EN PRO DE LA EDICIÓN DEFINITIVA DE SOR JUANA
Celebra Cuba en este año el primer centenario del nacimiento de su más ilustre poetisa, de las más brillantes entre las brillantes mujeres de la isla. Gertrudis Gómez de Avellaneda gozó en su tiempo de tan prodigiosa reputación, que no debe asombrarnos recordar cómo se la tuvo por la primera entre todas cuantas mujeres pulsaron la lira castellana y aun entre cuantas poetisas hubo en la humanidad. Don Juan Nicasio Gallego y don Juan Valera fueron de sus más calurosos panegiristas. Todavía, veinte años atrás, don Marcelino Menéndez y Pelayo la elogiaba con entusiasmo no por entero libre del delirio ditirámbico.
Ciertamente, la Avellaneda es en las letras castellanas uno de los poetas más notables, ya que no de los más delicados o de los más intensos, y uno de los artífices más hábiles de la versificación. Pero es innecesario recordar, en parangón suyo, a la legendaria Débora, la del cántico lleno de fortaleza, o a Corina, reducida también a leyenda cuya niebla principian apenas a disipar los recién descubiertos papiros de Oxirrinco. Y es demasiado compararla con las poetisas de las grandes épocas literarias, como Safo, a quien se debe una de las obras definitivas y perfectas de la poesía lírica en el mundo, la expresión eterna de uno de los momentos mayores de la emoción amorosa; o como Vittoria Colonna, exquisita flor del Renacimiento y poeta platónico de los más altos.
Contemporáneas fueron de la Avellaneda cantoras como Elizabeth Barret Browning o Christina Rossetti, cuyas notas profundas o sutiles jamás alcanzó la cubana; y más tarde, cuando ya la mujer adopta francamente la profesión literaria, no habían de faltar poetisas cuya gloria no es de temer se apague, efímera. ¿Podrá perderse para las generaciones el acento tremante, ebrio de vida, de la condesa de Noailles, que simboliza uno de los minutos de la sensibilidad humana, según Jean de Gourmont?
Dentro de las fronteras de la literatura española, y omitiendo a las poetisas posteriores, no juzgadas aún definitivamente (así la admirable Rosalía de Castro), la Avellaneda goza de primacía que sólo le disputa sor Juana Inés de la Cruz.
Ni una ni otra figuran en el supremo coro lírico. Sus voces llegan como distantes ecos allí donde la musa española gobierna con sabia mano la música extremada de fray Luis, el cantar sabroso, no aprendido al parecer, de Lope, el dulce lamentar de Garcilaso, el trino cristal de Góngora. Ni una ni otra disfrutaron la fortuna de vivir en gran época literaria: sor Juana floreció bajo decadencia plena; la Avellaneda perteneció a un periodo, ni opaco ni brillante, de las ya largas dos centurias de reconstrucción intelectual de España. Padecieron ambas males de época; y si, aun no venciéndolos, sor Juana es el primer poeta entre sus mezquinos contemporáneos, a quienes sobrevive como excepción única, la Avellaneda, que tuvo mejores rivales, no alcanza la plenitud con que, más venturosos, triunfan sobre las limitaciones del tiempo Espronceda y Zorrilla.
Nada de estas afirmaciones se trae aquí para amenguar glorias ciertas, aunque no supremas. Puestas ya en términos ¡qué interesantes son una y otra! ¡Qué poderosa fuerza intelectual, digna de mejores oportunidades!
Pues lo que a ambas caracteriza es, más que otra cosa, el poder mental, la inteligencia: amplia y enérgica, aunque con imperfecto cultivo, en la Avellaneda; clara y sutil, rica pero amanerada, en sor Juana Inés. Ni una ni otra son acaso primordial y exclusivamente poetas líricos: en otros momentos, con diversa educación, tal vez lucirían distintas virtudes. De seguro se me argüirá que no les faltó ejercicio fuera de los versos líricos. Que una y otra hicieron teatro: pues sí, y con éxito tal, que Los empeños de una casa y el Auto del divino Narciso, de sor Juana Inés, no deben ser olvidados en el teatro español, y los dramas de la Avellaneda valen, en conjunto, tanto como cualesquiera del periodo romántico. Que sor Juana no mostró afición a la prosa: verdad es, pero cuando la escribió fue con maestría. Que —y este argumento es más grave— la Avellaneda no pasa de la medianía en prosa, a pesar de su relativa fecundidad. Pero, sin atribuirle vocación de prosista —hipótesis innecesaria— ¿cómo negar que, en circunstancias distintas, hubiera sido capaz de otras empresas quien, como ella, se educó en una provincia de Cuba, nunca tuvo suficiente disciplina de estudio, y desde el principio se orientó hacia la poesía, recurso inicial, necesario y único, de expresión y de éxito para todo talento surgido en sociedades de insuficiente cultura y sin división del trabajo intelectual?
Amado Nervo formuló una hipótesis, poco ingeniosa, sobre lo que hubiera sido sor Juana en nuestros días. No la expondré. Baste decir que revela desconocimiento de la profunda seriedad mental de la insigne monja, tan asidua en el estudio como en las obras pías, tan clara de pensamiento como enérgica de voluntad. Espíritu sin debilidades, que don José María Vigil llamó, con alguna exageración, pero no sin verdad, “eminentemente positivo”, la caracteriza, como dice Menéndez y Pelayo, la “curiosidad científica, universal y avasalladora, que desde sus primeros años la dominó, y la hizo atropellar y vencer hasta el fin de sus días cuantos obstáculos le puso delante la preocupación o la costumbre, sin que fuesen parte a entibiarla, ni ajenas represiones, ni escrúpulos propios, ni fervores ascéticos, ni disciplinas y cilicios después que entró en religión, ni el tumulto y pompa de la vida mundana que llevó en su juventud, ni la “nube de esperanzas y deseos” que arrastraba detrás de sí en la corte virreinal de México, ni el amor humano que tan hondamente parece haber sentido, porque hay acentos en sus versos que no pueden venir de imitación literaria, ni el amor divino, único que finalmente bastó a llenar la inmensa capacidad de su alma”.
En el momento literario que atravesamos, sor Juana gusta más que la Avellaneda: el estilo de ésta es viejo sin llegar a antiguo, es de ayer, y todavía estamos reaccionando contra los gustos del siglo XVIII y del XIX, que no han desaparecido totalmente de los círculos académicos. El estilo de sor Juana posee los prestigios de lo arcaico: así, sus villancicos suelen recordar la deliciosa ingenuidad, hábilmente alcanzada, de Lope en Los pastores de Belén, y aun la majestad serena de fray Luis; el soneto A la rosa se coloca junto a los de Góngora (que sufre rivales en la elegancia del soneto, aunque no en la penetrante música de sus romancillos); las redondillas Hombres necios... (que tal vez hallaron su modelo en un pasaje de Alarcón en Todo es ventura) evocan la brillante dialéctica satírica del siglo XVII; y hasta el constante distingo escolástico y la antítesis conceptistas agradan mientras no empiezan a fatigar. Y por fin, en el soneto Detente, sombra... y en pasajes de las liras Amado dueño mío..., sor Juana asciende a la grande y verdadera poesía del amor, tan raras veces alcanzada e...