Memorias de un cortesano de 1815
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Memorias de un cortesano de 1815

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Memorias de un cortesano de 1815

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Los Episodios Nacionales es una serie de novelas de Benito Pérez Galdós. Novelizan la historia de España desde 1805 hasta 1880, incluyendo todos los acontecimientos relevantes del S.XIX en España y separándolos por capítulos, desde la Guerra de la Independencia a la Restauración Borbónica, mezclando personajes reales con ficticios en una monumental obra de la literatura española. Memorias de un cortesano de 1815 es el segundo volumen de la segunda serie.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726485202
Categoría
Literatura

- XVIII -

A las dos del siguiente día estaba yo en Palacio. Enviome D. Antonio Ugarte, recién llegado a Madrid, para que diestramente y con amañados pretextos observase lo que allí pasaba. Después de hablar con varios gentiles hombres y mayordomos, llevome uno de estos al salón — 157→ que precede a las regias estancias, y en el cual suele verse en días de audiencia gran marejada de pretendientes que entran o salen. Presentóseme allí el duque de Alagón, que llevándome a parte, me señaló un anciano que en el mismo instante salía de la Cámara Real.
-¿Conoce Vd. a ese? -me dijo.
-Es D. Alonso de Grijalva -contesté sin disimular mi disgusto-. ¡Maldito vejete! No puede dudarse que ha venido a implorar el perdón de su hijo.
-Y lo ha conseguido; yo puedo asegurarlo, porque estaba presente durante la audiencia. ¿Creerá Vd. que el buen señor se ha echado a llorar delante del Rey?
-¡Qué falta de cortesía!
-Su Majestad le ha recibido bien. Grijalva goza de muy buena opinión: es realista vehemente.
-Vamos, que se ha salido con la suya.
-De una manera absoluta. Por esta vez, amigo Pipaón... Además vino presentado por dos personas de la primera nobleza y por el Patriarca, y precedido por una carta del Nuncio.
-¿De modo que se nos escapó Gasparito? -dije yo, tomándolo a broma.
-Sin remedio ninguno. Su Majestad se ha —158→ mostrado tan decidido, tan categórico... Al despedirse, le dijo: «Puedes marcharte tranquilo a tu casa, que mañana sin falta estará tu hijo en libertad y se sobreseerá esa causa. Te lo prometo, te lo prometo, te lo prometo». Lo repitió tres veces.
-¡Cómo ha de ser!... A lo hecho pecho... -dije, discurriendo en aquel mismo instante qué nuevos medios emplearía para llevar adelante mi plan.
Pero sacome de mis meditaciones el duque mismo llevándome de sala en sala, hasta una en que acostumbraban a reunirse los cortesanos para arreglar sus cuentas de favoritismo unos con otros, sopesar su respectiva influencia y regodearse en común de ver la buena marcha de los asuntos del gobierno.
Cuando entramos el duque y yo, había en el salón cuatro personas; paseábanse juntos de un ángulo a otro en la diagonal de la estancia, Pedro Collado y D. Francisco Eguía, teniente general, ministro de la Guerra, anciano casi decrépito, aunque no privado aún de cierta agilidad, y con una singular comezón de hablar y moverse, que era el rasgo distintivo de su espíritu, así como la coleta y corcovilla lo eran de su cuerpo. Formando grupo aparte, hablaban por lo bajo sentados en un diván, D. Pedro —159→ Ceballos, ministro de Estado, y D. Baltasar Hidalgo de Cisneros, ministro de Marina.
Detuviéronse Eguía y Collado al vernos, y el primero, que no por ser de carácter inflexible y duro en los negocios públicos dejaba de mostrar mucha llaneza en la conversación familiar, me dijo:
-¡Cuánto bueno por aquí! Me han dicho que va Vd. a la Caja de Amortización... Sea enhorabuena.
-Gracias, muchas gracias -repuse con modestia- Bien saben todos que no lo he solicitado.
-Bien hayan los hombres de mérito -dijo Collado-. Ellos no necesitan de recomendaciones para subir como la espuma.
-Nos hemos propuesto darle su merecido a este tunante de Pipaón -declaró el duque con cortesanía-, y poco a poco lo vamos consiguiendo. Este va para ministro, Sr. D. Francisco.
-Lo creo, lo creo -repuso el anciano alzando la abatida cabeza y guiñando el ojo para mirarme-. Pero no le arriendo la ganancia... ¡Santo Dios, qué laberinto, qué torre de Babel es un ministerio!
-Lo creo, Sr. D. Francisco -dije con oficiosidad-. Pero sin su poquito de abnegación, no se concibe al buen súbdito de Su Majestad.
—160→
-¡Oh!, es claro; nos debemos a Su Majestad... Pero a mis años, la enorme carga de un ministerio es insoportable... Precisamente en estos días la balumba de asuntos puestos al despacho me ha rendido más que una batalla.
-Pues es preciso cuidarse, Sr. D. Francisco.
-¿Querrá Vd. creer, Sr. Collado -dijo el guerrero gesticulando con desenvoltura-, que ya están despachados todos los nombramientos que Vd. me recomendó en aquella minuta?...
-¿Las doce comandancias de provincias, seis plazas fuertes y no sé cuántas tenencias de resguardos?... Pues la mitad de esas limosnas son para el señor duque que nos está oyendo.
-Vamos -continuó D. Francisco con socarronería- que por falta de pedir no se les pondrá mohosa la lengua. Yo, que soy ministro, no he podido satisfacer el deseo que ha tiempo tengo de regalar un arciprestazgo al sobrino de mi cuñada. ¿Y por qué? Porque no me ocupo de pedir, ni gusto de importunar por un miserable destino.
-Se tendrá en cuenta -afirmó gravemente Collado.
-Hace pocos días -continuó el general- hablé de esto a Moyano, y me dijo que Su Majestad se había reservado la provisión de todas las plazas.
—161→
-No es cierto, ¡qué enredo! -expresó el ayuda de Cámara-. ¡Reservarse Su Majestad todas las plazas!
-Quien se las ha reservado -afirmó el duque, con enojo- es el mismo ministro, el insaciable D. Tomás Moyano, que tiene media nación por parentela.
-¡Es gracioso! -dijo Eguía riendo-. Cuentan que ha despoblado a Castilla; que ya no hay en Valladolid quien tome el arado, porque los labradores todos han pasado a la secretaría de Gracia y Justicia.
¡Cuánto nos reímos a costa del ministro ausente! Yo, que no quería perder la coyuntura de demostrar a D. Francisco Eguía la admiración que me causaba su desmedida aptitud para los asuntos militares, dije con gravedad:
-No me nombren a mí esos ministros que no se ocupan más que de la provisión de destinos, de colocar parientes y despoblar aldeas para rellenar secretarías. Tales hombres no hacen la felicidad del reino... Señores, no todos los ministros cumplen con su deber. Casi puede decirse que la mayor parte van por mal camino; casi, casi, se puede afirmar que uno solo... y no lo digo porque esté delante don Francisco Eguía... Cuantos me conocen estarán hartos de oírme asegurar que de todos los —162→ secretarios del despacho, el que con más celo se consagra a asuntos beneficiosos y de interés general, es el que nos está oyendo.
-Gracias, gracias -exclamó el guerrero, poniendo su guerrera mano en mi hombro-. He hecho lo que me ordenaban mis antecedentes militares.
-La verdad es que sólo el trabajo de las nuevas ordenanzas basta a asegurar la reputación de un ministro.
-¡Y cuánto me han dado que hacer las tales ordenanzas! -dijo D. Francisco, con voz hueca y ponderativos ademanes-. Como que abrazaban multitud de puntos delicados y que no era posible resolver a dos tirones. Ha sido preciso dictar disposiciones nuevas, que no figuraban en nuestros antiguos códigos militares. ¿Creen Vds. que es un grano de anís? Fácil era prohibir a los soldados que cantasen las estrofas que les guiaron al combate durante la guerra; pero ¿y la orden de rezar el rosario en cuerpo todos los días?... ¿y la serie de minuciosas instrucciones sobre el modo de tomar agua bendita al entrar formados en la iglesia? Luchábamos con el vacío que la legislación militar ofrece hasta hoy en este punto, y hemos tenido que hacerlo todo nuevo.
-¡Es admirable! -exclamé-. Pero sírvale —163→ a Vd. de consuelo por su trabajo, la gratitud del ejército.
-¿Qué deseo yo sino su bien? -prosiguió el venerable militar-. Sabe Dios que me contrista en extremo el que se deban tantas pagas; pero eso no está en mi mano remediarlo.
-Ni en la de nadie -afirmó el duque.
-Pero váyase lo uno por lo otro -dije yo-. Si no cobran, en cambio el Sr. D. Francisco ha decretado la construcción de un hospital de inválidos.
-Es verdad, también tengo esa gloria. Yo he dado ese decreto, y si el hospital no se construye, no es culpa mía.
-Ni mía -repitió maquinalmente Collado.
-A falta de pagas -añadió Eguía con juvenil complacencia-, preparo una disposición, en virtud de la cual, cada año de campaña se cuenta como dos de servicio, lo cual tiene la ventaja de que muchos militares noveles y que ahora empiezan su carrera, pueden retirarse a sus casas con una pingüe cesantía... Vamos, no se quejarán.
-Sobre eso écheles Vd. las cruces recientemente creadas.
-Justamente -dijo D. Francisco-. Miren Vds.: no paré hasta no conseguir el establecimiento de la Cruz de Lealtad de Valencey, con —164→ la cual se ha premiado a los que acompañaron a Su Majestad, mientras aquí ardía la más feroz de las guerras... En fin, en mi ministerio se ha trabajado. Sólo siento que mis años y achaques no me permitan desplegar mayor actividad, y me alegraré de tener un sucesor que no levante mano hasta poner a nuestro ejército en el pie de magnificencia que le corresponde.
A este punto llegaba, cuando se acercaron a nosotros el ministro de Marina y D. Pedro Ceballos.
-¿Quién va al cuarto del infante D. Antonio? -preguntó D. Baltasar Hidalgo de Cisneros, disponiéndose a salir.
-Corra Vd., corra Vd... -repuso el duque con sandunga-. Su Alteza está muy impaciente por saber el estado de la mar.
-Barcos no tenemos -indicó maliciosamente Ceballos- pero almirante...
-El Almirantazgo ha quedado constituido al fin -dijo Cisneros-, gracias a mis esfuerzos. Por algo se empieza. Hay que tener paciencia.
-Es claro; los barcos se harán después -apunté yo.
-Gracias a Dios -indicó Cisneros-, ya tenemos Almirantazgo. Precisamente acaba este de tomar una determinación importante.
-¿Cuál?
—165→
-Ceder al infante los derechos que la corporación percibe. Es una bonita renta.
-Lo que dice Pipaón -manifestó Ceballos-. Tiempo hay de hacer los barcos. La cosa no urge.
Cisneros no habló más y se retiró. Era un viejo caduco y tristón que no infundía ya sentimientos de afecto ni de antipatía. Había estado en el combate de Trafalgar, mandando en la Trinidad, como Mayor General de Uriarte. En 1810, hallándose de virrey 8 en Buenos-Aires fue débil, tan débil que permitió a los rebeldes formar una junta de gobierno, con tal que le diesen un puesto en ella. Pero los insurgentes americanos, después que se apoderaron del gobierno y de las fuerzas navales, despidieron ignominiosamente a Cisneros. Vuelto a España, no encontró un patíbulo, sino la capitanía general del departamento de Cádiz, que era un buen momio, y después el ministerio de Marina. Cisneros tenía pocos amigos. Apenas le traté, porque su lúgubre tristeza me aburría en extremo.
-Si Cisneros y yo seguimos en Marina y Guerra -afirmó Eguía con petulancia-, hemos de poner a marineros y soldados, como antes dije, en el pie de magnificencia que les corresponde. —166→
-Mientras no se encargue de calzar ese pie de magnificencia el señor duque que está presente... -dijo Ceballos mirando con maliciosa intención a Paquito Córdoba-. Mientras todo el ejército de mar y tierra no vista y coma al compás de los rollizos galanes de la guardia... El señor duque puede comunicar al señor ministro de la Guerra su receta para engordar soldados.
Con estas frases malignas, zahería el astuto ministro de Estado al señor duque de Alagón. Hacía tiempo que no se miraban con buenos ojos.
-La guardia de la Real persona -dijo Paquito Córdoba- come lo que Su Majestad se digna darle. En ella no hay un solo individuo que haya metido su mano en la olla del Rey José, ni en el puchero de las Cortes de Cádiz.
Esta saeta era muy punzante para Ceballos, que desde 1808 se había sentado a todas las mesas. No contestó el ladino cortesano a la insinuación del duque y varió de conversación. Era Ceballos hombre instruidísimo en diplomacia máxima y mínima; muy conocedor de las grandes vías, así como de los callejones de la política. Reservándome para más adelante el trazar su historia, diré aquí tan sólo, que era el más instruido de los que allí estábamos presentes, — 167→ sumamente listo, de semblante simpático y modales muy finos, como de quien había cursado en diferentes cortes europeas, distinguiéndose además por su aparente dignidad y cordura al tratar las cuestiones de Estado. Detestaba cordialmente la camarilla, a la cual llamaba vil chusma, aunque nunca se atrevió a combatirla abiertamente, ni tampoco renunció a su apoyo cuando lo necesitaba. Más que odio inspirábale envidia la camarilla, porque podía más que él. En cuanto a mi persona, en aquella sazón Ceballos me consideraba mucho, por el afán de congraciarse con Ugarte, a quien envidiaba y temía. Así es que no bien disparole el duque la alusioncilla picante de su afrancesamiento, entabló coloquio conmigo, mientras los demás, se ocupaban de otro negocio.
-¿Con que va Vd. a la Caja de Amortización? -me dijo.
-Por mi parte nada sé -repuse con modestia-. Algunos me lo han dicho; pero puedo asegurar que no lo solicité, ni hasta ahora me lo han propuesto.
-Dígolo, Sr. Pipaón -añadió disimulando con una sonrisita forzada y modales respetuosos el desprecio que aquel fatuo sentía hacia mí-, dígolo, porque me parece una de las mercedes más justas que se han dado en estos tiempos... —168→ Vamos a ver, ¿por qué no se viene Vd. con nosotros?
-¿Al ministerio de Estado?
-Justo. Hombre, se lo he de decir a Ugar...

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