A mi querida hermana Odille
y a mi entrañable hermano Miguel Chavira Enríquez,
ambos fallecidos en el infausto
mes de junio del 2021,
año de la pandemia.
Preámbulo
En su país de hierro vive el gran viejo,
bello como un patriarca, sereno y santo,
Tiene en la arruga olímpica de su entrecejo
Algo que impera y vence con noble encanto.
Su alma del infinito parece espejo;
Son sus cansados hombros dignos del manto;
Y con arpa labrada de un roble añejo,
como un profeta nuevo canta su canto.
Sacerdote que alienta soplo divino,
Anuncia en el futuro tiempo mejor.
Dice al águila: “¡Vuela!” “¡Boga!”, al marino
y “¡Trabaja!”, al robusto trabajador.
¡Así va ese poeta por su camino
con su soberbio rostro de emperador!
Rubén Darío, Azul
Valparaíso, 1888 y Guatemala, 1890.
Pocos países como México han sido tan desafortunados a causa de vecinos depredadores y agresivos. Estados Unidos llevó a cabo su segunda conquista y ocupación trescientos años después de la española, a través de la independencia y anexión de Tejas, la guerra entre 1846 y 1848 y la adquisición forzada del Territorio de La Mesilla en 1853. Los violentos encuentros con los estadounidenses configuraron un incurable trauma para los mexicanos, un terrible despertar de la embobada admiración hacia quienes juzgaron modélicos en cuanto a sus instituciones e imaginarios modos de vivir. Desde los primeros tiempos de su nación muchos mexicanos pensaron que la clave de su avance estaba en imitar su organización política, sus leyes y sus instituciones. Sobre esta creencia se elaboró la Constitución de 1824, la base de las demás constituciones de su tipo hasta la de 1917. El que fuera plácido sueño se convirtió en amarga pesadilla. La invasión y ocupación del norte mexicano fue trágica por el tiempo, el ritmo, la velocidad, el inmenso botín arrebatado al país de mayor tamaño del mundo americano de habla española, y, en suma, por ser el fin de una ilusión. Walt Whitman, el poeta de la pujanza estadounidense fue también el de la expansión a costas de México y, consecuentemente, un partidario incondicional de las guerras contra este país, desde la independencia de Tejas hasta la secesión territorial de 1848.
Son variados los motivos que me impulsaron a escribir esta historia acerca de uno de los poetas eminentes de la lengua inglesa y del mundo, el estadounidense Walt Whitman. El primero es doble y aparentemente contradictorio: mi indignado asombro ante sus expresiones negativas hacia México y los mexicanos, los afroamericanos y los habitantes originarios del suelo americano, así como en la exaltación de los anglosajones como los únicos portaestandartes de la democracia, la libertad y el progreso. Determinada su ideología imperialista por un ambiente cultural que nutrió su producción literaria, Whitman ensalzó la rebeldía anglo-texana y al ejército estadounidense que se apoderó de México e hizo posible la mutilación de más de la mitad de su territorio, agregándose al propio haciéndole crecer más de un tercio. Fue uno de los propagandistas de la expansión de Estados Unidos, de su Destino Manifiesto, de la pureza biológica de los blancos, de la supuesta “renovación” de la democracia en los territorios arrebatados de Nuevo México y Alta California, y de la independencia y anexión de Tejas. Fue un voluntario eslabón de circunstancias e ideologías excluyentes que le antecedieron y le siguieron más allá de su muerte. Sus ideas al respecto fueron opuestas a las de John Quincy Adams, David Thoreau y Albert Gallatin, cuyas tesis contradijo públicamente. La monumentalidad de la figura de Whitman, construida por legiones de admiradores de ayer y hoy, quizás concitará en algunos el enojo o el desconcierto ante su responsabilidad histórica al apoyar las villanías de sus paisanos, y al enaltecer sin medida al hombre blanco y despreciar a las “razas de color”.
Los dislates de un expolio
Para entender de mejor manera los escritos antimexicanos y racistas de Whitman, hemos considerado indispensable atender los acontecimientos que vivió y conoció, por lo que incluimos datos e interpretaciones que consideramos adecuadas para ese propósito. También de hechos lejanos a él, pero que se incorporaron de manera indirecta, a su narrativa. Abordaremos su faceta poética, literaria o periodística siempre que sea menester. Pero no puedo evitar los sentimientos indignados –viscerales o razonados, que para el caso es lo mismo– que despierta la historia de despojos y malos tratos de los blancos estadounidenses hacia los mexicanos, los nativos americanos y los afroamericanos. Un país que se ostenta como adalid de la libertad, la democracia, la igualdad, la paz, se ha ahogado moralmente en sus atracos a países y poblaciones débiles a las que ha dañado y robado. Sus sucesivos gobiernos imperialistas han reunido una colección de falsedades y omisiones al por mayor en la historia de Estados Unidos, la que se enseña y aprende en las escuelas desde los niveles elementales y la que se transmite en la mentalidad de los ciudadanos a través de todos los medios. Por ejemplo, un libro de divulgación oficial que circuló profusamente hacia los setenta del siglo pasado, titulado Reseña de la historia de los Estados Unidos y patrocinado por la Agencia de Comunicación Internacional de los Estados Unidos, llegó al extremo de no decir una palabra de la guerra contra México y del modo como ese país se hizo de sus territorios. Esta obra contó con la participación de prestigiados historiadores como Richard Hofstadter (Universidad de Columbia). Para ellos, la guerra contra México nunca existió. Hay quienes han querido explicar esta “omisión” al hecho “más obvio” de que la guerra contra México precedió a la Guerra de Secesión “solamente” trece años, y que “tal proximidad al acontecimiento más espantoso” de la historia de Estados Unidos “explica fácilmente por qué los libros históricos con frecuencia la consideran la menor de las guerras y saltan rápidamente a los acontecimientos ocurridos en la década de los sesenta” (Jeff Shaara). Resulta inexplicable por qué se califica de menor esta guerra cuando resultó en la transferencia de tierra más fabulosa, expedita y barata jamás vista de un país a otro, en el que el costo en vidas “fue mínimo”, en un tiempo relativamente corto, de solamente dos años, y las batallas realmente significativas fueron una docena. Fue la primera guerra sostenida por Estados Unidos fuera de sus fronteras, en la que se probaron las armas y medios bélicos más modernos, y que tuvo una cuidadosa preparación. También fue la primera experiencia significativa de muchos oficiales jóvenes que participarían en otras aventuras como la Guerra de Secesión en campos opuestos y más allá. El “olvido” y la “omisión” de este penoso capítulo, afectó hasta la memoria del presidente James K. Polk, el artífice de la agresión, quien fue enterrado primero en el cementerio de Nashville y después en el patio de su casa bajo un monumento mediocre. Su viuda Sarah sobrevivió a su marido hasta la edad de 87 años y fue enterrada a su lado, pero el estado ruinoso de la casa hizo que se demoliera y ambos cuerpos fueron reubicados en los terrenos del Capitolio estatal de Tennessee. Sus tumbas no están en un cementerio o monumento nacional, sino casi fuera de la vista pública en esos jardines en el centro de Nashville. Nadie los recuerda excepto sus descendientes, y ninguna celebración o acto público los acompaña en el aniversario de su fallecimiento. Es muy revelador que olvidar y omitir ha sido la consigna oficial respecto a aquellos trágicos hechos y sus actores principales. Como señalan Jesús Velasco y Thomas Benjamin, la guerra olvidada en la historiografía nacional también ha desaparecido de la conciencia popular de los estadounidenses, quienes podrán vagamente tener presente “El Álamo”, pero desconocen de qué se habla cuando se mencionan “The Halls of Montezuma”, del himno de los marines. En las efemérides nacionales de Estados Unidos no se menciona a James K. Polk, ni a la agresión contra México, ni a la ocupación de los dorados territorios del norte mexicano. ¿Cómo puede explicarse tamaña “ingratitud” de sus American fellows hacia Polk, quien en virtud de la adquisición violenta de los territorios entre la Louisiana y el Océano Pacífico convirtió a su país en una potencia mundial, a sus ciudadanos en los hombres más devoradores de la tierra y a sus inmigrantes en la prueba de que el American Dream era un sueño realizable? ¿Cómo las “hazañas” militares de Estados Unidos en México no son recordadas ni dignas de recuerdo ni de figurar en los libros de sus hazañas bélicas? La explicación es que entrar a los temas de las ganancias conquistadas a expensas de la desgracia del vecino causa incomodidad en una sociedad que se considera el modelo de todas las virtudes. Pero, al final, dado el bajo nivel de cultura histórica de la mayoría de sus ciudadanos, poco les habrá de importar cómo fue ese siniestro capítulo, mientras disfrutan el sol y la prosperidad en California, Texas o Nuevo México. La toma de conciencia parece estar vedada por algún designio celeste, no vaya a ser que se esfume la quimera en que se basa la existencia de su sociedad. Las historias recetadas a los estadounidenses desde su infancia, pretenden ignorar o encubrir significados ocultos que se desnudan cuando se confrontan con los hechos probados. Su lenguaje les traiciona. Expresiones y palabras en el uso corriente en ese país, aparentemente inocentes son ejemplos: Mexican War, que señala a México como el responsable de la guerra de 1846-1848; California was ce...