Laicismo: sociedad neutralizada
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Laicismo: sociedad neutralizada

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El libro incluye una serie de artículos sobre el fundamento jurídico de la laicidad, como valor positivo frente al laicismo, que garantiza el libre ejercicio de los derechos fundamentales para quienes profesan públicamente sus convicciones religiosas. El libro analiza las raíces de este derecho, y se detiene con mayor detalle en el caso español. Se analizan las implicaciones de esta laicidad positiva, en el ámbito de la educación, del ejercicio de la actividad política y de otras manifestaciones culturales.

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Información

Año
2014
ISBN
9788494219610

1      Laicidad en la constitución española

(Tercera de ABC, 12 agosto 2004, con diverso título)
Una pregunta-trampa es aquélla a la que no cabe contestar de modo negativo, aunque se discrepe abiertamente del que la planteó. Sirva como arquetipo la del título. ¿Quién se atreverá a negar que España es un Estado laico? Si lo hiciera, aparecería como trasnochado defensor de un Estado confesional; postura que a buen seguro no suscribe ni él, ni nuestra Constitución, ni la misma Iglesia católica, presunta beneficiaria potencial del invento. Pero si admite que España es un Estado laico, no faltará quien dé por hecho que suscribe la más estricta separación entre el ámbito público y las convicciones religiosas, convencido de que éstas habrían de recluirse pudorosamente en lo íntimo de la conciencia.
Evitar el dilema exige algo tan simple como aclarar de entrada qué se entenderá por 'laico'; pues no es lo mismo, según reconocen ya tirios y troyanos, laicidad que laicismo. El laicismo propone una tajante no contaminación entre poderes públicos y convicciones religiosas, dado su no menos firme convencimiento de que éstas invitarían a un dogmatismo incompatible con la tolerancia y tienden, en general, a perturbar agresivamente el esmerado ambiente del casino civil. Y eso de la laicidad ¿qué es?
Quizá no venga mal que sea nuestra propia Constitución, con sus veinticinco abriles bien cumplidos, la que nos dé alguna pista. Su artículo 16.3 no tiene desperdicio. Nos dice tres cosas, a cual más clara:
- Ninguna confesión tiene carácter estatal.
- Los poderes públicos han de tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española.
- Como consecuencia, mantendrán relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.
El Tribunal Constitucional, al que no ha dejado de intrigar lo de la laicidad, se precipitó un tanto a la hora de jalear tempranamente su descubrimiento de lo que llama "laicidad positiva". Paradójicamente, la acabó formulando en términos negativos: como aconfesionalidad, remitiéndose al primero de los tres elementos señalados. Se ha afirmado en esa línea que el Estado es "naturalmente" laico, aludiendo a una "laicidad por omisión": la propia de todo Estado, siempre que alguien no se empeñe en revestirlo de pontifical. Más que laicidad positiva, estaríamos hablando, en términos informáticos, de laicidad por defecto.
Si probamos a situarnos en el segundo elemento la cuestión cambia. Los laicistas pondrán el grito en el cielo (con perdón...); porque para ellos, e incluso para alguno que otro que se precia de no serlo, un Estado laico no sólo debe mantener un casto alejamiento de cualquier maridaje eclesial, sino que ha de guardar también rotunda distancia respecto a la sociedad misma. Esta, siempre con el refajo lleno de Dios sabe qué convicciones, puede acabar echándole religiosos tejos, produciendo una embarazosa "confesionalidad sociológica". Como soy un entusiasta de la libertad de pensamiento y expresión, tal punto de vista me parece muy legítimo. Lo que no acabo de entender es que se lo predique como si se tratara de un mandato constitucional; para cualquiera que, habiéndose beneficiado de la libertad de enseñanza, sepa leer, resulta claro que la Constitución dice precisamente lo contrario. En eso, y no en su mera aconfesionalidad, radica la "positiva" laicidad de nuestro Estado.
¿Por qué consiste la laicidad en tener en cuenta a la gente? En más de una lengua 'laico' se empareja con 'profano', y esta voz nos remite a su vez al 'no especialista': a quien posee un conocimiento inmediato y no particularmente refinado de una cuestión. También en términos eclesiales el laico es el ciudadano de a pie, mientras el clérigo va de especialista. Lo curioso es que en el ámbito civil se acaba incurriendo en un clericalismo paralelo, cuando los especialistas insisten en que quien tiene que ser laico es el Estado, por su modo de (no) relacionarse con las Iglesias. Si en un momento histórico se consideró obligado que todo súbdito se viera obligado a suscribir la religión de su príncipe –“cuius regio eius religio”- ahora, de acuerdo con el novedoso principio del confesionalismo laicista, todo ciudadano ha de suscribir un obligado "cuius regio, eius non-religio" (con perdón). Laicidad positiva será, por el contrario, la que invita a nuestros poderes públicos, no sólo a dejar a los laicos que suscriban las creencias religiosas que mejor les parezcan y las proyecten a su alrededor, sino que se comprometen además a tenerlas en cuenta.
¿Cómo podrán los poderes públicos tener en cuenta las creencias del personal, siendo la neutralidad una exigencia elemental de todo Estado laico? De nuevo hay que evitar enredarse con la multivocidad de los términos. La laicidad exige neutralidad de intenciones: el Estado será neutral, en la medida en que no adopte decisiones directamente encaminadas a potenciar o privilegiar a una confesión religiosa, yendo más allá de lo que las creencias de sus ciudadanos demanden. Pero esa misma laicidad descarta que la actividad de los poderes públicos haya de ser neutra: no habrá de garantizar una neutralidad de efectos, aquilatando si una u otra medida podrá repercutir más o menos sobre ciudadanos de una u otra confesión. Resulta obvio, por lo ya leído, que si han de tener en cuenta sus creencias es precisamente para cooperar a su libre ejercicio, y no para poner exquisito cuidado en ignorarlas.
Nuestro modelo constitucional, como toda solución jurídica, implica una peculiar dosificación de libertad e igualdad. La laicidad positiva opta por dar primacía a la libertad, sin más límite que el veto a toda discriminación individualizada por razón de religión. El laicismo propone, por el contrario, una sobredosis de igualdad, atento fundamentalmente a garantizar la paridad de resultados entre los colectivos confesionales. De ahí que la mención expresa de la Iglesia Católica pretenda convertirla en punto de referencia igualitario para cualquier otra confesión. Dado que las registradas rondan el millar, la receta se convierte en argumento ad absurdum: demos a la Iglesia Católica sólo lo que podamos dar a todas las demás; o sea, nada.
Lo que no deja de ser curioso es que, siendo este nuestro marco constitucional, avance imparable entre los católicos un curioso 'laicismo autoasumido', que lleva a posturas poco inteligibles. No ha sido ningún malvado laicista quien ha sugerido, no hace mucho, que siendo la compostelana Ofrenda al Apóstol un acto de Estado, el señor Arzobispo debería haber respetado tal dimensión institucional y no aprovechar la ocasión para colocar una homilía en plena catedral (qué cosas...).. Curiosa manera de "cooperar" con su confesión: ir a su templo a chupar cámara e imponerle además una mordaza. Puro clericalismo civil. Lo dicho, laicos no parecen sobrar

2 Libertad religiosa y laicismo en España

Versión original de la ponencia en alemán Religionsfreiheit und Laizismus in Spanien, incluida en “Praktyczne i teoretyczne aspekty prawa konstytucyjnego” (Boguslaw Banaszak y Michal Bernaczyk eds.) Wroclaw, Wydawnictwo Uniwersytetu Wroclawskiego, 2006, págs. 197-205.
Por laicismo habría que entender un diseño del Estado como absolutamente ajeno al fenómeno religioso. Su actitud sería más de no contaminación que de indiferencia o de auténtica neutralidad. Esa tajante separación, que renvía toda convicción religiosa al ámbito íntimo de la conciencia individual, puede acabar resultando más bien neutralizadora de su posible proyección sobre el ámbito público. Su versión patológica llevaría incluso a una posible discriminación por razón de religión. Determinadas propuestas pueden acabar viéndose descalificadas como confesionales por el simple hecho de que encuentren acogida en la doctrina o la moral de alguna de las religiones libremente practicadas por los ciudadanos. Nada más opuesto a la laicidad que enclaustrar determinados problemas civiles, al considerar que la preocupación por ellos denotaría una indebida injerencia de lo sagrado en el ámbito público.
La Constitución española de 1978 (en adelante CE) no contiene, ni en su preámbulo ni en su texto articulado referencia expresa alguna a Dios. ¿Hemos de derivar de ello que configura un Estado laico? No es posible ofrecer una respuesta adecuada sin cumplir un doble requisito: ahondar en su regulación de los derechos y libertades fundamentales y determinar qué habríamos de entender por laico. Este calificativo puede en efecto renviar a planteamientos tan diversos entre sí como la laicidad o el laicismo.
Ya el arranque del artículo 16.1 CE descarta toda óptica laicista: “se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades”. Se desborda un planteamiento individualista, que identificaría la libertad religiosa con la mera libertad de conciencia, sin contemplar su posible proyección colectiva y pública. Se garantiza pues un ámbito de libertad y una esfera de agere licere o actuar lícito, con plena inmunidad de coacción, sin que su despliegue deba soportar “más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”.
A ello es preciso añadir lo que la jurisprudencia constitucional ha caracterizado respectivamente como dimensiones “negativa” y “externa” de la libertad ideológica y religiosa. La primera se refleja en el artículo 16.2 CE, que rechaza toda práctica inquisitorial: “nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias”. Una de sus inmediatas consecuencias será una elemental exigencia de laicidad. Para preservar un abierto pluralismo es preciso aceptar una doble realidad: no hay propuesta civil que no se fundamente directa o indirectamente en alguna convicción; ha de considerarse por lo demás irrelevante que ésta tenga o no parentesco religioso.
Esto descarta la arraigada querencia laicista a suscribir un planteamiento maniqueo de las convicciones; sobre todo a la hora de proclamar el dudoso postulado de que no cabe imponer convicciones a los demás. Aparte de que parece obvio que la mayor parte de las normas jurídicas existen para lograr que alguien realice una conducta de cuya conveniencia no se muestra suficientemente convencido (sea apropiarse de lo ajeno, negarse a contribuir al procomún o incluso sembrar el terror para lograr objetivos políticos...), no hay fundamento alguno para dirigir tal consejo sólo a quienes no ocultan sus convicciones religiosas, como si los demás estuvieran menos convencidos de sus propios planteamientos.
Sin perjuicio de que en el ámbito interno las religiones puedan, o incluso deban, llegar a ser algo más que ideologías, resulta indudable que en el ámbito público no deben verse peor tratadas que cualquiera de ellas. La Constitución española ya comenzó por emparejar “libertad ideológica, religiosa y de culto”, cerrando así el paso a la dicotomía laicista: intentar remitir a lo privado la religión y el culto, reservando el escenario público sólo para un contraste entre ideologías libres de toda sospecha. Nada más ajeno a la laicidad que convertir al laicismo en religión civil.
Pero lo que sin duda llevará a desechar toda interpretación laicista será el epígrafe tercero. Este arranca de lo que el tribunal califica como “laicidad positiva”, de modo reiterado -Sentencias del Tribunal Constitucional (en adelante STC) 46/2001, Fundamento Jurídico (en adelante FJ) 4, 128/2001 FJ 2 in fine, 154/2002 FJ 6 y 101/2004 FJ 3). Asunto menos afortunado es que paradójicamente la exprese en términos negativos como “aconfesionalidad”: “ninguna confesión tendrá carácter estatal”; pero cuando la laicidad auténticamente positiva entra en escena es realmente con el mandato incluido en la frase siguiente: “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. Nos encontramos, pues, ante un Estado que se compromete a ser neutral, pero a la vez se reconoce al servicio de una sociedad que no es neutra ni, en la medida en que se respete su pluralismo, tiene por qué verse neutralizada. De hecho, se ha aludido a la jurisprudencia constitucional alemana para resaltar que “invocando la libertad religiosa negativa no puede verse coaccionado o recortado el derecho de libertad religiosa positiva” (Navarro-Valls, 1998 pág. 31 y nt. 25).
Esto modifica el planteamiento decimonónico de la laicidad, que la entendía como una declaración estatal de agnosticismo, indiferentismo o ateísmo. Ahora el estado actúa laicamente al considerar lo religioso exclusivamente como factor social específico. Ello resulta compatible con un fomento de carácter positivo, que llevaría a aplicar al factor religioso un favor iuris similar al que se da al arte, el ahorro, la investigación, el deporte, etc.
Nos parece interesante recordar cómo, en más de un idioma, laico se presenta como sinónimo de profano: en una acepción por la que con tal término se identifica al ciudadano común, alejado por ello de los especialistas en saberes que no se hallan al alcance del común de los mortales. Así entendido, laico sería el ciudadano de a pie, titular de derechos, y no mero receptor pasivo de las decisiones de los representantes institucionales de turno; sean éstos los que integran la jerarquía de su confesión o los que transitoriamente ejercen la del estado. Una laicidad positiva, con contenido propio, encuentra su más adecuado contrapunto en cualquier actitud clasificable como clerical, tanto en su dimensión política de relación confesión-estado, como en la eclesial de relación jerarquía-fieles.
Clericalismos aparte, el Estado será en realidad laico cuando permita serlo al ciudadano, situando en consecuencia en el centro del problema el libre ejercicio de sus derechos. Dejará de serlo -por confesional o por laicista- cuando se empeña en imponer a los súbditos su particular y especializado punto de vista, derivado del modo de organizar sus propias relaciones y no las del ciudadano.
Como alternativa, desde un modelo de querencia laicista, se sugiere que para la plena realización de la laicidad no basta con separar Estado y confesiones sino que sería “absolutamente necesaria la separación entre Estado y sociedad”, para evitar lo que se califica de “confesionalidad histórico-sociológica” (Llamazares, 2002: pág. 53). El cumplimiento de tal receta exige inevitablemente una actividad neutralizadora, que reforme la sociedad con ayuda de las normas jurídicas. En el fondo del laicismo late la incapacidad de distinguir entre poder y autoridad, percibiendo a ésta como un poder intruso y rival. En realidad la autoridad nunca es poder...

Índice

  1. Advertencia
  2. Breve cv del autor
  3. Prólogo
  4. 1 Laicidad en la constitución española
  5. 2 Libertad religiosa y laicismo en España
  6. 3 Libertad sin ira
  7. 4 Aconfesionalidad, laicidad y laicismo
  8. 5 Entre laicidad y laicismo
  9. 6 España: ¿un Estado laico?
  10. 7 Fundamentalismo y derecho
  11. 8 Símbolos religiosos en una sociedad multicultural
  12. 9 ¿Podemos imponer nuestras convicciones a los demás?
  13. 10 Ética pública y ética privada
  14. 11 Objeción de conciencia y desobediencia civil
  15. 12 Catecismo legal
  16. 13 Religión en el ámbito público
  17. 14 Clericalismo católico y nacional-laicismo
  18. 15 Referencias