Breve historia de las Batallas navales de la Edad Media
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Breve historia de las Batallas navales de la Edad Media

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Breve historia de las Batallas navales de la Edad Media

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Descubra la Edad Media a través de la guerra en el mar: las invasiones bárbaras, musulmanas y normandas (Vikingos), las cruzadas, las primeras potencias navales (Venecia, Génova y Aragón) hasta la campaña naval otomana durante la conquista de Constantinopla. 27 grandes batallas en un momento de trascendental cambio histórico: de la pax romana a la época feudal.Acérquese a las batallas navales más importantes de la Edad Media, las invasiones bárbaras y la irrupción de nuevos pueblos, los vikingos a bordo de sus drakkars, la invasión de Hispania por los árabes comandada por Tarik ibn Ziyad o la conquista normanda de Inglaterra por Guillermo el Conquistador, así como las cruzadas, en las que se libraron batallas como la conquista de Lisboa o la primera Toma de Constantinopla.Con Breve historia de las batallas navales de la Edad Media, conocerá 27 grandes batallas y operaciones navales medievales, expuestas de forma sencilla y cronológica; trece siglos en los que abundaron las operaciones navales por motivos teológicos en algunas ocasiones, ansias de riqueza en otras o la búsqueda de un lugar donde asentarse. La historia del trascendental cambio que se produjo del imperio a la época feudal y sus implicaciones navales.De la mano de su autor, Víctor San Juan, especialista en temas náuticos, que une conocimiento histórico, conocimiento técnico y experiencia práctica, descubrirá todas las claves, el desarrollo y los personajes que ocuparon un lugar destacado en estas interesantes batallas. Una obra que con un estilo riguroso y ameno le mostrará los conflictos navales más importantes de la Edad Media.

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Información

Año
2019
ISBN
9788499678764

1

Pax romana en el Mare Nostrum

UN ROSARIO DE EMPERADORES

Aunque, tras la batalla de Accio en el año 31 a. C., quedaran despejados para el Imperio romano todos los caminos de la mar, y con la proclamación como emperador del sobrino de César, Octavio Augusto, fuera impuesta sobre las aguas del Mediterráneo una sólida paz, la pax romana –cuyos únicos transgresores serían los piratas, es decir, delincuentes–, existían otros peligros cuestionando este estado de las cosas. El gran beneficiado por la extensa paz era el comercio, que permitía consolidar no sólo las clásicas rutas marítimas que enlazaban la metrópoli de Roma con el Epiro a través del Adriático, el Ponto (mar Negro) por la larga derrota del mar Egeo y el Mediterráneo occidental hasta Sicilia, Córcega, Cerdeña e Hispania, sino otras nuevas como la ruta del trigo egipcio, convertido el país de los faraones en granero de Roma (si Tutmosis III el Grande hubiera levantado la cabeza…), la travesía del norte africano, otro granero cuyas colonias prosperaban tras la ya lejana destrucción de Cartago en la Tercera Guerra Púnica, la de Extremo Oriente, con recalada en los puertos otrora fenicios de Tiro, Sidón y Akka, e incluso el remoto viaje a las Casitérides, es decir, las islas británicas, que muy pronto el emperador Claudio se encargaría de consolidar. Mientras, por el este, las caravanas que, desde Alejandría, se dirigían al mar Rojo, permitían incluso soñar con el incienso árabe, la seda de China y la pimienta, que se podía adquirir en los puertos indios y del golfo de Bengala, donde los romanos eran conocidos como yavanas. El comercio imperial llegó incluso, en sus mejores tiempos, al estuario del Ganges, adelantándose a los portugueses casi catorce siglos; más allá, sin embargo, todo era aún terra incógnita.
Pero los peligros estaban ahí para el entramado del Imperio y lo habían estado desde el principio. El primero, inherente al propio sistema político, era la legitimidad del emperador como tal, es decir, monarca absoluto de una nación tradicionalmente republicana y que se tenía por heredera de la democracia griega. Octavio la obtuvo del Senado y su sucesor, Tiberio, por su prestigio; entró entonces en juego la famosa guardia pretoriana que protegía las espaldas del emperador, que terminó poniendo y quitando emperadores, a veces tan sólo a cambio de un soborno. Así se hizo con Caio Germánico, conocido como Calígula y sobre el que más vale no extenderse por ser sobradamente conocido; también con su tío Claudio, que le sucedió, y con Nerón, hijo de la sobrina del anterior, Agripina, y Domicio Enobarbo. La entronización de Nerón, cuya trayectoria obviaremos, llevó a los corruptos pretorianos al máximo desprestigio, pues los gobernadores de la Galia y de Hispania (Vindex y Galba, respectivamente) se vieron obligados a precipitar su caída, instaurándose así el precedente de que cualquier legión en los confines del imperio podía proclamar emperador y tener éxito. El anciano Galba apenas duró unos meses, cayendo a manos de Otón, al que se le amotinó el gobernador de Germania, Vitelio, asomándose Roma al peligroso precipicio de la guerra civil en los años 68 y 69 después de Cristo.
Sería de nuevo el prestigio lo que restablecería el orden y la pax romana de manos del gobernador de Siria, Vespasiano, inaugurando la dinastía de los Flavios, hasta el 96 d. C. Pero este emperador, al que sucedió su hijo Tito, fue proclamado también por las legiones de Oriente, con lo que el vicio de la legitimidad no quedó extirpado. El tercer Flavio, Domiciano (vástago también de Vespasiano) trajo cuatro lustros de soportar un individuo cruel e irritable al que asesinó su propia esposa en connivencia con dos pretorianos. A paliar la tragedia familiar en el seno del Imperio llegó en esta ocasión un anciano, Nerva, que designaría a Trajano, general austero y eficiente nacido en España, para tomar el relevo. Roma daba inicio al siglo II con este emperador, también aclamado por las legiones y fundador de la dinastía de los Antoninos, cinco gobernantes –cuatro de ellos excelentes: Trajano, Adriano, Antonino Pío y Marco Aurelio– que marcaron la plenitud y el auténtico «siglo de oro», tanto del Imperio como de la pax romana. Así pues, en dos siglos, Roma tuvo diecisiete emperadores (uno cada once años) entre los cuales podrían citarse ilustres como Vespasiano, Tito o los cuatro primeros Antoninos, pero también canallas o extravagantes como Calígula, Nerón, Otón o Domiciano.
Eran cifras preocupantes, derivadas del problema anterior: la falta de legitimidad, con el sistema imperial, impedía consolidarse a los candidatos, originando un desfile inevitable, un auténtico rosario de emperadores. El siglo III vería este mal multiplicado hasta la exasperación; la desastrosa gestión del último Antonino, Cómodo (al que se puede añadir al final del párrafo anterior), condujo al imperio a una grave crisis, que heredó el correspondiente «anciano transitorio», Pértinax, aupado y asesinado por la guardia pretoriana. Los males retornaban a Roma como enfermedades crónicas, atreviéndose los pretorianos a poner el cargo de emperador en venta, circunstancia que aprovechó un oportunista temerario, Didio Juliano, abonando la factura para ceñirse la corona del Imperio.
Pronto, sin embargo, pudo ver que le restaba otro débito que sólo podía saldarse con la vida; los respectivos generales de los ejércitos de Siria (Níger), Bretaña (Albino) y la frontera del Danubio (Septimio Severo) fueron proclamados por sus tropas, emprendiendo el último, impertérrito, el camino de Roma. El Senado no dudó en asesinar a Didio antes de que llegara, pero, una vez instalado, Severo –origen de la dinastía de su nombre– se vio envuelto en una larga contienda sucesoria, derrotando a Níger primero en Iso y luego en Bizancio (194 d. C.) y a Albino en Lyon tres años después. Este militar duro y despiadado impuso el orden sin concesiones: castigó a los asesinos de Pértinax y no pestañeó para eliminar, ejecutándolos, a veintinueve senadores partidarios de su rival Albino. También mandó al cadalso a Narciso, asesino de Cómodo, último de los Antoninos.
Severo afrontó resolutivamente la que se estaba convirtiendo en la segunda gran debilidad del Imperio, la extensión del cristianismo en su seno. Para los romanos, que veían decaer sus dioses griegos y sus creencias ancestrales ante la fuerza de la intelectualidad filosófica, la aparición de un credo con un sólo Dios universal que desechaba el Olimpo grecorromano, siempre atestado de caprichosas divinidades, de origen humilde, con profunda separación entre las cosas de Dios y los asuntos y negocios de estado, promotor de una sociedad aparte dentro del mundo romanizado hostil al servicio militar obligatorio y propicio a la caída del Imperio, eran afrentas que convertían al cristianismo en enemigo mortal, y como tal lo trataron sucesivos emperadores. Severo desató una de las persecuciones más crueles, estableciéndose la costumbre de condenar a los cristianos a los leones del Circo Máximo. Las ejecuciones masivas se revelaron completamente contraproducentes, pues la enaltación de los mártires y la promesa de vida eterna no hicieron sino engrosar las filas cristianas, debilitando aún más el sistema imperial. También sucesivas bancarrotas socavaron irreversiblemente la estructura económica imperial; los emperadores, carentes de efectivo, se veían obligados a pagar a las tropas con propiedades de tierras y predios en los limes, las fronteras; estos propietarios perdían su condición de legionarios profesionales para transformarse en milicia rural, incapaz de hacer frente a las acometidas externas.
Así pues, las consabidas e incesantes invasiones bárbaras, siempre consideradas culpables de la decadencia y hundimiento de Roma, no fueron más que el «cuarto factor» y, posiblemente, no el más decisivo, actuando como ariete exterior que golpeó devastadoramente un Imperio ya podrido y debilitado por dentro, puesto que las complicaciones interiores siguieron tras la desaparición de Severo, que implantó la dinastía de su nombre. Sus dos hijos, Marco Aurelio Antonino y Geta, se habían repartido el imperio, iniciándose una costumbre de troceo y desmantelamiento que, aunque en este caso no prosperara, en el futuro daría la puntilla al vetusto edificio imperial. Marco acostumbraba a vestir la caracalla al estilo galo, motivo por el que, como ya sucediera con Calígula, quedaría para la posteridad con el nombre de su indumentaria; recibió como herencia el Imperio de Occidente, quedando Geta a cargo de Oriente. Pero Caracalla no dudó en eliminar a su hermano tras su coronación en el año 211 a. C., quedando como emperador absoluto. Entre las medidas más notables de su reinado estuvo la concesión de la ciudadanía romana a todos los habitantes del Imperio, extensión de igualdad que no fortaleció en absoluto los ya débiles lazos sociales del Imperio.
Duró sólo siete años, tiempo en el que, tras las excentricidades correspondientes, los romanos decidieron eliminarlo, de lo que se encargó Marcial. Tomó entonces el mando el jefe de la guardia pretoriana, Macrino, que, a falta de candidatos, se proclamó a sí mismo emperador. Pero la viuda de Septimio Severo, Julia, conspiró con nueras y sobrinas para elevar al trono a un nieto, Basiano, sacerdote del templo de Emesa, con el nombre de Antonino tras la eliminación del jefe pretoriano. Adoptando el culto al sol, se rebautizó a sí mismo Heliogábalo. Con él, la bisexualidad alcanzó el trono de Roma, pues se casó cuatro veces con mujeres y una vez con varón, proclamándose así, también, emperatriz. Encumbró a gente sencilla, de la calle, e introdujo la moda y la indumentaria entre los sobrios romanos como cuestión de estado; su reinado fue una auténtica sucesión de frivolidades despilfarradoras que acabaron acarreando la ruina.
En efecto, la abuela, vistas las trazas del muchacho, decidió promocionar a un nuevo sobrino nieto de catorce años, Alejandro Severo. Heliogábalo, loco de celos, quiso matarle, lo que decidió su inmediato estrangulamiento, ocupando Alejandro el trono en el 222 d. C. Los romanos hallaron en él, al fin, una persona normal, pero la falta de prestigio entre la tropa y el haber sido coronado mediante la consabida intriga de palacio lo debilitó durante sus trece años de gobierno. El gran desafío fue el peligro persa, que había vuelto por sus fueros seiscientos años después de las Guerras Médicas de la mano de un gran guerrero, Sasán, fundador de la dinastía de su nombre (sasánidas). Alejandro derrotó al primero de sus hijos, Artajerjes, en el año 226 d. C., conteniéndolos por el momento. El final del joven emperador, sin embargo, fue desgraciado; habiéndose amotinado su ejército al completo de la mano del pastor tracio Maximino, este lo apresó junto con su madre, asesinando a ambos.
Roma quedó privada de su emperador y con el ejército en manos de un soldado amotinado. Una familia de prestigio, los gordianos, se hizo cargo, pero tanto el padre como el abuelo resultaron muertos en campaña africana; quedó sólo Gordiano el Joven, que intentó establecer un triunvirato con Pupieno y Balbino. Todo terminó en baño de sangre: mientras Maximino era degollado por los pretorianos, otra conspiración militar daba cuenta en Roma de Pupieno, Balbino y Gordiano. Un oscuro personaje, el soldado árabe Filipo, quiso entonces afianzarse en el trono, pero el Senado romano, a través de Decio, lo impidió derrotándolo con sus partidarios en el 249 d. C. Tampoco este último tuvo suerte pues, afrontando a los godos en Filipópolis, perdió la vida, dejando tan sólo un hijo, Hostiano, apuntalado por el hombre fuerte del momento, Galo, que pronto perdería su popularidad al claudicar frente a los godos.
Las legiones de la Galia proclamaron entonces emperador a Valeriano (253 d. C.), que se libró de Galo, ocupó el trono desatando la octava y terrible persecución contra los cristianos y nombró heredero a su hijo Galieno. Le esperaba, no obstante, la peor de las suertes, pues el persa sasánida Sapor I le derrotó en Antioquía, haciéndolo prisionero y objeto de todas las humillaciones durante casi diez años. Con Galieno el caos más absoluto se apodera del Imperio: los francos invadieron las Galias por vez primera para establecerse allí; los godos cruzaron el Danubio en el 267 d. C., llegando hasta Atenas y devastando el Ponto. La situación llegó a ser tal, que, para hacer frente al peligro, treinta diferentes gobernadores de las provincias se proclamaron emperador, destacando entre ellos Odenato de Palmira, que derrotó a los persas obligándolos a volver a cruzar el Eúfrates. Por fin, en el 268, llegaba Claudio II, que rechazó a los godos en Nisch (Serbia) mientras su sucesor Aureliano sometía a Zenobia, reina de Palmira y viuda del gran Odenato.
Aureliano alcanzó un acuerdo con los godos, permitiéndoles quedarse en Hungría y Rumanía, es decir, dentro de las fronteras romanas, comenzando así un proceso de asimilación que transformaría profundamente el Imperio. Pero este emperador cayó asesinado por el liberto Muesteo, quedando el trono vacante durante casi seis años. El puesto no era ya muy codiciado pues no traía sino desgracias: Tácito, que lo intentó, sucumbía en una revuelta de soldados. Mejor suerte tuvo Probo (276 d. C.) que aguantó seis años llevando la guerra a las fronteras del Rin y el Danubio, donde mandó construir una muralla de contención para los pueblos bárbaros del norte. Fue un intento vano; las incursiones continuaron y este emperador desapareció en un motín militar. El prefecto del pretorio, Caro, ocupó el trono asociándolo a sus hijos Carino y Numeriano, que podrían asemejarse a Caín y Abel, respectivamente. La historia toma entonces un rumbo sombrío, pero también con cierto aire de cómic, entrando escena Aper (‘Jabato’ en romano), jefe de los pretorianos que hizo desaparecer a Caro y estranguló a Numeriano, el buen muchacho. Sus propios soldados quisieron entonces lincharlo y repudiaron al malo, Carino.
Emerge entonces de las filas de la soldadesca un valiente hijo de esclavos, Diocleciano, con el que se abre el período del Bajo Imperio romano en el año 284 d. C. Diocleciano derrotó a las huestes de Carino, muerto por los suyos, liquidó también a Aper y contuvo las invasiones por Oriente y las Galias. Con él, Roma alcanza el siglo cuarto, habiendo aupado al trono, en tan sólo cien años, alrededor de medio centenar de emperadores o sucedáneos, cuando en los dos siglos anteriores, como sabemos, sólo se había alcanzado la cifra de diecisiete; Diocleciano hizo también frente al presunto fenómeno desmantelador del Imperio, el cristianismo, persiguiendo a sus practicantes en las catacumbas, con lo que, una vez más, sólo consiguió aumentar su número y el de sus iglesias y templos. Los pretorianos fueron, por fin, severamente llevados al orden; su número fue reducido y los jefes expulsados del poder.
La tarea de sacar adelante el Imperio era tan grande que Diocleciano no dudó en asociarse a otros tres poderosos: el general Maximiano, apodado Hercúleo, que contuvo las incursiones en las Galias; un sobrino de Claudio II, Constancio Cloro, intrépido guerrero, y su propio yerno, Galerio, que procedía, igual que él, de ...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Índice
  4. Introducción
  5. Inventario de batallas navales de la Edad Media
  6. 1. Pax romana en el Mare Nostrum
  7. 2. La batalla del cabo Bon (468 d. C.)
  8. 3. Las invasiones occidentales
  9. 4. Cruzadas: guerra naval en el Guadalquivir
  10. 5. Auge de Venecia y Génova
  11. 6. Sicilia y Roger de Lauria
  12. 7. La batalla de la Esclusa
  13. 8. La batalla de La Rochelle
  14. Bibliografía y fuentes
  15. Contraportada