuosas debido al escaso tráfico, que no hacía necesarias vías anchas; la plaza, donde se ubicaban el edificio del Ayuntamiento, los palacios nobiliarios y se celebraba el mercado, suponía el centro de la vida ciudadana, que a partir de la erección de las majestuosas catedrales cedió el protagonismo en favor de estas, el mejor emblema de la urbe, en la cual comenzaron a edificarse también conventos, es decir, comunidades masculinas y femeninas de religiosos que, a diferencia de los monasterios, no se hallaban en el campo.
Placa conmemorativa en la Plaza de las Cortes Leonesas de la ciudad de León, con el reconocimiento a esta por parte de la Unesco en 2013 como Cuna del Parlamentarismo mundial. Foto del autor
Otra de las aspiraciones principales de los burgueses era conseguir el autogobierno a través de la elaboración de leyes propias, así como participar por medio de sus representantes en las Cortes que convocaba el rey, casi siempre con el fin de solicitar subsidios o fondos para sostener las frecuentes guerras.
Fue en 1188 cuando Alfonso IX, rey de León, convocó, por primera vez en la historia, a los tres estados (nobleza, clero y pueblo llano) a la Curia Regia, y así convirtió a la ciudad de León en Cuna del Parlamentarismo –origen del sistema representativo actual–, como reconoció la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) en su declaración de junio de 2013.
En las ciudades, el poder municipal estaba, en principio, a cargo de las comunas o ayuntamientos, asambleas de todos los habitantes de la urbe, algunas de las cuales llegaron a tener tanto poder que terminaron declarándose independientes, como ocurrió en las repúblicas italianas de Florencia, Venecia o Génova, las cuales contaron con una organización similar a las antiguas polis o ciudades-estado griegas. Posteriormente, se crearon diversas instituciones encargadas de los asuntos municipales:
- El magistrado, que recibía distintos nombres: burgomaestre, regidor, alcalde en España, jurados en Francia, cónsules en Italia… Su cometido principal era el orden y la justicia.
- El Concejo, formado por varios representantes de los habitantes del burgo, que auxiliaba al regidor en los asuntos de gobierno, organizaba el mercado, velaba por la conservación de la muralla y la defensa de la ciudad, establecía los impuestos y administraba el Tesoro.
- Los tribunales, encargados de impartir justicia entre la población urbana.
- La milicia, formada por los vecinos para la defensa de su ciudad.
En el edificio del Ayuntamiento se custodiaban los fondos públicos, el estandarte y los documentos de la ciudad.
Con el paso del tiempo, las familias más pudientes (ricos mercaderes, banqueros) monopolizaron el poder municipal, lo que dio lugar al nacimiento de una nueva clase social que se denominó patriciado urbano, una oligarquía que mantuvo frecuentes enfrentamientos con las masas populares. Así estallaron distintas revueltas, como la de Flandes, concretamente en Gante (1238), capitaneada por Jacob van Artevelde, quien pretendía dar el poder político al gremio de los tejedores, el más importante de la ciudad. Se produjeron también sublevaciones en Italia, especialmente en Roma y Florencia, encabezadas la primera por un tal Cola di Rienzo y la segunda por Ciompi. En España la principal rebelión tuvo lugar en Barcelona (1285), dirigida por Bernardo de Oller, que estableció el caldo de cultivo de los enfrentamientos entre la Busca y la Biga, de los que hablaremos en otro capítulo del libro.
Rollo o picota de justicia en Villalón de Campos (Valladolid), símbolo del poder jurisdiccional. De estructura piramidal, un elegante pináculo florido remata sus tres cuerpos profusamente decorados. Foto del autor
En general, estas revueltas populares,...