La herencia de la revolución rusa
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La herencia de la revolución rusa

(1917-2017)

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La herencia de la revolución rusa

(1917-2017)

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La Revolución de Octubre cumple cien años. Y al final, ¿qué nos ha dejado? Algunas cosas se deben a circunstancias históricas, concretas e irrepetibles. Pero otras son el resultado de leyes objetivas, que necesariamente se cumplen cada vez que se intenta instalar una economía planificada, en que toda la producción la realice el Estado y toda la población pase a ser funcionaria. En este libro se exponen los resultados de aquella revolución, explicando en lo posible su génesis y su lógica interna, de una manera ágil, de fácil lectura y en lo que cabe, divertida.

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Información

Año
2017
ISBN
9788494686481
Categoría
Storia
Categoría
Storia russa

1. Introducción

Se suele pensar en la gloriosa y triunfante Revolución de Octubre como un espontáneo levantamiento de un pueblo oprimido que acabó con una arcaica, tiránica y corrupta monarquía zarista.
— Así fue, ¿verdad? ¿Seguro? ¿Sí?
— Pues no.
El régimen imperial ya no existía desde febrero de 1917, cuando tomaron el poder los demócratas rusos. Con quienes acabó la revolución bolchevique fue con estos. No con el zar.
Y por cierto, ya que de él hablamos, el último zar, Nicolás II, estaba muy lejos de la imagen de un tiranuelo absolutista e ineficiente que habitualmente se pinta de él. Para empezar, Rusia era desde 1905 una monarquía constitucional, con un poder judicial independiente (instituido en 1861 por Alejandro II) y un poder legislativo ejercido por un parlamento electo, la Duma.
La Duma era una institución respetada por su independencia y, en general, su buen criterio. Estaba representado en ella un amplio abanico de partidos. La mayoría eran de centro-derecha: los KD (constitucional-demócratas, liderados por Miliúkov) y los «octubristas» (por la fecha de la constitución, encabezados por Guchkov). Eran partidos «del régimen». A su derecha estaban los partidarios del sistema anterior (Márkov, Purishkévich), hostiles a la propia constitución. La izquierda se colocaba deliberadamente fuera del sistema. Su principal partido había tomado el nombre de social-revolucionario. Pero en la revolución pensaban los demás también. Eran hostiles a cualquier cosa que votara la mayoría, por muy beneficioso que fuera para el país.
Incluso desde antes de la constitución, el reinado de Nicolás II (que en 1894 heredó el trono por sorpresa y muy a pesar suyo) era un éxito en todos los campos. Estableció, y mantiene aún hoy, el récord del mundo de desarrollo económico: 20 años seguidos de crecimiento industrial del 14% acumulativo, de 1893 a 1913 (1914 ya no cuenta, por la guerra). Rusia todavía era la cuarta potencia industrial (detrás de EE.UU., Inglaterra y Alemania), pero los economistas que han extrapolado sus curvas de crecimiento concluyen todos más o menos lo mismo: que a día de hoy la superpotencia sería Rusia, y que los Estados Unidos, en comparación, serían como Canadá comparado con Estados Unidos: un país rico, próspero, sí, pero de segundo orden.
Además, Nicolás II realizó la única reforma agraria exitosa del siglo XX, la llamada Reforma de Stolypin. Ciertamente, la hizo Stolypin pero también se necesitó a un emperador que lo nombrara primer ministro y que lo mantuviera en el puesto hasta su asesinato, pese a todas las presiones de prácticamente todos los sectores, salvo los propios campesinos. Con esta reforma, Rusia pasó a exportar más cereales que todos los demás países juntos.
Y en el campo de las letras, las artes, las ciencias, su reinado es llamado la Edad de Plata de la cultura rusa.
¿Por qué, entonces, cayó?
Es una triste historia. Desde luego, buena parte de la intelectualidad ansiaba cambios, con una ingenua idealización del «pueblo» (venía de lejos: en el siglo XIX, los terroristas que echaban bombas se llamaban a sí mismos «¡voluntad del pueblo!»). La condición obrera era mejor que en los demás países industriales (por la exuberancia de la agricultura y la avanzada legislación laboral), pero distaba de ser buena: estábamos a principios del siglo XX. El caldo de cultivo para la extrema izquierda estaba servido. Esto se hubiera superado sin problemas, como se superó en otros países, con una administración eficiente. Pero esto lo imposibilitó el ascenso de Rasputin, un campesino que tenía poderes curativos, gracias a los cuales salvó repetidamente la vida al príncipe heredero, que padecía hemofilia. La pareja imperial, especialmente la emperatriz, vio en él a un enviado de Dios y se acostumbró a seguir sus consejos. Pero en realidad, era un mujeriego corrupto que usó su cercanía al trono para fines poco confesables.
Aún esto tenía remedio. Pero cuando estalló la I Guerra Mundial, los nefastos nombramientos militares inspirados por Rasputin malograron las brillantes victorias iniciales. Nicolás II optó por tomar él mismo el mando del ejército, dejando a la emperatriz gobernar en la capital. Y a través de ella, gobernó Rasputin. En lugar de los hombres de estado honrados y competentes que habían secundado al zar, los Witte, Stolypin, Durnovó, Kokovtsov y tantos otros, Alejandra fue nombrando a «trepas» que habían comprado a Rasputin o bien a cortesanos inofensivos, pero ineficientes. En cambio hombres íntegros y capaces como el ministro de la guerra Polivánov, el de Instrucción Ignátiev o el de Asuntos Exteriores Sazónov no podían soportar a Rasputin y precisamente por esto fueron cesados.
La Duma no se mantenía indiferente. Su mayoría no era antisistema, y por eso mismo, se indignaba e inquietaba viendo a la emperatriz saboteando activamente su funcionamiento. No solo ya los constitucionalistas, sino incluso Purishkévich, en la extrema derecha, protestaban contra sus nombramientos. Pero eso no tuvo otro efecto que interrumpir la buena colaboración entre el gobierno y la Duma que hasta entonces había existido.
Tal era la indignación que Purishkévich decidió eliminar a Rasputin. Él y el príncipe Yusúpov lo asesinaron en 1916. Pero ya era tarde.
Tampoco la Duma fue un dechado de buen gobierno. La guerra, como en todos los países beligerantes, se estaba financiando con inflación. Y a la Duma no se le ocurrió otra cosa, para evitar el encarecimiento del pan, que votar una ley de precio máximo. Pero al subir todo, menos el trigo, a los campesinos se les volvió desventajoso cultivarlo o/y venderlo. Pasó lo que siempre pasa: un precio tasado inferior al de mercado produce desabasto. En San Petersburgo, la escasez de pan, hasta entonces abundantísimo, provocó un motín que aprovecharon las izquierdas y la oposición democrática, y que no supieron prevenir, apaciguar o sofocar los inútiles ministros de la emperatriz. El zar abdicó.

Los demócratas

Tomó el poder la Duma, cuyos delegados habían ido a Pskov a exigir su abdicación a Nicolás, que había quedado allí bloqueado al tratar de volver a su capital. El 12 de marzo el presidente, Rodzianko, formó un gobierno provisional con los líderes de todos los partidos, salvo los de extrema derecha. Una delegación se reunió con el Gran Duque Miguel, hermano del zar, en quien éste había abdicado, y lo obligó a abdicar a su vez. Se proclamó la República.
A la vez, tomaron el poder los obreros y soldados amotinados, que eligieron un Consejo (Soviet) de delegados de soldados y obreros. A la noche del mismo 12 de marzo, la Duma y el Soviet tenían por sede dos alas distintas del mismo palacio Tavrícheski. Y ambos ejercían el poder supremo en la neonata república, cada cual por su cuenta.
Se preguntará el lector: ¿cómo eran posibles dos poderes supremos a la vez? ¿Cómo podían actuar? ¿Cómo se entendían entre sí?
Entre sí, desde luego, no se entendían de ninguna manera. Y su modo de actuar era muy simple: cualquiera de ellos promulgaba una ley, un decreto o una orden, y el otro no tenía poder para anularlos.
Eso sí, una cosa tuvieron en común: tanto el Gobierno como el Soviet usaron su poder con una inenarrable, colosal, superlativa estupidez.
Quienes hemos vivido los últimos años de Franco recordamos las pintadas de los estudiantes: «Disolución de los cuerpos represivos». Por suerte, en la Transición no los disolvieron y la Policía Nacional sigue con sus gorras, la Guardia Civil con sus tricornios.
Pero en Rusia sí los disolvieron. Y el país se encontró sin policía de ningún tipo, ni siquiera municipal. El «orden jurídico» que se instauró es fácil de imaginar.
Por si fuera poco, al Soviet se le ocurrió que un país democrático ha de tener un ejército democrático. Y se apresuró a promulgar su famosa Orden número primero. Según ella, en cada unidad militar los soldados debían elegir un Soviet, éste tenía que tomar el control del armamento y las órdenes de los oficiales solo debían obedecerse si eran compatibles con las del Soviet. La tal Orden fue impresa en siete millones de ejemplares y repartida en todo el ejército.
Obviamente, cada Soviet de soldados legisló lo que bien le pareció y aparecieron decisiones de lo más extraño y pintoresco. No faltaron soviets que ya que tenían el poder de hacerlo, decidieron que «vámonos todos pa’casa». Pero Rusia es país de enormes distancias, y «pa’casa» podía requerir días, incluso semanas de viaje, durante el cual había que comer. A falta de dinero, los soldados se llevaban el arma. Y no había policía.
¿Y el flamante Gobierno? No quiso ser menos y puso su granito de arena en el desastre. Su ministro de Justicia, el abogado Kerenski, promulgó una amnistía. Y a la invasión de miles (pronto serían millones) de desertores armados se sumó la repentina suelta de decenas de miles de delincuentes comunes (la gente los llamó «polluelos de Kerenski»). Y, repito, no había policía. Ninguna.
Entre esto y el sacrosanto derecho de huelga, se desorganizaron el transporte, la distribución, el comercio y apareció el hambre. No ya aquella accidental escasez de pan, sino la falta de todo tipo de alimento.
Pero lo que le pareció urgentísimo al Gobierno fue reformar la administración local (en conjunto excelente, desde la instalación de los zemstvo, parecidos a nuestras diputaciones). En su lugar, el Gobierno ideó autonomías. Eso y surgir nacionalismos fue todo uno.
A todo esto, el país seguía en guerra. Pero en guerra, ¿para qué? ¿Con qué objetivos?
El nuevo poder no lo tenía claro. Los partidos de centro-derecha, mayoritarios en el Gobierno, eran partidarios de la «lucha hasta la victoria final».
En el Soviet predominaban las izquierdas. Su idea era la «paz sin anexiones ni contribuciones». Pero sus partidos eran los social-revolucionarios (SR) y los social-demócratas (SD), éstos divididos en «mencheviques» y «bolcheviques». Estos últimos agitaban por la paz inmediata y a cualquier precio (para eso sus líderes, encabezados por Lenin, habían sido traídos desde Suiza cruzando Alemania y recibían abundante financiación del Estado Mayor alemán; eso incluso salió en la prensa, pero nadie tomó medida alguna: «Representan al pueblo»).
Obviamente, dirigir una guerra sin objetivos declarados, con los oficiales desautorizados y los soldados desertando en masa, era misión imposible. Así se lo expuso al Gobierno el comandante en Jefe, general Alexéiev, acompañado de los comandantes de los cuatro frentes: alemán, austro-húngaro, rumano y turco. La reacción fue la típica: cesarlos. Kerenski se hizo nombrar ministro de la Guerra, pensando que él lo haría mejor (en el mismo convencimiento, llegó a hacerse cargo del mando supremo del ejército). Como sus conocimientos militares eran nulos, pensó que el deplorable comportamiento de los soldados se debía a la propaganda enemiga (algo de eso había, por supuesto, pero lo principal era el cansancio de una guerra sin perspectivas de victoria y la inquietud por las granjas o negocios abandonados). Para ponerle remedio, el flamante ministro decidió convencer al pueblo en armas de la necesidad de defender la democracia, las reformas progresistas, las libertades fundamentales (prensa, palabra, reunión, manifestación…) y a la futura Asamblea Constituyente contra la amenaza de las fuerzas reaccionarias (qué más hubieran querido éstas que ser una amenaza). Y fue recorriendo el frente dando discursos. Se ganó el apodo de «Conversante en Jefe», pero el caso que le hicieron las tropas fue descriptible. Y cuando ordenó una ofensiva general en el frente austríaco (el más «fácil»), los soldados, después de un avance inicial, cuando toparon con una resistencia seria se negaron a combatir. Como bromeaban los alemanes, «el Ejército está en huelga» (y no andaban tan descaminados).
Tal fue el descrédito que en julio de 1917 los bolcheviques trataron de aprovechar una enésima manifestación para tomar el poder. Pero el gobierno había acuartelado cerca de la entonces Petrogrado tropas fi...

Índice

  1. Advertencia
  2. Breve cv del autor
  3. PRÓLOGO
  4. 1. Introducción
  5. 2. La gloriosa revolución de octubre
  6. 3. El reinado de Lenin
  7. 4. El ascenso de stalin
  8. 5. La economía planificada
  9. 6. El reinado de Stalin
  10. 7. Sin Stalin
  11. 8. La herencia