Breve historia de los gladiadores
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Breve historia de los gladiadores

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Breve historia de los gladiadores

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La Breve historia de los gladiadores narra como en los Ludi (escuelas de gladiadores) fornidos prisioneros de guerra, fugitivos o delincuentes se adiestraban en las técnicas de la lucha a muerte, se enfundaban sus armaduras de samnitas, secutores, reciarios, tracios, etc. y se lanzaban a la arena para conseguir la gloria o la muerte. Asimismo, se narra la historia del Coliseo romano, construido por Vespasiano, con un impresionante aforo para 50.000 espectadores que era abarrotado por hordas de ciudadanos romanos, patricios y plebeyos para aclamar a sus gladiadores preferidos. Se describen las armas utilizadas por los gladiadores, su vestimenta, sus hábitos antes y después de las luchas, etc. También se cuentan los juegos más famosos, como los que organizó el emperador Trajano de 122 días de duración y que dio como resultado la muerte de más de 11.000 luchadores y 10.000 animales.

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Información

Año
2019
ISBN
9788497638494
MARCA PDF="6"
II
En los lejanos tiempos en los que los juegos eran meras competiciones atléticas no existían aún los combates de gladiadores. Los gladiadores se introdujeron por accidente. Dos hermanos llamados Marco y Décimo Bruto quisieron celebrar un funeral realmente especial a la muerte de su padre. Los hermanos eran patricios adinerados, la clase alta de Roma, y para ellos ofrecer ritos funerarios excepcionales por los parientes muertos era una obligación social fundamental. Para ellos, las procesiones habituales, los sacrificios de animales o las plañideras no eran suficientes, pero Marco tuvo una idea.
«En los tiempos prehistóricos, existía una antigua costumbre, que consistía en hacer luchar hasta la muerte a algunos esclavos de altos dirigentes», le recordó a su hermano. «¿Por qué no revivimos ese espectáculo para demostrar cuánto veneramos la memoria de nuestro anciano padre?».
Décimo le dio vueltas a esa sugerencia. En origen, esta ceremonia había tenido el significado de sacrificio humano y las almas de los esclavos muertos, supuestamente, servirían a su dueño en el otro mundo. La lucha servía para asegurar que sólo los hombres valientes capaces de ser fieles seguidores podrían seguir siendo fieles cuando su jefe hubiese muerto. Unos romanos educados como los hermanos Bruto no creían en esas viejas supersticiones, pero su padre había sido un gran soldado y había tenido mucha afición por los deportes duros.
«Nada complacería más a nuestro padre», admitió. «Si los sacerdotes están de acuerdo, lo haremos. Nuestra posición social quedará definitivamente consolidada».
Los sacerdotes no pusieron ninguna objeción y la mitad de Roma asistió para presenciar la lucha. Lucharon tres parejas de esclavos y la multitud quedó muy complacida. Los hermanos se convirtieron en los hombres más populares de Roma por haber organizado un espectáculo tan ameno. Los políticos, ansiosos por ser elegidos, decidieron presentar exhibiciones parecidas. La siguiente estadística demuestra lo rápido que se impuso la idea:
264—a.C. 3 parejas de esclavos
264—a.C. 3 parejas de esclavos
216—a.C. 22 parejas de esclavos
183—a.C. 60 parejas de esclavos
145—a.C. 90 parejas lucharon durante tres días
Pronto se dio por hecho que cualquiera que aspirase a ostentar un cargo debía organizar luchas de esclavos, cuanto más llamativas, mejor.
Los promotores comenzaron a acaparar las existencias de esclavos sanos, criminales y prisioneros de guerra destinados especialmente para estas luchas. Entonces los alquilaban por un precio por cabeza tan alto como los ambiciosos políticos pudiesen pagar. Estos luchadores-esclavos profesionales se convirtieron en lo que hoy conocemos como «gladiadores», que significa «espadachines».
Mientras el número de gladiadores que luchaban no era muy alto, las luchas se celebraban generalmente en el Foro, pero cuando el número de los que se enfrentaban subió a varias docenas, ya no había suficiente espacio. Entonces las luchas se trasladaron al Circo y los gladiadores escenificaban sus combates como una atracción más junto a las carreras de cuadrigas, los acróbatas, los domadores de animales salvajes y otros artistas. A menos que el espectáculo estuviese subvencionado por algún hombre adinerado en honor de sus ancestros, los espectadores debían pagar una entrada y el asunto se convirtió en puro negocio, pero más tarde los políticos, en su afán por conseguir votos, lo hicieron gratuito, y a veces era el propio gobierno el que los organizaba cuando les convenía mantener al populacho tranquilo.
Lamentablemente, ningún gladiador tuvo la amabilidad de legarnos sus memorias, o si alguno lo hizo, el manuscrito no ha perdurado hasta nuestros días. Sin embargo, nuestros conocimientos sobre el tema son amplios gracias a los escritores romanos, como Suetonio, Marcial y Tácito que nos describieron los combates con todo lujo de detalles. Sabemos, por ejemplo, que uno de los más famosos gladiadores se llamaba Flamma y, aunque conocemos muy poquito más sobre él, a excepción de una larga lista de triunfos aplastantes, y ayudados por la combinación de las historias de varios gladiadores, podemos obtener una imagen bastante exacta de cómo eran estos asesinos profesionales.
Imaginemos que dicho Flamma fuese corpulento, un hombre fuerte como un toro. La mayoría de los gladiadores lo eran, como aparecen en sus estatuas y retratos en los monumentos. Nuestro gladiador bien podría haber sido soldado raso, y haber sido condenado a la arena por insubordinación. Tenemos noticia de este caso, y el hombre involucrado podría ser Flamma.
Flamma, según sabemos, fue amonestado por un oficial joven, recién salido de la escuela militar y sin poderse contener le contestó. El oficial le golpeó con un bastón y Flamma le derribó. Por tamaña ofensa fue sentenciado a la arena.
Flamma tenía la esperanza de enfrentarse con algún otro exsoldado y luchar con la espada y el escudo reglamentario, situación que él habría sabido dominar, pero el castigo por pegar a un oficial era la muerte y los altos mandatarios determinaron que Flamma nunca podría abandonar la arena con vida. Por esa razón le pusieron en una de las «actuaciones novedosas» que surgían en aquel momento. El populacho romano se había cansado de los combates habituales, por lo que los organizadores inventaron las luchas entre un retiario, que no llevaba armadura pero sí una red y un tridente (una lanza de tres puntas), y un secutor, que aparecía equipado como un galo y llevaba una espada y un escudo. Llevaba un peto y su brazo derecho y su pierna izquierda estaban protegidos con una coraza. Su brazo izquierdo y su pierna derecha permanecían desnudos para darle más libertad de movimientos. A excepción de un símbolo de un pez, su casco era muy sencillo para no ofrecer ningún punto débil donde la red o el tridente del retiario pudieran engancharse. Flamma debía interpretar el papel de secutor o «perseguidor. «Dependía de él capturar al ágil retiario o «pescador». Los bordes de la red del retiario estaban ribeteados de pequeños lastres de plomo, para que al lanzarla se abriera formando un círculo. En la actualidad los pescadores de muchos lugares del mundo utilizan redes similares. Si tenía éxito y capturaba al secutor con su red, el retiario podía desequilibrarle, ya que portaba armas muy pesadas, y ensartarle con su tridente. El retiario siempre tenía ventaja en estas luchas. Incluso frente a gladiadores bien entrenados, las apuestas estaban normalmente cinco a tres a favor del pescador. En este caso, Flamma no sabía nada del asunto, mientras que el retiario era un verdadero experto. Las apuestas estaban cincuenta a uno a favor del retiario y no había tomadores.
Cuando Flamma apareció en la arena con su atuendo de galo, fue recibido por la muchedumbre con abucheos y silbidos. Sabían que era un amotinado y que no era más que un cretino que en ningún caso les iba a ofrecer una lucha interesante. Flamma era un tipo bastante simple al que la corte marcial y la sentencia habían hundido la moral. Cuando vio que todo el mundo estaba contra él, dejó caer su espada y se sentó a esperar a que el retiario acabase con él. La multitud, sintiéndose estafada, estalló en gritos de: «¡Gallina!», «¿De qué tienes miedo?», «¿Por qué mueres tan enfurruñado?», «¡Qué le azoten!», «¡Qué le quemen!». Un gladiador que se negaba a luchar era azotado y le pinchaban con hierros candentes hasta que cambiase de opinión. Pero todo el regimiento de Flamma había acudido a la lucha y se levantaron de sus gradas y comenzaron a animarle, gritando. Cuando Flamma escuchó voces familiares, recogió su espada y gritó: «¡Está bien chicos, lo haré lo mejor que pueda en honor al regimiento!». El retiario había estado alardeando en la arena, recibiendo aplausos y concertando citas con las mujeres más guapas para después de la lucha. En ese momento, colocó su red y se encaminó hacia el soldado.
Según se iba acercando a Flamma, el retiario iba entonando el canto tradicional de su profesión: «No voy en pos de ti, voy en pos de un pez. ¿Por qué huyes de mí, oh Galo?», mientras hacía tentativas de lanzamiento con su red. Después fingía que resbalaba y caía, con la esperanza de que Flamma perdiera el equilibrio. Como esto no daba resultado, empezó a bailar alrededor del hombre pesadamente armado, llamándole cobarde y desafiándole a que se acercara, pero Flamma tuvo el sentido común de salir del alcance del ágil retiario que le perseguía alrededor de la arena. Se colocó en su terreno e hizo que el contrincante se acercase. El retiario le rodeó, sosteniendo la red por un borde y arrojándola a los pies de Flamma, con la intención de enrollar la larga red alrededor de las piernas del secutor y tirarle. Entonces de repente cambió su técnica y le lanzó la red a la cara. Flamma la desvió con el escudo pero uno de los lastres de plomo le golpeó el ojo izquierdo, cegándole parcialmente. El retiario vio su oportunidad, y precipitándose hacia él, le arrebató la espada de la mano con su tridente. Ambos corrieron hacia la espada, pero el rápido retiario llegó primero y tiró la espada hacia las gradas. Entonces se volvió para acabar con aquel hombre desarmado.
Parecía que Flamma estaba acabado, pero el retiario cometió el error de mostrar primero algunas filigranas con los lanzamientos de red. Flamma se las arregló para dar una patada al tridente y mandarlo a la otra punta de la arena. El aterrado retiario se volvió para correr tras él, pero antes de que pudiera empezar, Flamma le agarró de la túnica. Cuando el retiario cayó de rodillas, Flamma le dio un golpe de conejo con el borde del escudo y lo mató.
La victoria, aunque inesperada, no pareció ayudar a Flamma. El emperador se limitó a pedir que saliese otro retiario y terminase con él. Pero entonces el condenado tuvo una oportunidad. El apodo de Flamma en los barracones era «barbo» porque los barbos tienen bigotes como el pez gato y Flamma tenía una barba muy hirsuta. Los soldados en las gradas habían estado gritando: «¡Ve a por él, barbo!» y la multitud había dejado de increpar a Flamma al ver que realmente deseaba luchar. Ahora un «barbo» había matado a un «pescador» y la multitud encontró la paradoja tan jocosa que pidieron clemencia para él. Muy pocos emperadores osaban ignorar la voluntad del pueblo en el circo. A menudo famosos bandidos y criminales se habían salvado de esta forma, para indignación de los jueces. Así que Flamma fue enviado a la escuela de gladiadores para aprender su nuevo oficio.
En esos tiempos (aproximadamente en el 10 d. C. bajo el imperio de César Augusto) había en Italia cuatro grandes escuelas de gladiadores. Eran conocidas como la Gran Escuela, la Gala, la Dacia y la escuela para bestiarios (luchadores con animales). Más tarde, aparecieron docenas de escuelas mantenidas por aficionados adinerados, tal y como hoy en día los millonarios mantienen cuadras para las carreras. Flamma fue enviado a la Gran Escuela en Roma. No queda ningún vestigio de esta escuela, sin embargo la escuela de gladiadores de Pompeya se conserva en buen estado, por lo que podemos describirla, aunque la de Roma debió haber sido mucho más grande.
La escuela era un recinto rectangular de aproximadamente 50 metros de largo por 40 de ancho, con un pista al aire libre en el centro donde los hombres entrenaban. Alrededor de la pista había un soportal con pequeñas habitaciones abiertas hacia él, similar a un claustro. Las habitaciones eran sólo de tres por cuatro metros, pero a cada hombre le correspondía su celda, en la que podía permanecer solo. Había una cocina, un hospital, una armería, dependencias para los entrenadores y los guardias, e incluso un cementerio. Había también una prisión con barrotes de hierro, grilletes, hierros para marcar y pinchos. Existía una sala que comunicaba con la prisión que se utilizaba para los confinamientos aislados con un techo tan bajo que el confinado debía permanecer sentado y tan corta que no podía estirar las piernas. Los restos de cuatro gladiadores fueron hallados en la prisión pompeyana, los hombres no pudieron escapar cuando la ciudad se cubrió con la lava del monte Vesubio.
La escuela pertenecía a un gran promotor, pero por aquel entonces la dirigía un exgladiador ya entrado en años que se conocía todos los trucos. Estos entrenadores eran conocidos como lanistas. Se tomaban todas las precauciones posibles para mantener a los gladiadores bien custodiados. Los romanos nunca olvidaron la lección que aprendieron en el 72 a. C. cuando un gladiador llamado Espartaco, junto a setenta compañeros, escapó de la escuela y se refugiaron en el cráter del monte Vesubio. Como todos aquellos hombres eran luchadores profesionales, el intentar sacarles del cráter se convirtió en un gran problema. Además se les habían unido esclavos fugados, bandas de ladrones y campesinos descontentos. Bajo la dirección de Espartaco, esta banda de proscritos derrotó a dos generales romanos y se apoderaron de todo el sur de Italia. Casi iban a conquistar la propia Roma cuando fueron exterminados por las legiones enviadas con urgencia desde las fronteras.
Flamma tuvo que hacer primero un juramento: «En caso de desobediencia, sufriré en mis propias carnes los pinchos de las varas, la quemazón del fuego o la muerte bajo el acero». Después se le entregó su celda cuyo anterior ocupante había muerto en los últimos juegos.
Había un banco de piedra que servía de cama, con un colchón relleno de paja, y una hornacina en la pared donde Flamma podía colocar la estatua del dios al que adorase. No había ningún otro mueble. En las paredes había nombres de mujeres garabateados con sus direcciones debajo, dibujos de mujeres desnudas, «Sabinus hic» (Sabinus estuvo aquí), plegarias a diferentes dioses,...

Índice

  1. Portada
  2. Índice de contenidos
  3. Portadillas
  4. Legal
  5. Prólogo
  6. Introducción
  7. Nota del autor
  8. I
  9. II
  10. III
  11. IV
  12. V
  13. VI
  14. VII
  15. VIII
  16. IX
  17. X
  18. XI
  19. XII
  20. XIII
  21. XIV
  22. Glosario
  23. Bibliografía