Guad
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Guad

  1. 160 páginas
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Índice
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Información del libro

Una novela coral en torno a una galería de agua que se está abriendo en la isla de Tenerife, en el valle imaginario de Tenesora. Las voces de los personajes presentan la vida social de la isla en los años de la posguerra y el problema de la búsqueda del agua en Canarias: el esfuerzo de la lucha contra la piedra para sangrarla y de la lucha contra los explotadores que pone en evidencia la dignidad de una clase trabajadora pobre y esclavizada.La vida y la muerte, el amor, el trabajo, la represión, la injusticia, el caciquismo, el dolor, la amistad, la religión, las supersticiones, el mar, el orgullo duro de la montaña..., y el agua, ese líquido precioso que late atrincherado en el corazón de esta novela, se entretejen en una historia terrible y magnífica.

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Información

Editorial
Baile del Sol
Año
2021
ISBN
9788418699313

Guad

I

Hasta aquel apartado rincón de la bodega donde los camareros del barco le habían colocado una colchoneta llegó la sacudida epiléptica de las máquinas. Estaban en la bahía de Santa Cruz de Tenerife y la sirena del correo llamaba al práctico. Terminaba el penoso y largo viaje de Bilbao a Canarias en ese barco viejo y maloliente que había invertido diez días en la travesía. Diez días de continuo movimiento de náuseas y mareos, luchando con una marejada que no les dejó a ninguna hora. Hubo momentos en que deseó haber muerto en la prisión o en la guerra, como un hombre, antes que sufrir tal agonía en aquel maldito agujero de la bodega, sintiendo que iba a echar por la boca las entrañas. Renegó de la hora en que se le ocurrió marchar a las Canarias, donde nada se le había perdido y donde nada esperaba encontrar como no fuera paz y olvido sobre la llaga de su derrota.
Cuando salió del penal, su primer propósito fue el de huir, huir del escenario de sus luchas obreras, de sus ilusiones y de su solitario amor, de los campos devastados por la guerra, de todo lo que le recordara el calvario padecido. Y Canarias estaba lejos de todo aquello y, además, era España. Porque no quería pensar en el extranjero. Pudo haberse marchado cuando el gran éxodo –una buena parte de sus compañeros lo hizo–, pero él no tenía nada de qué arrepentirse y prefirió pechar con la derrota. Cinco años de cárcel le tocaron. Otros salieron peor. De todas maneras, nada le aguardaba fuera de aquellos muros. Magdalena, la compañera fiel de tantos años, había muerto en la columna de Durruti. Fue mejor así. Moriría de pena al ver en qué paró tanto sacrificio. Ella, que soñaba con un mundo sin guerras, sin cárceles, sin policías, sin pobres ni ricos. Magdalena, la del cabello largo y sedoso que a él tanto le gustaba acariciar, la de ojos grandes y dulces que se incendiaban cuando cantaba en las manifestaciones: «A las barricadas, a las barricadas, por el triunfo de la revolución». Hija y nieta de anarquistas, ella le había iniciado en el credo. Pero ahora que todo había pasado, que su pelo había sido arrancado por la metralla y sus ojos se pudrieron entre el barro zaragozano, gustaba verla simplemente como una niña grande que pedía mimos y besos...
–Levanta, Juan, que ya estamos en puerto.
Un camarero le había hablado desde la tronera abierta en el techo. Buenos muchachos, buenos compañeros. Cuando los «civiles» le dejaron, uno de ellos le preguntó al cabo.
–¿Y ese?
–Cenetista. De joven dio mucha guerra. Parece que no tuvo delitos de sangre y por eso salió bien librado.
Tan pronto se marchó la pareja, los camareros atendieron al viajero mejor que a un recomendado del mayordomo. Le buscaron aquella colchoneta y un rincón apartado del bullicio de la cubierta siempre llena de soldados; le llevaron naranjas y limones para combatir las bascas así como palangana y toalla para el aseo. Así el viaje resultó menos penoso.
Subió la escalerilla con la pesada maleta de madera que había construido en la cárcel. Pensaba si su compañero de litera, puesto en libertad unos meses antes, acudiría a recibirle, según habían acordado. Si no lo hacía, la cosa se pondría mal, pues apenas llevaba dinero para dos malas comidas. Al salir a cubierta le sorprendieron el aire tibio y la noche estrellada. Dejó la maleta en el suelo y aspiró golosamente aquella brisa que venía a ser regalo de dioses para quien había soportado el aire viciado del penal durante cinco años, el olor a cuero nuevo de las botas de la Guardia Civil en el tren, y la humedad del barco.
–Hermosa la ciudad, ¿verdad? El puerto era antes otra cosa. Encontrabas siempre grandes trasatlánticos europeos, llenos de luces y de turistas, pero la guerra terminó con todo eso. ¿Ves ese carguero que está atracado en la punta del muelle grande? Pues desde ahí suministran a los submarinos alemanes, ¡cochinos nazis!
Otra vez la guerra, ahora en grande y como continuación de la que padeció España. En la cárcel, muchos se alegraron cuando estalló: pensaban que le daría vuelta a la situación, de forma que los derrotados pasaran a ser vencedores. Juan no pensaba así. Una guerra es cochina siempre. Los soldados combaten por una cosa y los que mandan persiguen otra distinta. No es que fuera un pacifista. Por el contrario, supo estar siempre en la trinchera luchando por la clase. Pero una cosa es aguantar en la mina y contestar al tiroteo de las fuerzas enviadas para desalojar a los huelguistas –gajes de hombres, a fin de cuentas– y otra son los bombardeos, en los que perecen abrasados mujeres y niños; es distinta la lucha a cuerpo limpio, a las represalias cuando se ocupan las poblaciones, al cuadro de la chiquillería mendigando un pedazo de pan, al de las mujeres vendiéndose por una mala comida. ¡Puta y cochina guerra!
Ya el barco, conducido por el práctico, enfilaba la bocana del puerto y el pasaje se asomaba a las barandillas. En la cubierta de popa, voces militares formaban a los soldados. Santa Cruz de Tenerife esplendía sobre el empinado anfiteatro y las luces de las casas ribereñas se reflejaban en las aguas quietas de la ensenada. Del cielo parecía caer una paz absoluta, sin fronteras, negadora de la barbarie en que los hombres estaban incurriendo no muy lejos de la isla. Las chimeneas de la factoría de petróleos enrojecían una parte de la noche con sus grandes llamaradas, y la suave brisa traía a veces olores de gasoil y otras el perfume de los numerosos jardines de la ciudad, que llegaban a los mismos linderos de las olas.
–Sí, hermosa ciudad. Dicen que se parece a Málaga. Claro que por la pobre Málaga pasó la guerra...
El camarero sacó un sobre de la oscuridad y hábilmente lo depositó en el bolsillo de Juan.
–Es de los compañeros. Poca cosa, apenas treinta duros. Te harán falta en tierra. Nosotros nos apañamos bien en el barco. Que tengas suerte.
Casi sin darse cuenta el recién llegado se vio en aquella apartada zona de la cubierta alta. Fue mejor así, pues se le atragantaban las despedidas y los agradecimientos. Los muchachos habían cumplido como buenos compañeros.
El piso se mecía bajo sus pies cuando comenzó a caminar por el muelle. El hombre que no está hecho para andar en el mar ni para volar por los aires. Pensó que tampoco para estar enterrado toda la vida en el agujero de una mina, y al llegar a este punto se hizo un lío en la cabeza. Cierta vez oyó en un mitin obrero que la ciencia descubriría algo que sustituiría al carbón y que, entonces, los obreros no tendrían por qué trabajar bajo la tierra. Sin embargo, eso son cosas que se dicen en los mítines por gentes de pico florido, y lo que de verdad queda por hacer es que el hombre no explote al hombre, que el minero gane más y trabaje menos años y que, todavía joven, pueda disfrutar del sol. Lo demás son ganas de darle a la lengua. Aunque puestos a comparar, él prefería mil veces la mina al bamboleo y la vida aburrida del barco. Claro que eso es cuestión de gustos.
Casi al final del muelle le aguardaba Florentín. La luz de una farola le daba bien sobre el cuerpo y se veía al pronto que había engordado.
–Vaya, hombre, creí que te había tragado la mar por el viaje. Llevo dos horas esperándote. Menos mal que me acompaña esta.
Juan vio cómo alzaba por encima de la cabeza una botella de vino. Debía de estar ya medio alumbrado.
–Me entretuvieron a la salida del barco. Cuestión de papeles. Como no te vi por allí creí que no vendrías.
–Habíamos convenido en que venía, ¿no?; pues si lo habíamos convenido, palabra de Florentín es palabra de hombre.
Echaron a andar hacia la ciudad, que les salía al paso con su juego de luces.
–Traes mala cara, Juan, como de difunto; pero con una buena comida, unos buches de vino y una hembra para rematarla, ya verás cómo te salen los colores.
–Un poco de comer no me vendría mal después de tanta hambre y revoltura.
–Pues andando, que papas fritas y pescado hasta hartarnos nos vamos a pegar en La Nasa.
La taberna marinera, un poco a trasmano del centro de la ciudad, a la que se llegaba por callejones donde bullían soldados, marineros, estudiantes y prostitutas, lo aguijoneó con entrañables recuerdos. En mesas de pino como estas, sobre las que el mozo pasa un paño húmedo, ¡cuántas reuniones con camaradas en las ciudades del Cantábrico, cuántas zozobras por los compañeros detenidos, cuántas alegrías cuando se ganaba una huelga!
Y Florentín que se había quitado todo eso de la cabeza como quien tira al cubo de la basura un traje.
–Tantos años juntos allá y nunca te pregunté si tú eras de los nuestros.
–No, Juan, yo fui de la UGT, socialista; me fastidian todas las dictaduras.
–A mí me pasa lo mismo.
–Sin embargo, Hitler está dando fuerte.
–Le darán más fuerte a él en la cabeza y a sus cochinos nazis.
Volvió el mozo con otra botella de vino y una nueva bandeja de pescado. Los ojos de Florentín empezaban a achicarse y, como puntillos enrojecidos, brillaban en la oscuridad de las cuencas.
–Llevo siete días de fogalera desde que dejé la maldita galería de Güímar. Estábamos a dos mil metros y aparecieron los gases. ¡Los muy puñeteros...! Te ponían a descansar y cuando ibas a levantarte no te respondían ni las piernas ni los brazos. Te dejaban deshuesado y paralítico, y si no te sacaban pronto de allí comenzaba el ahogo.
–La mina es más traidora. Esa no te dice nada, te va metiendo polvo en los pulmones hasta que un día te ves con los pies virados para el cementerio.
–Tampoco los gases son mancos. Ya los conocerás. El contratista nuestro vio que no se podía trabajar sin una extractora de aire mayor y pidió más dinero a la Comunidad. El secretario le llamó ladrón, y a nosotros, inútiles y vagos. Para colmo, quiso entrar en la galería a ver si era verdad que habíamos llegado a los dos mil metros. Y aquello fue lo bueno... No más llegó al primer kilómetro, se cagó de miedo con la oscuridad y la falta de aire, y echó a correr para la boca pidiendo auxilio y diciendo que se moría. Los muchachos por poco nos partimos de risa. ¡La porquería le salía por los zapatos! Desde la guerra no había pasado yo un rato mejor. Le estuvo bien empleado por marica. La galería es cosa para hombres.
–La mina, también.
–Y vuelta con la mina. Aquí no hay minas, métete esto en la cabeza. El lunes empezamos a trabajar en otra galería. La empezó un cura desbraguetado y lleva parada muchos años. Ahora se ha metido gente de cuartos en el negocio y la cosa va a ir para adelante.
–¿Cuánto pagan?
–Trescientas pesetas por metro, a repartir entre la piña. A ti y a mí nos tocarán setenta y cinco diarias, como cabuqueros. A los dos de las vagonetas les sale por cincuenta pesetas. Cuando nos metamos más adentro sube el jornal. Pero déjate de galerías y vamos a divertirnos. ¿Te gustan las mujeres?
–Me gustó una.
–Yo hablo de las fulanas.
–Son falsas.
–A mí eso no me importa.
–Yo a veces me olvido de lo que son cuando estoy borracho.
–Pues vamos a buscarlas al bar de la esquina.
Cuando salieron del bar eran cuatro. Del brazo de Juan colgaba una mujer fondona con un largo pelo que le llegaba más abajo de la espalda. Florentín y la suya formaban un solo cuerpo, estrechamente abrazados.
–¿Son muy amigos? –dijo la mujer a Juan.
–Nos conocimos en la cárcel y eso une mucho.
–En la cárcel, ¿tú no serás rojo, verdad?
–No, mujer –dijo él para tranquilizarla–. Nos metieron por cuestión de contrabando.
–¡Ah!, eso es otra cosa. Yo soy muy española. Mira lo que llevo aquí –la mujer se echó adelante el vestido y le mostró, entre los dos opulentos y algo caídos senos, el amuleto del Corazón de Jesús, con el «Detente, bala».
–¿Qué te parece?
–Muy gordos y muy bonitos. Menos mal que yo no soy una bala.
–¡Mira que guasón me sale el niño!
Y la mujer soltó una carcajada, fuerte, como ensayada, que retembló por todo el barrio. Luego le pasó el brazo por el cuello. A Juan se le cayó la maleta que, abierta por el golpe, mostró su solitario contenido: el antiguo casco de minero.
–Y eso, ¿qué es?
–Nada de importancia. Un recuerdo de la guerra.
Ella recogió el casco del suelo y se lo puso, ladeado, sobre la cabeza.
–Chico, si hubiera carnavales te lo pedía prestado. Pero los prohibieron. Ya ves, eso sí que no me gusta; pero ¡qué remedio!, hay que aguantarse.
–Tienes razón, hay que aprender a aguantarse.
Las dos parejas siguieron andando y riendo por el oscuro callejón, mientras el cielo empezaba a clarear por encima de las montañas y las estrellas se apagaban lentamente sobre el todavía sombrío mar.

II

La sotana parda, salpicada de manchas, de grasas antiguas donde pegaba bien la tierra; uno, dos, tres botones saltados, y un par de ellos pendientes de un mal hilajo; el cuello, lamparón, y las bocamangas abriéndose en flecos. La miseria, el castigo justo y bien querido para su pecado. Pecado, amor, más bien mujer gozada que le ceñía el cuerpo como una sotana de fuego por debajo de la de sacerdote. Sabía bien lo que era; relajado. Piedra de escándalo, carne madura para el fuego en la que se había clavado bien profunda la garra del diablo. El peso de los años, regados de enfermedad y remordimiento, le doblaba sobre la tierra. Como si la edad devolviera la comba del campesino que debió ser y no fue por presiones familiares y propia novelería de chiquillo que torcieron su destino y le llevaron al seminario. Entero labrador, ahora, con los ojos gastados por los soles, manos callosas, endurecidas en el diario trato con la azada. Y, bajo sus pies, la tierra vencida y generosa, pura y sin manchas como nacida de la mano del mismo Dios. La tierra que podía ser el camino para la salvación...
El huerto del cura. El cielo siempre azul, desteñido, gastado de tanta luz. Por abajo, el mar, más oscuro y brillante, con un rizo de espuma que crece y mengua al capricho del viento. Corrían las nubes afiladas, puntiagudas, sobre la ruta de los barcos que van a América sin un alto, sin un descanso para oscurecer su vientre y volcar sobre los campos resecos la lluvia tan deseada. De la mar a la cumbre, la vida a medio nacer, jables pedregosos, campos sienas, más bien de tétrica amarillez que suben y suben hasta alcanzar el gran cono volcánico, al Teide señoreador de alturas y nieves. Entre tanta desolación, las chumberas, las pitas, raquíti...

Índice

  1. Prólogo, por Liti García-Ramos Medina
  2. Guad
  3. Notas
  4. Sobre el autor
  5. Créditos