VI. LAS HIPÓTESIS DE ELÍAS TRABULSE
La Carta de Serafina consiste esencialmente en la adaptación de un pasaje de la Eneida. De esto, ni media palabra en Trabulse. Por eso dijimos (pág. 46) que su interpretación es “radicalmente distinta” de la que acabamos de exponer. Siguiendo el ejemplo del P. Vieira, que redarguyó a tres Santos Padres, y el de sor Juana, que —aunque no amiga de redargüir (según ella)— redarguyó a Vieira, nosotros vamos a redargüir a Trabulse. Él dice que no es el P. Vieira el criticado en la Crisis, sino el P. Antonio Núñez: dice que la Carta de Serafina de Cristo está dirigida al obispo de Puebla, Fernández de Santa Cruz; dice que esta Carta no es de la inexistente “Serafina de Cristo” sino de sor Juana Inés (de su puño y letra) y que, al burlarse “sor Juana” del “Soldado Castellano”, se está burlando en realidad del P. Núñez.
En la “Introducción” a la edición facsimilar cuenta Trabulse que la Carta de Serafina, “escrita por sor Juana Inés de la Cruz” en 1691, “fue encontrada en el año de 1960 por el sacerdote jesuita e historiador Manuel Pérez Alonso en la librería anticuaria de don Antonio de Guzmán…, en Madrid”, y que “ese distinguido maestro consideró que podría tratarse de un autógrafo de sor Juana”, de manera que en 1982 la incluyó “en una exposición de la colección de autógrafos pertenecientes a la Biblioteca Francisco Xavier Clavigero” de la Universidad Iberoamericana (institución de jesuitas), poniendo en el Catálogo respectivo este comentario: “Parece ser una primera versión de la respuesta de sor Juana a sor Philotea de la Cruz”. Trabulse, que vio la exposición, se interesó por tan curioso documento, consiguió fotocopia, emprendió “un dilatado trabajo de trece años”, sacó las mencionadas conclusiones (que “Serafina” es sor Juana, etc.) y las dio a conocer en abril de 1995, en Toluca, durante el Coloquio Internacional sorjuanino organizado por el Instituto Mexiquense de Cultura. Después, habiendo “ampliado la información”, volvió sobre el asunto en tres estudios, a saber:
Estudio introductorio en la edición facsimilar de la Carta athenagórica (Puebla, 1690), México, 1995 (colofón, 17 de abril);
El enigma de Serafina de Cristo, Toluca, 1995 (colofón, 12 de noviembre);
Los años finales de Sor Juana, México, 1995 (colofón, 9 de diciembre).
A estos tres estudios remite Trabulse en la “Introducción” a la edición facsimilar de la Carta de Serafina de Cristo, Toluca, 1996 (colofón, 17 de abril), para no repetir lo que considera ya suficientemente averiguado. En el Estudio introductorio, que es el más detallado de los tres, la tesis está ya bien configurada. Lo cual quiere decir que los estudiosos de sor Juana tuvimos que esperar un año para conocer el texto de la Carta de Serafina y confrontarlo con la interpretación trabulsiana, condición sine qua non para una crítica seria.
La letra y la rúbrica
Una prueba material y concreta de que fue sor Juana quien escribió nuestro documento es que Serafina de Cristo “rubrica su Carta con la misma rúbrica utilizada por sor Juana en 1691”: “la superposición de ambas rúbricas revela que son casi idénticas” (Estudio introductorio, pág. 37). Después desaparece el casi: la rúbrica de Serafina “es idéntica a la que aparece [en el tratado de música de Pedro Cerone que poseía sor Juana]” (El enigma…, pág. 23).
El P. Pérez Alonso, que no parece haber prestado atención en 1982 a la rúbrica, “consideró”, en cambio, que el manuscrito todo “podría ser autógrafo”. Sobre este punto en El enigma…, pág. 20, Trabulse dice “documento autógrafo” (las cursivas son suyas), pero no se extiende como en su Introducción a la edición de la Carta, donde declara categóricamente (pág. 25): “Las pruebas caligráficas permiten afirmar que es un documento autógrafo de sor Juana. La comparación con otros escritos suyos de esa época resulta concluyente”.
Nosotros escépticos como santo Tomás el Apóstol —aunque no tanto como Francisco Sánchez, el de Quod nihil scitur— y deseosos de “ver con nuestros propios ojos”, hemos comparado la escritura y la rúbrica de la Carta de Serafina con las de los documentos a que remite Trabulse, y hemos encontrado que sus argumentos distan mucho de ser “contundentes”.
Primero, la rúbrica. Trabulse aduce como prueba la firma de sor Juana que aparece en un documento de 1691 (Estudio introductorio, pág. 37), y después añade la que aparece en el libro de Cerone (El enigma…, pág. 23), que tiene el inconveniente de carecer de fecha. Para que el lector juzgue por sí mismo acerca de la “identidad” de las rúbricas, las reproducimos a continuación:
Muestran ciertas semejanzas entre sí. Tienen un evidente aire de época. Quien se asome a documentos de fines del siglo XVII y comienzos del XVIII encontrará muchas rúbricas de este estilo, con su alternancia caprichosa de rectas y curvas. Por otra parte, se conocen no pocas firmas de sor Juana, y lo que salta inmediatamente a la vista es que ella no usó una rúbrica, sino varias. En nuestros tiempos cada quien tiene su manera de firmar (registrada, por ejemplo, en el pasaporte o en la cuenta bancaria). En aquellos tiempos, por lo visto, no era así. Sor Juana, en todo caso, puso a continuación de su firma distintos garabatos. He aquí dos muestras, una de 1686 (cf. infra, pág. 140, final de la nota 1) y otra de 1688:
Y he aquí otras tres, de 1689 (las dos primeras) y de 1690:
El ligero parecido —de ninguna manera identidad— entre la rúbrica de Serafina y las dos de sor Juana que aduce Trabulse (una de 1691, otra sin fecha), no prueba nada.
Segundo, la escritura. Para sustentar su afirmación de que la Carta de Serafina es un autógrafo de sor Juana, Trabulse remite al texto publicado en facsímil por González Obregón en su México viejo, “que, entre otros documentos, nos resultó particularmente útil en los cotejos paleográficos”. No dice cuáles son los “otros” (y la verdad es que no se conocen muchos), pero entendemos que esos otros no le resultaron particularmente útiles. Se trata de las líneas escritas por sor Juana en el Libro de profesiones de San Jerónimo: “Aquí arriba se a de anotar el día de mi muerte… Yo, la peor del mundo”. (Vale la pena hacer notar que Trabulse no aduce este documento, evidentemente porque la rúbrica no se parece nada a la de Serafina.)
Pues bien, aunque la muestra de escritura de sor Juana no es tan extensa en comparación con el largo texto dizque autógrafo de la Carta de Serafina, las diferencias no podían estar más a la vista. (Las muestras de la letra de Serafina van a la derecha.) Las diferencias se ven no sólo en las mayúsculas (la A, la D, la M, la N, la P, la R), sino también en algunas minúsculas (la l, la p, la s):
La crítica interna de la Carta de Serafina de Cristo
En su edición de la Carta, después de afirmar categóricamente que se trata de un autógrafo de sor Juana, añade Trabulse que “la crítica interna del documento no hace sino confirmar la atribución” (pág. 26). En efecto, alguien podría decir: “Sí, es autógrafo de sor Juana, pero ¿es ella también la autora?” Las consideraciones sobre la hechura, el contenido, el significado, la razón de ser del documento están en el Estudio introductorio de la edición facsimilar de la Crisis. (Después, págs. 136-176, nos ocuparemos de lo no mucho que Trabulse añadió en estudios posteriores.)
Trabulse examina ante todo la cuestión de la Crisis. El P. Vieira, en su Sermón del Mandato, “había tomado un antiguo asunto, largamente debatido, acerca de cuál había sido la fineza mayor de Cristo” (p. 14). Sor Juana criticó ese Sermón, y una copia de la Crisis llegó a manos del obispo de Puebla, el cual la imprimió con el título de Carta atenagórica (no sin conminar a la monja a renunciar a los versos profanos). Prosigue Trabulse (págs. 18-19):
Esta sucinta relación del origen, desarrollo y secuela de la Carta atenagórica ha sido punto de partida de diversas hipótesis acerca del significado de esa obra. Se ha analizado el papel del obispo Fernández de Santa Cruz y su enemistad y rivalidad, real o supuesta, con el arzobispo de México Francisco de Aguiar y Seijas; se ha estudiado la posible intervención del antiguo confesor de sor Juana, el jesuita Antonio Núñez de Miranda; se ha visto en la redacción de la Carta atenagórica una “imprudencia consciente” de la monja, y en su publicación por el obispo una “celada” de la que ella no pudo prever las consecuencias, y de la que resultó víctima, lo que explicaría su abandono de las letras y su silencio final. Desafortunadamente, todas estas hipótesis carecen de datos históricos confiables en los cuales sustentarse, lo que sin duda explica su proliferación y los evidentes excesos interpretativos en que a menudo han incurrido.
Lo que sí resulta incontrovertible es que la Carta atenagórica levantó una polémica…
El pasaje que acabamos de copiar lleva, como documentación, dos notas de pie de página. En la primera, sobre la “rivalidad” de Aguiar y Fernández de Santa Cruz, remite Trabulse a lo que dije...