1
Cuando Jalid vio al prisionero descender por las tétricas escaleras de las mazmorras, supo que aquel hombre iba a morir. Percibió el pálpito que nunca le fallaba. Sintió cómo el desasosiego y la zozobra le invadían el estómago. Después de tantos años como carcelero en las mazmorras del sultán, había visto a muchos hombres tras las rejas de la prisión, algunos, figuras eminentes de la Corte. Hombres que habían detentado un inmenso poder y que, habiendo caído en desgracia, eran arrojados a las oscuras mazmorras. A veces las puertas de sus celdas se abrían y volvían restablecidos en sus funciones, ocupando el lugar de privilegio que habían perdido. Otras, lo hacían para encontrarse con el verdugo. Siempre que cruzó la mirada con éstos, le asaltaba el funesto presagio. Y esta vez volvió a sentir aquella angustia inexplicable que le sobrevenía, de una forma incluso más intensa: aquel hombre iba a morir.
Jalid, el carcelero, procedía de la región de Tafilalt, el gran oasis al sureste del Magreb. Era hijo de un beduino del valle del Uad Ziz; aparentaba unos treinta años, alto, delgado, fibroso, de tez oscura y rostro pensativo y algo melancólico. Su abuela le había trasmitido el don de predecir la presencia de la muerte, y ya en su niñez presagió la tragedia que le costaría la vida a su amigo de la infancia Ziyâd, dos días antes de que se despeñara por un barranco. En su adolescencia, cuando su tío Rashid se encontraba realizando un viaje a Marrakús, a Jalid le sobrevino la angustia y la certeza de que su tío moriría, y unos días después llegó la noticia de que Rashid había sido asesinado por unos bandidos en el oasis de Skoura.
Jalid tuvo que abandonar su aldea. Su clarividencia sobre la muerte se convirtió en una maldición y sus amigos y vecinos se apartaban de él como si fuera un apestado. Nadie quería cruzarse con Jalid, pues veían en él al Ángel de la Muerte. En Fez, la ciudad más populosa del Magreb, donde nadie le conocía, se alistó en el ejército y fue destinado a la guarnición de vigilancia de las mazmorras. Cada vez que un prisionero iba a ser condenado a muerte, Jalid se sentía angustiado, se tornaba taciturno y su rostro oscuro adquiría un tono oliváceo.
Desde el primer momento, Jalid se sintió seducido por la atractiva personalidad de aquel prisionero. Pocas veces, había visto a un cautivo tan seguro de sí mismo. Tanto su vestimenta, calzaba botas de cuero negro, vestía una túnica de lana y se cubría la cabeza y los hombros con un taylasán ribeteado de hilos dorados, como su aspecto cuidado y pulcro, denotaban que se trataba de un personaje insigne. Las lívidas ojeras y las arrugas que se insinuaban en su rostro, todavía atractivo, delataban una edad en torno a los sesenta años, pero su caminar ágil y erecto parecía desmentirlo. La firmeza de sus labios trasmitía la fuerza de quien está acostumbrado a mandar y su carácter enérgico y sagaz se detectaba en la mirada altiva y penetrante.
El hombre que iba a morir se sentó en un rincón de la celda con las piernas cruzadas sobre el suelo, apoyó la espalda en la pared, alzó la cabeza y se cubrió la boca y la nariz con un extremo del taylasán, para protegerse del espeso tufo que emanaba del agujero que contenía las aguas fecales.
A medianoche, Jalid pasó por delante de la celda y observó al prisionero que permanecía en la misma postura, el rostro velado al trasluz y los ojos cerrados, pero no dormía, pues su cabeza se mantenía erguida.
Acuciado por la curiosidad, preguntó a su amigo Marwan, jefe de la guardia de la prisión, si conocía a aquel hombre, cuyo nefasto destino le había sido revelado. Jalid había desvelado a Marwan sus poderes sensoriales.
—¿Estás seguro de que has vuelto a tener el presentimiento? —preguntó el jefe de la guardia.
El carcelero afirmó con la cabeza y el guardián exclamó:
—¡Que Allah se apiade de él! En cuanto a tu pregunta, te diré que tan sólo sé que es extranjero, y que fue detenido cuando salía de orar en la mezquita al-Qarawiyyin.
—¿Conoces su procedencia? —inquirió Jalid.
—Me han dicho que es originario de Al-Ándalus.
—¡Al-Ándalus! —al oír aquella palabra, Jalid no pudo reprimir la exclamación.
Desde que oyera a Ahmed, el contador de cuentos, narrar la historia de la «Ciudad de Cobre» estaba fascinado por aquel país mágico.
Fue al atardecer, un viernes, en la plaza Bab Baylud, cuando vio a unos hombres que, sentados en torno al contador de cuentos, se disponían a escucharle. Jalid se acercó al grupo y al oír las primeras palabras del narrador, quedó seducido de aquel relato.
Con voz alta y clara, levantando el dedo índice, Ahmed se dirigió a los asistentes que le miraban extasiados.
—Habéis de saber, Allah os guarde, que esta historia milenaria la oyó un antepasado de mi tatarabuelo, Dios se apiade de él, hace muchísimos años, de labios de un jeque andalusí llamado Abu Hamid Muhammad ibn Abd-l-Rahim al-Garnatí. Y tal como el jeque se la contó a mi bisabuelo, éste a mi abuelo y él a mi padre, que a su vez me la dio a conocer a mí. Así os la cuento a vosotros:
«Sabed que en el transcurso de una edad ya remota, en la ciudad de Damasco, reinaba un califa grande y poderoso cuyos ejércitos habían llegado hasta los países más alejados del Magreb, de los que se había hecho dueño. Todas las ciudades sometidas le obedecían y sus gentes acataban sus órdenes. Cumpliendo así lo que Allah dispuso a través de su Mensajero, que la paz sea con él, cuando dijo: «Se me han revelado todos los confines de la tierra, desde Oriente hasta Poniente, y el poder de mi nación llegará a abarcar todo lo que a mí se me reveló».
El califa había enviado emisarios a las fronteras de su vasto impero, a fin de que le tuvieran informado de cuanto acontecía en las tierras conquistadas.
Cierto día, se presentó ante el monarca un emisario procedente del Occidente Extremo, que le habló de un país en los confines del mundo, allá donde la tierra termina y comienzan los dominios del mar de las Tinieblas, en el que los genios habían construido una ciudad mágica hecha toda ella de cobre, por orden del rey Salomón, ¡Allah esté satisfecho de él! Este país estaba en manos de un pueblo politeísta, cuyo rey, llamado Rudriq, poseía inmensas riquezas.
Al oír las palabras de su emisario, el califa quedó maravillado y, de inmediato, redactó una carta dirigida al gobernador del Magreb ordenándole que se dirigiese a la costa del mar de las Tinieblas y entrara en el país de los idólatras en busca de la Ciudad de Cobre, informándole de cuantas maravillas encontrase en ella.
Cuando el gobernador, Musa ibn Nusayr, recibió la misiva de su señor, se puso al frente de un nutrido ejército de valerosos guerreros y se dispuso a conquistar la mítica ciudad. Para llegar a ella, tuvieron que cruzar el estrecho en el que confluyen el gran Océano y el mar de los Rumis. Tras la travesía, Musa y sus hombres descubrieron un montículo donde se levantaba una torre de piedra negra de más de cien codos de altura. En lo más alto de la torre se alzaba una estatua que representaba a un hombre colosal envuelto en una túnica de cobre. El hombro derecho del gigante estaba descubierto y el brazo lo tenía extendido, y con el dedo índice señalaba el océano de las Tinieblas. Una extensión infinita de agua salada y oscura surcada por enormes monstruos que habitan en sus profundidades. En este vasto mar se levantan olas como montañas, y ningún barco se aventura a navegar en sus aguas tenebrosas. Al acercarse al montículo, la estatua giró en su pedestal señalando un sendero que se perdía en un inmenso bosque.
Los musulmanes siguieron el camino que indicaba el gigante y avanzaron por lugares solitarios de una belleza deslumbrante. La tierra espaciosa y fértil se extendía hasta el infinito, cubierta por una alfombra de hierba, salpicada de manantiales de agua dulce y flores. Por doquier había árboles frutales, plantas aromáticas y frondosos bosques poblados de animales salvajes y pájaros de plumaje multicolor. Los hombres estaban fascinados. Habían llegado a los confines del mundo y descubrieron una tierra que semejaba al paraíso.
Cabalgaron durante cuarenta días por parajes selváticos donde las montañas, cual centinelas gigantes, parecían guardar los tesoros de aquella tierra misteriosa. A medida que avanzaban, el paisaje era cada vez más lujuriante. Sus ojos se extasiaron contemplando cascadas de jade. Transitaron por bosques de árboles colosales, cuyas ramas se entrelazaban tres varas por encima de sus cabezas y los troncos semejaban fortalezas. La única nota discordante era la presencia de animales feroces, que se les antojaba amenazadora. Entre la vegetación asomaban las cornamentas de enormes venados; felinos moteados huían entre la espesura esmeralda y en la umbría del bosque, brillaban los ojos dorados de los lobos. Pero aquella tierra parecía bendecida por Dios. Las frutas de los árboles, el agua cristalina y la abundante caza cubrían todas sus necesidades.
Coronaron cimas y colinas ondulantes, vadearon ríos, algunos turbulentos y otros tranquilos. Atravesaron una ciudad muerta, donde el viento aullaba entre columnas ennegrecidas, devoradas por plantas trepadoras. Sin apenas detenerse, llegaron a una llanura inhóspita y, como una aparición fantasmal, surgieron ante sus ojos las murallas de la Ciudad de Cobre. Su visión les dejó paralizados de asombro, pues aquella ciudad no parecía estar hecha por manos humanas. ¡Sólo Allah, ensalzado sea, conoce la verdad!
Musa ibn Nusayr ordenó a sus hombres rodear la ciudad pero, por más que circunvalaron las murallas, no encontraron puerta alguna ni ser humano que habitase la fortaleza. Embargados por la quietud y la magia de aquel lugar extraño, advertían presencias que les vigilaban. Sentían miedo. No se oían pájaros ni rastro humano alguno, sólo se oía el ulular del viento en aquel lugar deshabitado, pero sabían que estaban rodeados por fuerzas invisibles que no les deseaban nada bueno.
Ibn Nusayr se reunió con sus generales y consejeros, a fin de hallar el medio de descubrir lo que había en el interior de la ciudad. Decidieron levantar una torre cuya altura superase las murallas y así observar lo que albergaban.
Sirviéndose de piedras y argamasa, construyeron una torre de 300 codos, pero las murallas de la ciudad superaban los 500. Con gran esfuerzo, siguieron levantando la construcción 170 codos más y, desde all...