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Diez hitos para encontrar la alegría

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Diez hitos para encontrar la alegría

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Vivimos en una sociedad post-cristiana, que es consciente de sus carencias e intenta paliarlas acudiendo al consumismo, al neopaganismo o a las tradiciones espirituales orientales. El cristianismo se considera para muchos agotado, carente de soluciones. Ahí está nuestro reto. Quienes procuramos acompañar a Jesucristo en los caminos del s. XXI tenemos la responsabilidad de mostrarle como Camino, Verdad y Vida. Cada uno puede poner su ingenio al servicio de esa tarea, aunque nuestro principal cometido es revelar a Jesús con nuestra vida. Mostrar la alegría y la esperanza que proclamamos.

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Información

Año
2017
ISBN
9788494686412

1. Confianza

La primera respuesta es precisamente la Fe, acoger llenos de estupor y gratitud una inaudita iniciativa divina que nos precede y nos reclama. Y el «sí» de la fe marca el comienzo de una luminosa historia de amistad con el Señor (Benedicto XVI, 2012).
El itinerario del entusiasmo se inicia por reconocer que nuestra vida alcanza su verdadero significado cuando se proyecta a la luz de Dios. Nos entendemos y nos explicamos cuando nos vemos como Dios nos ve. La mirada de Dios nos muestra una tercera dimensión que nos engrandece, elevando nuestra visión plana de las realidades cotidianas.

1.1 Sólo una cosa es necesaria

Tal vez muchas personas alejadas de la fe piensen que la práctica religiosa es un conjunto de actos más o menos rituales, fríos, casi mecánicos, como si todavía la fe tuviera por principal objeto aplacar la ira de un dios vengativo. Se trata, evidentemente, de una caricatura de la verdadera religión, en donde el principio básico es conocer y amar más a Dios, no tanto evitar enfadarle. Imaginemos que una persona, tras emprender un costoso viaje, llegara a un afamado restaurante y, tras una larga lista de espera, al sentarse a pedir la comida toda su obsesión fuera elegir cosas que no hicieran daño a su salud, sin importarle si los manjares eran o no exquisitos: ¡Vaya manera de disfrutar de un menú! Para eso no es necesario desplazarse, basta con ir a un restaurante de barrio o al supermercado de la esquina. Con las limitaciones de un ejemplo, considerar al cristianismo -o, si se quiere, cualquier religión— como un conjunto de preceptos a cumplir, sería perderse los mejores manjares, convirtiendo una experiencia espiritual excelente en una sensación rutinaria.
En un entrañable pasaje del Evangelio de San Lucas se nos narra la visita de Jesús a sus amigos Marta, María y Lázaro. Marta se afanaba en las tareas domésticas, con la estupenda intención de atender mejor a Jesús. Mientras, su hermana María sentada a los pies del Señor escuchaba su palabra. Acercándose (Marta), le dijo:
Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues, que me ayude». Le respondió el Señor: «Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada» (Lc 10, 39-41)[1].
La buena de Marta no tenía mala intención al prestar menos atención directa al Señor; todo lo contrario, lo que quería era agradarle, preparándole un buen alojamiento y comida, pero había perdido de vista lo esencial. Había confundido el medio con el fin. María entendió mejor a Jesucristo, y por eso había captado que la mejor manera de atenderle era precisamente estando pendiente de lo que decía, escuchándole embelesada, como sólo saben hacerlo las personas que saben querer. Esa es la esencia del cristianismo: tratar a Jesús, desear estar con Él, meterle en nuestra vida para que la transforme, en definitiva dejarnos amar por Dios y amarle. Eso es lo único importante, lo demás, si ayuda en esa línea, estupendo; si no, nos estorba.
Si quitamos al cristianismo la inteligencia y el corazón que centran en Jesús sus afanes, todo queda reducido a muy poca cosa, se pierde el sentido último y resulta muy poco atractivo. No es ésa la esencia de nuestra Fe, sino más bien una caricatura que quizá haya crecido con una mezcla de ideas confusas y experiencias decepcionantes. Conviene recordar que la liturgia es manifestación del amor a Jesucristo, no el cumplimiento de un ritual cíclico; que los sacramentos son señales y fuentes de la Gracia que nos concede Dios para tratarle más intensamente, no meros actos protocolarios; que la Iglesia es la reunión de los que queremos hacer de Jesucristo el eje de nuestra vida, no un instrumento de control político y social; que la esperanza del Cielo es la confianza en una felicidad sin fin, con quien queremos amar sobre todas las cosas, no un socorrido consuelo para situaciones angustiosas… En pocas palabras, el meollo del cristianismo es el amor a Dios y a los demás. Todo lo demás está al servicio de esa meta. Con palabras hermosas lo recordaba Juan Pablo II en el jubileo con la juventud del año 2000:
En realidad, es a Jesús a quien buscáis cuando soñáis en la felicidad; es Él quien os espera cuando nada de lo que encontráis os satisface; es Él la belleza que tanto os atrae; es Él quien os provoca con esa sed de radicalidad que no os permite dejaros llevar por el conformismo; es Él quien os empuja a quitaros las máscaras que falsean la vida; es Él quien os lee en el corazón las decisiones más auténticas que otros querrían sofocar (Juan Pablo II, 2000).
Los cristianos procuramos vivir acordemente con la Ley de Dios no porque temamos el castigo divino, al menos no como causa principal, sino por el placer de agradar a quien sabemos que nos ama. «Hacedlo todo por amor», recomendaba San Josemaría Escrivá, y es un consejo que sirve para todos los cristianos, de cualquier época y lugar. Eso es lo más importante de nuestra existencia, como seres humanos y como cristianos: el amor que hemos dado y el que hemos recibido; y no hemos de perder de vista que Dios no se cansa nunca de querernos, y que de ese amor que recibimos se alimenta el que podamos dar.
Nuestro actuar moral no debería estar ligado a la idea de premio y castigo, sino de modo primordial al amor que todo hijo procura a su padre bueno. Esto es perfectamente compatible con la esperanza del Cielo o el temor al Infierno, que nos ayuda en momentos especialmente delicados de nuestra vida, pues también el ser humano necesita estar seguro de que las piezas acabarán encajando, de que la justicia se cumplirá y alcanzaremos una felicidad sin límites. Bien lo expresa uno de los grandes novelistas rusos:
…la sola idea constante de que exista algo infinitamente más justo y más feliz que yo me llena totalmente de desmedida ternura y de gloria, sea yo quien sea, haya hecho lo que haya hecho. Para el hombre, bastante más indispensable que su propia felicidad es saber y creer en todo momento que existe un lugar donde hay una felicidad perfecta y calma para todos en todo (Dostoyevski, 1873:1507).
Al cristianismo no se llega por pura reflexión intelectual, que no cabe duda es muy importante en el camino de la fe, sino por la aceptación vital de una Persona, con mayúscula, que da sentido a todo. Como bellamente dijo Benedicto XVI en su primera encíclica:
No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva (Benedicto XVI, 2006: n.1).
Por tanto, el cristianismo no es un esquema mental (una ideología), ni un conjunto de recetas doctrinales, sino un itinerario vital que nos lleva a buscar, a conocer y a amar a Jesucristo, a quien reconocemos como Dios encarnado en el tiempo. Lo demás es una consecuencia de esto. Si amamos a Jesús nos encantará recibirle sacramentalmente y participar en el memorial de su pasión, que eso es la Santa Misa, o acudir al perdón de los pecados, en la confesión, o recitar una serie de oraciones que nos ayuden a tenerle presente en lo que hacemos, simplemente porque se trata de medios que nos ayudan a conocerle y tratarle con mayor intimidad, no porque sean una especie de moneda de cambio para nuestra salvación. Lo importante es nuestro amor a Dios, por un lado, y cómo aceptamos el amor de Dios en nuestras vidas, por otro. Lo demás, sólo si nos ayuda en ese objetivo.

1.2 Amistad con Jesucristo

Para amar a Jesucristo, tenemos que empezar por conocerle, a través de los escritos de quienes convivieron con él, de quienes le han seguido de cerca a lo largo de la Historia. El Nuevo Testamento, y especialmente los cuatro Evangelios, deberían ser lectura imprescindible para cualquier cristiano, pues nos hablan de la vida de Jesús y del nacimiento de su Iglesia, nos indican cómo actuaba, qué decía, las personas con quienes convivió, los discípulos que le siguieron. San Josemaría Escrivá, siguiendo una larga tradición en la Iglesia, recomendaba que leyéramos el Evangelio haciéndolo parte de nuestra vida, reflexionando sobre su contenido, participando con la imaginación en las escenas que nos relata el texto. Sugería contemplar el Evangelio «como un personaje más», siendo parte de los parajes que contempló Jesús, de las personas con las que habló, de los que le trataron más intensamente. Familiarizarse con los parajes que recorrió, con el entorno histórico donde vivió, con las costumbres de su tiempo también nos ayudará a enriquecer nuestra imagen de Jesús.
El cristianismo es encuentro con Jesucristo, ésa es la clave, lo demás son hojas que no deberían impedirnos ver el cogollo, y si alguna vez es así, recordemos cuál es el punto de partida. Hace algunos años, viajaba con dos colegas en un viernes de Cuaresma. Cuando paramos a comer, recordé que la Iglesia nos sugiere en ese periodo ofrecer el pequeño sacrificio de no comer carne los viernes, así que pedí unos guisantes y un pescado. Resulta que los guisantes venían con jamón. Al mostrar mi contrariedad, uno de los que me acompañaban, además de brindarse generosamente a cambiarme el plato (sus judías no traían jamón asociado), me indicó que le explicara por qué seguía esos preceptos, que a él le parecían ya fuera de lugar. Me disponía a darle una explicación sucinta del sentido de la Cuaresma y de lo que implicaba un pequeña auto-renuncia a ciertos gustos en ese periodo, pero finalmente decidí no hacerlo, ante el riesgo de que mi amigo pensara que eso era la finalidad última, y no un medio para vivir mejor un periodo de preparación para la Semana Santa. En pocas palabras, pensé que podría quedarse con la impresión de que vivía una práctica por la norma en lugar de por el sentido que da razón a esa norma, así que me excusé diciendo que había tantas cosas que explicar antes para llegar a ese punto que no valía la pena centrarse en algo tan pequeño, aunque con gusto le expondría otras cosas más importantes si tenía interés en ello.
Me parece que es mejor evitar la polémica sobre consecuencias de algo que la persona con quien se dialoga no puede entender en su profundidad, sin comprender antes otras cosas mucho más importantes. Tal vez así evitaremos discutir sobre aspectos laterales del cristianismo (determinados aspectos morales o las consabidas riquezas de la Iglesia, suelen ser los más frecuentes en España), sin centrarnos en lo que realmente es importante, lo que explica lo demás. En definitiva, me parece que no ayuda mucho dar la sensación de que lo que realmente nos preocupa es vivir ciertas prácticas externas, en lugar del fondo último al que esas prácticas apuntan. Es como si un marido concretara el amor por su esposa únicamente en felicitarla el día de su cumpleaños, o en enviarle flores en su aniversario, aunque luego se preocupara bien poco de las cosas que a ella le importaran. El amor se concreta en detalles, pero no se restringe a ellos: o los excede o se convierte en protocolo. Los detalles de cariño habitualmente muestran un sentimiento más profundo, muestran que aquella persona nos importa realmente, y nuestra intención no es simplemente cortesía o afán de quedar bien ¿Le parecería razonable a una persona enamorada de otra preguntar si era obligatorio (de precepto), o no, tener un cierto detalle de cariño?
Con frecuencia, en las discusiones con cristianos que han colgado su fe en el perchero nos centramos excesivamente en las consecuencias de la fe (en temas morales, principalmente), y no llegamos a tocar el punto clave, la raíz de todo: ¿existió Jesucristo?, ¿era Dios?, ¿para qué se hizo hombre?, ¿cuál fue su mensaje?, ¿cómo quiso que se mantuviera ese mensaje en el tiempo?, ¿qué impacto tiene eso en nuestra vida? A mi modo de ver, ésas son las preguntas clave, las que explican todo lo demás, y de ellas dependen las decisiones morales, que no se entenderán si no se han comprendido y aceptado sus fundamentos.
Algunas de estas respuestas no requieren en realidad fe, sólo saber Historia, pues la figura de Jesucristo es tan fidedigna como la de cualquier personaje de los que figuran en nuestros manuales de Historia antigua. Es más, de la existencia de Cristo, de lo que hizo y enseñó, tenemos inmensamente más testimonios escritos que de la mayor parte de los gobernantes, filósofos o científicos de hace dos milenios (ver, por ejemplo, Chuvieco, 2009, cap. 3).
Ahora bien, la aceptación de Jesucristo como Dios y salvador nuestro no se basa en la Historia sino en la Fe, requiere un acto libre, una decisión basada en el convencimiento personal, que nadie puede violentar. Ahí el cristianismo requiere una apuesta personal, un dejarse llevar, una confianza en Alguien, que acaba dando sentido a todo.
La fe no es solamente un tender de la persona hacia lo que ha de venir, y que está todavía totalmente ausente; la fe nos da algo. Nos da ya ahora algo de la realidad esperada, y esta realidad presente constituye para nosotros una prueba de lo que aún no se ve (Benedicto XVI, 2007).

1.3 La alegría de la Fe

Para un cristiano, el amor a Jesucristo empapa cada momento del día: el trabajo y el descanso, las relaciones de amistad o de familia, las situaciones cotidianas o las inesperadas, si sabe darse cuenta de que Él está continuamente a su lado. En definitiva, aceptar la Fe no sólo es una decisión intelectual, sino que afecta también a nuestro modo cotidiano de vida, aparentemente similar al de otras personas no creyentes, pero que debería estar empapado de un sentido nuevo. Nos lleva a ver las cosas con los ojos de Dios, como Dios las ve.
Con la fe cambia incluso el modo de contemplar el mundo. Consigues mirarlo con nuevos ojos. De ninguna manera es cierto que los cristianos no amemos la vida. La verdad es exactamente la contraria (…) Toda cosa buena se vuelve sagrada si se mira con los ojos de la fe, si se la envuelve con amor de Dios (Borghese, 2006: 79-80).
Con esta visión, por ejemplo, el trabajo adquiere una dimensión nueva, ya que trabajar bien se convierte en una ofrenda a Dios, a quien no podemos brindar chapuzas, ...

Índice

  1. Advertencia
  2. Breve cv del autor
  3. Prólogo
  4. 1. Confianza
  5. 2. Diálogo
  6. 3. Libertad
  7. 4. Generosidad
  8. 5. Frugalidad
  9. 6. Humildad
  10. 7. Laboriosidad
  11. 8. Abnegación
  12. 9. Amistad
  13. 10. Filiación
  14. 11. Referencias
  15. NOTAS