La brújula de Séneca
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La brújula de Séneca

Manual de filosofía para descarriados

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La brújula de Séneca

Manual de filosofía para descarriados

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"Largo es el camino de la enseñanza por medio de teorías; breve y eficaz por medio de ejemplos." Séneca, Cartas a Lucilio.La filosofía, lejos del cliché al uso, es un pilar esencial no solo para abordar las preguntas más arduas de la existencia -de dónde vengo, a dónde voy, qué hay más allá de la muerte, qué hay antes de la vida-, sino para guiarse en los acontecimientos del quehacer diario: las relaciones con amigos, familiares, compañeros de trabajo, la relación con uno mismo. En suma, lo que Sócrates decía que debía ser el fin de toda filosofía: discernir lo bueno de lo malo para actuar en consecuencia. Rogelio Guedea, el celebrado autor de novelas como Vidas secretas o El crimen de los Tepames, y ganador del premio Adonais entre otros tantos galardones, leyó así a Platón, Aristóteles, Cicerón, Séneca; a los autores de la Edad Media (San Agustín, Santo Tomás de Aquino); después a los moralistas españoles, y más tarde a los filósofos posteriores al Renacimiento (Spinoza, Locke, Hume), para volver de nuevo a los clásicos, esa fuente inagotable. Estos autores son ahora su linterna de mano. Pero este delicioso libro no es solo un tributo a todos ellos, sino también un manual sencillo y diáfano para aquellos peatones que, extraviados, van a la busca de redención; una luz en la noche desierta, una señal de tránsito entre el tumulto de coches y gentes en medio de una gran avenida. En un mundo en el que los valores morales agonizan, porque lo material se impone como una verdad inobjetable, no debemos olvidar la contundente máxima de Cicerón: "Solo el sabio es rico"."Rogelio Guedea, un escritor en las antípodas, mexicano residente en Nueva Zelanda, demuestra su maestría en un espacio en el que las fronteras de la expresión se disuelven, para poner en juego todos los recursos estilísticos habidos y por haber. Guedea es ya una realidad consolidada de la actual literatura latinoamericana, del que cabe esperar nuevos y exuberantes frutos." FRANCISCO MARTÍNEZ BOUZAS

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Información

Año
2015
ISBN
9788416002221
MAPA DE ORIENTACIONES
Filosofía del árbol cantando en una pata
Llevo tiempo realizando actividades que no tienen nada que ver con los libros, la lectura, la escritura, la academia, etcétera. Nada que tenga que ver con mi propio oficio o pasión. Llevo tiempo tomando distancia, de algún modo, de mí mismo, alejándome de mis hábitos, incluso negándolos; intentando verme como si viera a un forastero, que es la única forma en que no se puede tener lástima de uno mismo.
Me puse, por ejemplo, entre otras muchas cosas, a hacer casas para pájaros, pues siempre —como los peces— me han producido la sensación de que, sin ellos, las ciudades o los países, las calles o los jardines perderían su sentido y no serían más que desolados edificios, cielos en ruinas, árboles secos. Guiado por un detallado manual de carpintería, que encontré en una tienda de libros usados cercana a la universidad, compré los utensilios pertinentes (un formón, un pequeño serrucho, una pulidora usada, algunas seguetas) y, en el sótano de casa, donde no hay más que todo aquello que olvidamos o ya no queremos, abstraído de todos y de todo, sobre una larga mesa de madera, me puse a construir casas para pájaros, que fui colgando en los árboles del jardín. Subía en las mañanas por entre las ramas, fijaba el refugio en los extremos de un tronco firme, me aseguraba que apuntara hacia la salida del sol y luego descendía con la convicción de que un pájaro aterrizaría ahí en cualquier momento.
Cuando ya tenía cinco o seis casas me puse a espiar los árboles en las tardes, detrás de la ventana de mi habitación, que tiene una sobre cortina de esas por las que puedes mirar de adentro hacia afuera pero no a la inversa. Eran tardes en las que lo único que me sostenía era la ilusión, que, según entiendo, sostiene las tardes de miles. Como vi, pasados los días, que mis fortalezas no se convertían en refugio de nadie, así como las amantes que no saben complacer a sus amadores, decidí entonces ponerles un poco de comida, abastecerlas de agua y esperar los resultados.
Fue hasta la mañana del tercer día, curiosamente, cuando el bullicio de muchos pajarillos de pecho azul me despertó de súbito, luego de una noche llena de pesadillas en las que volvían, en oleadas, aquellos tiempos de soledad infantil en la casa de mis abuelos, alejado de mi barrio y de mis padres, que habían decidido separarse por un tiempo. Me levanté de la cama de súbito, abrí la cortina y vi, a través de la ventana, un revoloteo de alas entre las ramas. Parecía que los árboles habían resucitado de un largo desmayo y ahora, vivaces, se disponían a celebrar el día soleado, las nubes que pasaban, raudas, por una esquina de las montañas y el cielo despejado. La misma escena se repitió una y otra mañana, hasta ahora mismo que escribo y alcanzo a escuchar, desde este escritorio, los árboles cantar. De aquellos días hoy sólo me queda esta certeza: en el poema que escribamos sobre el árbol la poesía debe estar en el canto de los pájaros.
Los clásicos hoy
El otro día un amigo escritor me pedía mi lista de mejores novelas del año, que después publicaría (junto con otras listas) en una revista mexicana. La petición me cortó en cuatro mitades porque desde hace unos ocho años (tiempo que tengo ya viviendo al sur de la isla sur neozelandesa) no he hecho otra cosa que leer sistemáticamente a los clásicos grecolatinos, desde Laercio hasta Séneca, pasando por Cicerón, Plutarco, Plauto, Apuleyo, Aristófanes, Esquilo, Platón, etcétera. En mi pequeña oficina, donde sólo cabe un librero que apenas entra en los extremos, tengo ordenados cronológicamente a los autores clásicos, no sólo sus libros más representativos (como los Diálogos o la Ética a Nicómaco o el Tratado de la república), sino, sobre todo, sus obras «accesorias», como las Cartas a Ático de Cicerón o los Epigramas, de Séneca, que encuentro, en más de un sentido, medulares, piedras de toque, pilares del resto de lo pensado y escrito por estos autores, como si en ellas hubiese hablado realmente la intimidad del corazón, en donde es más fácil encontrar la verdad. Es cierto que meto las narices aquí y allá en lo que se escribe ahora (algunas novelas que realmente me gusten —Diario de un jubilado, por ejemplo, de Delibes, o el Crimen del cine Oriente, de Javier Tomeo—, poemas, diarios o ensayos), pero sólo son flechazos en fuga, amores de una noche, citas que no pasan de una o dos horas, como las que tenemos con el tendero de la esquina, el taxista que nos lleva al aeropuerto o supermercado o la estilista que nos corta el pelo.
Justo cuando le confesé a mi amigo escritor que yo en realidad no estaba al día con las novedades editoriales, y justo cuando mi amigo escritor me dijo que por lo que yo escribía no le parecía que estuviera «tan ausente de la realidad», caí en la cuenta de algo que me había pasado desapercibido: la actualidad de los clásicos. Hice un repaso veloz a mis lecturas (Fedón o del alma, Las aves, Electra, Tratados morales) y me di cuenta que los nombres eran diferentes, pero los problemas seguían siendo los mismos: el miedo a la muerte, los imperialismos y las guerras, las crisis de la culpa, los crímenes de la envidia y la avaricia, la corrupciones del Estado, la ambición. Parecía, de pronto, que las antiguas civilizaciones hubiesen, de súbito, emergido de sus ruinas y aparecido de nuevo en el paisaje, con sus gentes vestidas a la usanza actual, pero con sus barbas o sus cabelleras de hace mil años. Entonces me empecé a sentir otra vez en compañía, como si esos autores tuvieran los nombres de los escritores y poetas que aparecen hoy en los periódicos o revistas
Javier Marías, Carlos Fuentes, Fernando Vallejo, Juan José Millás, dando entrevistas en la televisión, o consejos a los escritores que, como lo dijo Sócrates, no saben muy bien que lo que es grande es pequeño a un mismo tiempo; y lo malo, bueno; y lo clásico, contemporáneo; y que, al final del día, no son tan importantes ni los nombres ni las situaciones, sino la manera en que modifican el alma de aquel que las vive.
Filosofía del podador de árboles
Un año fuera de casa y los árboles crecieron hasta tapar paisaje y sol. No hubo forma de detenerlos: sus ramas se extendieron en todas direcciones, enredándose en ocasiones en ramas más delgadas o lianas, que las apresaban como nudos. Invadieron también la cerca del vecino, cayendo sobre el tejabán de su puerta y sobre su pequeño balcón. Por suerte mi vecino es muy prudente (pese a que es un hombre solo y desempleado, aunque joven) y no mandó traer a las autoridades (no, al menos, que yo supiera) para arreglar el estropicio. Había que abrirle, pues, un agujero al cielo, las nubes y el mar al fondo, pues de tal modo el paisaje que suelo ver en las mañanas mientras escribo me sería cancelado.
Saqué de entre los bártulos del sótano una pequeña sierra y una escalera y me impuse un orden estricto para la poda, que haría de derecha a izquierda. Me subí al último peldaño de la escalera, me metí entre el mogote de ramas y empecé a cortar una por una, como si cortara rabos de cebolla o colas de pescado. Las ramas caían desde lo alto dando girones en el aire, se iban de bruces unas contra otras, apilándose, escurriéndose entre sus mismas hojas. No pasaron ni quince minutos cuando me di cuenta de que la forma en que lo estaba haciendo era agotadora: rama a ramita, ramita a rama, una por una, una por una. Entonces comprendí que bajando un poco más la sierra y cortando en la raíz de los nacimientos del tronco, justo antes de que empezaran las ramificaciones, podía obtener el mismo resultado y con menor esfuerzo, porque incluso a la hora de tirar todo el ramaje en el lote baldío atrás de la casa no se me desbordarían las hojas ni las minúsculas ramas. Así lo hice. Los troncos caían al suelo dejando un hueco de cielo abierto, tal como sucede en las mañanas, cuando nos levantamos y alzamos las persianas para que entre el sol.
En ocasiones uno tarda en comprender lo que uno ha escuchado, aquí y allá, cientos de veces: que los problemas los desamores, la soledad, el odio mismo hay que cortarlos desde la mera raíz, y no hojita por hojita, para que no terminen sepultándonos a nosotros mismos, ni a los otros. Y si esto lo hacemos con una sierra de doble filo, como la que yo usé para cortar los duros troncos de mis árboles, mejor.
Edad
Pensaba que con la edad se me iban a acabar las preocupaciones de los hijos. Pensaba, casi ingenuamente, que apenas cumpliera mi hijo veinte años y mi hija quince, y yo rayara los cincuenta: asunto concluido. Las preocupaciones se me disolverían como el agua entre las manos o la densa niebla en los límites del fuego. Ya no me vendría, entonces, el miedo a que los raptara un traficante de órganos o un pederasta, ni tampoco el temor de que un raptor me pidiera un rescate imposible de pagar, que sufrieran una enfermedad incurable o, de pronto, no despertaran y murieran ahogados por su propia almohada.
Pero luego de un rato de darle vuelo a la preocupación, caí en la cuenta de que cuando los hijos crecen, los problemas también crecen. Van con ellos madurando en sus manos y pies, en su cabeza y hombros, pegados a sus carnes y corazón, y caí en la cuenta que seguramente estaré para entonces preocupado no porque se vayan a hacer pipí en los calzones sin avisar o que no vayan a usar bien los cubiertos en una boda elegante, sino, en cambio, por si encontraron o no trabajo, y luego por si se casaron con un buen hombre o a una buena mujer, y luego viene el asunto de los nietos, si nacerán completos, quiero decir con los dos ojos, las dos piernas, las dos manos, y si crecerán sanos, porque a quién no le gustaría asegurarse de que los nietos corran con la misma suerte de sus padres, si fue buena, o no la corran, si mala fue. Y mientras todo esto pensaba me di cuenta otra vez que por pensar tanto en lo que todavía no es, me perdí la posibilidad de ver a esas mujeres hermosas que pasaron por la acera y escuchar a esos pájaros que cantaron y a esos árboles que se estremecieron con el viento, y que es así, pensando en el pasado o en el futuro, como se nos va en vida lo único real que tenemos en las manos: este día.
Filosofía de la maleza
Lo noté aquel domingo que cortaba la hierba del jardín, luego de haber pasado por tres días de sol y, antes, dos días de intensa lluvia. Dos meses antes había delimitado las jardineras para evitar la invasión de maleza. Preparé la tierra, colocándole herbicida, tal como me lo indicó el asesor de la ferretería, luego extendí una malla negra a lo largo y ancho del cajete y, no conforme con esto, regué la superficie con pequeños trozos de madera, que apisoné con el canto de una pala, para así doblegar definitivamente a la maldita. Al mismo tiempo, en una maceta grande con tierra fertilizada, sembré unos geranios, que coloqué en un lugar con sol estratégico, en el patio trasero de la casa, junto a los tendederos de ropa. Le puse el agua debida y cada mañana me asomaba para estar al tanto de su crecimiento, pues mi mujer me había hecho responsable de cualquier avería. Fue un trabajo agotador, que simplifico en unas cuantas frases pero que, en realidad, me tomó días enteros. Hubo ocasiones en que quise desistir de la faena, pero pensaba en los geranios florecientes, rojos y morados, y en los días que podría sentarme a tomar el sol entre ellos, y volvía a animarme.
Ayer, que me dispuse a limpiar el jardín, me di cuenta de que las jardineras, aun con todo lo hecho para evitarlo, estaban plagadas de hierbajos, cuya raíz se enraizaba incluso en la malla negra que había puesto sobre la superficie, lo que me decía que no bastó ni veneno, ni trozos de madera apisonados con la pala, ni nada para detener su asedio. En cambio, los geranios, siempre delicados y tímidos, se malograron. Ni siquiera alcanzaron a sacar la cabeza por encima de la tierra, que ahora estaba seca como la piel del desierto. Quise encontrar un significado en todo esto, una explicación y un consuelo, y no tuve más remedio que concluir: aprende de la maleza del jardín, que no se arredra con nada y, sobre todo, nadie su obstinación iguala.
El escritor y la fama
La profesora Mizuho me lleva a conocer la biblioteca de la Universidad de Kobe, donde trabaja como especialista en literatura latinoamericana y en la que pienso pasar una estancia larga. La sigo por un jardín de árboles pequeños y bien podados, luego por un camino de piedra bordeado por un canal de agua clarísima en la que nadan, apaciblemente, peces manchados de blanco y rojo. Alcanzo a ver, en uno de los costados, una escalinata con pequeños bonsáis; sus ramas torcidas y arrugadas, como las de un anciano pigmeo, le dan a la mañana un aire fantasmagórico.
En la entrada de la biblioteca nos detenemos. La profesora Mizuho me hace escribir mi nombre y firma en la libreta de visitantes. Entramos por una puerta protegida por censores y detectores de seguridad. Es una biblioteca pequeña pero con una excelente colección de literatura española y latinoamericana, autores clásicos que conozco muy bien, al menos de nombre. Incluso en mi presunción atino reconociendo las editoriales con sólo ver el lomo de los libros, y hasta le comento de algunos autores que son mis amigos. Mira, digo mostrándole la foto de la contraportada, éste es mi amigo. Pero lo que me parece curioso es cuando la profesora Mizuho me habla de un escritor japonés que es muy famoso en Japón, uno de los más importantes y de obligada lectura, y que yo no conozco. El hecho me deja obviamente patizambo, no puedo evitar pensar en el asunto de la fama y el reconocimiento al que muchos escritores aspiramos como las abejas aspiran a la miel. Mientras la profesora Mizuho me señala la ruta para acceder a una colección privada, libros que parecen grandes árboles en pie, con sus caracteres indescifrables en la corteza, yo me desconecto de esa realidad que estoy viviendo (de mis pies y mis manos, de mis hombros y mi espalda) y no puedo evitar preguntarme: ¿fama y reconocimiento con respecto a qué, en qué ciudad, de qué fecha a qué fecha? Me siento, de pronto, tan pequeño y miserable pensándome en esa lucha sin retorno de lo que es la fama y el éxito, jactándome de ver reseñados mis libros aquí y allá, muriéndome de rabia por no haber ganado tal o cual concurso literario, que por un instante quiero disuadirme ahí mismo de pisotearme la cabeza con mis propios pies.
Un escritor importante en Japón que yo ni siquiera conozco no ha de obligarme sino a ser un poco más modesto en mis intenciones, y ver este oficio y esta vida con mejores ojos, más sosegadamente, más —digamos— generosamente. Me digo y luego añado: no has llegado nunca a ningún lado cuando has llegado a una editorial de prestigio, a una agente literaria o cuando has ganado un premio de gran resonancia, así sea el Premio Nobel. No lo has hecho, y la mejor señal es cuando tienes la convicción de haberlo conseguido. Creer haber llegado es la mejor manera de saber que apenas empezamos, de que estamos arre...

Índice

  1. ESTACIÓN CENTRAL
  2. MAPA DE ORIENTACIONES
  3. LUZ VERDE
  4. SEÑALES DE TRÁNSITO