Filosofía para la felicidad
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Filosofía para la felicidad

Del superhombre a Dios

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Filosofía para la felicidad

Del superhombre a Dios

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«Un ensayo filosófico tan riguroso como innovador, tan clásico en sus fuentes como valiente en sus planteamientos, tan didáctico como evocador. La obra nos enseña, pero, sobre todo, nos hace pensar, nos impulsa a cuestionar nuestra propia noción de felicidad y el adecuado camino para conseguirla. Porque ésa es la cuestión principal del ensayo de Manuel Calvo, nada más ni nada menos que mostrarnos un camino a la felicidad —quién sabe si el único posible— a través de conceptos filosóficos que nos permitirán elevarnos desde nuestra condición de hombres a la de superhombres». Manuel PimentelDefinía la ética Fernando Savater, en su conocido Ética para Amador, como «el arte de vivir, el saber vivir, por lo tanto el arte de discernir lo que nos conviene (lo bueno) y lo que no nos conviene (lo malo)». Manuel Calvo logra en Filosofía para la felicidad anticipar un nuevo clásico, una obra de divulgación filosófica que nos hace cuestionarnos nuestra forma de sociabilizarnos. Su lectura nos llevará a perder el miedo, el miedo a Dios, a la muerte, a la propia vida, para alcanzar la libertad, reivindicar el orgullo como dignidad y ser conscientes de nuestra realidad, nuestro papel, como parte fundamental del Universo. La más importante, y difícil, tarea que propone este libro es que tomemos conciencia de nuestro propio poder, de nuestra propia dignidad y que seamos consecuentes con nuestro estatus de humanidad. Y ¿qué podemos hacer? Pues... volver a pensar quiénes somos y de dónde venimos, una vez más (y las veces que sean necesarias).

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Información

Año
2017
ISBN
9788417044060
1. ¿QUÉ FELICIDAD?
«Nosotros sostenemos (…) que la felicidad es un bien perfecto y digno de ser elogiado. (…) todos los hombres hacen todas las cosas por ella (…)»1.
Durante muchos años he comenzado mis cursos de Filosofía preguntándoles a mis alumnos si se sentían plenamente humanos o no. Por supuesto, todos contestaban afirmativamente. Sin embargo, ¿realmente lo eran? Quizá no tanto como ellos pudiesen pensar. El grado de humanidad nada tiene que ver con la corta edad de una persona, o con su aún poca experiencia vital. Su semihumanidad no está relacionada con la raza, el sexo o la nacionalidad de cada uno de ellos. Les ponía un ejercicio mental que ahora le brindo a usted para comprobar el grado real de humanidad que posee. Les proponía que escribiesen una carta mental a los Reyes Magos pidiéndoles todo aquello que consideraran necesario para ser todo lo felices que pudiesen imaginar. Y les daba varios minutos para que hiciesen su propia lista de deseos. Hágalo usted también. Piense o escriba qué cosas considera que necesita para ser plenamente feliz, y luego continúe leyendo.
Puedo equivocarme, pero la gran mayoría de las personas que conozco (alumnos incluidos en su totalidad) escribirían peticiones que en poco o nada diferirían con las que siguen: Salud, dinero y amor (que en la juventud se suele traducir casi totalmente por «sexo»), esencialmente. Y, siendo más preciso, la lista estaría cargada de peticiones como tener un coche de lujo, un chalet en la playa, no sé cuántos millones de euros o dólares, ser famoso como Cristiano Ronaldo o Messi, viajar por el mundo, tener equis amantes, hijos, afecto, amigos, comodidades vitales, comida, vitalidad… incluso no morirse nunca… ¿Qué más se puede pedir? Quizá una varita mágica para poder pedir algo que se nos haya pasado anteriormente y así quedar asegurados para un futuro plenamente feliz. ¿Pero tales cosas nos dan la felicidad? ¿Cree usted eso también?
Si su respuesta es afirmativa y su lista es parecida a la anterior, siento comunicarle que usted aún no ha alcanzado plenamente la humanidad. Es más, está ciertamente lejos de lograrlo. Mis alumnos, todos sin que yo pueda recordar excepción alguna, se encuadraban en lo que, para provocarlos jocosamente, yo denominaba la categoría de «chimpanzoides». Esto es, semihumanos que aún están cerca de los primates de los que procedemos.
Pero no se ofenda. No es este un libro que pretenda insultar a sus lectores, sino motivarlos a alcanzar un nivel superior de humanidad, la «súper-humanidad». Todos somos humanos, todos somos homo sapiens sapiens y, como tales, merecemos el respeto que nuestra condición humana nos procura. Sin embargo, ¿qué habría que haber deseado para que consideráramos que el autor de dicha carta a los Reyes Magos es más que humano o, dicho de otro modo, plenamente humano? En realidad, cuando lo lea, exclamará «¡Ah! ¡Hombre eso también lo deseo yo!». Sí, pero no lo había escrito… o sí, puede que usted sí (quién puede saberlo). Se trata de pedir cosas de las que sólo un ser humano pueda disfrutar.
Muchos dirán que los animales no disfrutan del dinero, los viajes o de la fama de un futbolista, que son peticiones propiamente humanas. Y es cierto. Sólo que se trata de ser más que humanos o, al menos, plenamente humanos. Bien mirado, el dinero no es más que la abstracción de bienes materiales. Hemos inventado el dinero como forma de cambio de bienes que no pueden almacenarse fácilmente o que se estropean con el tiempo… Pero dinero equivale a comida, casa, energía para calentarnos, vestimenta… y todo eso lo desearía y lo disfrutaría incluso nuestro perro. ¿O nadie ha visto al perro de la casa buscar un lugar junto a la chimenea, preferir las albóndigas con tomate de la abuela a su pienso insípido y reseco o, incluso, beberse con avidez la cerveza que accidentalmente se nos derrama en el suelo? Reconozcámoslo. Nuestro dinero no es más que una forma refinada y sutil de tener todo aquello que un animal desearía. Así que, como seres humanos, hemos creado una forma de vivir animalmente mejor que en nuestros comienzos como especie, pero no hemos avanzado en lo que a nuestra humanidad se refiere con él. ¿Y qué animal rechaza los cariños de su amo o los lametones de cualquier congénere (siguiendo con el ejemplo del perro de casa)? ¿Acaso los animales no juegan, no gustan de conocer lugares distintos a los de su entorno habitual? ¿No migran las aves, no desaparecen los gatos buscando aventuras nuevas y, sobre todo, amores nuevos en la época de celo?
Veamos una descripción del hijo de cualquiera de nosotros: Él —se nos dirá— es un chico un tanto comodón. Le gusta coger el mejor lugar del sofá del salón, allí donde da el calor de la chimenea y hay más luz por las mañanas. Cuando se levanta, desayuna su buen tazón de cereales con leche y sale a dar una vuelta. Juega con los amigos en la calle y persiguen una pelota, o simulan peleas y, a veces, más de uno termina magullado. Flirtea con alguna chica cuando pasa cerca y, a poco que nos descuidamos, anda explorando por edificios en construcción o escondiéndose entre los matorrales del parque cercano. Le encanta que le hagan mimos y le den lo que le apetece, pero se pone de un malísimo humor cuando se le niegan sus deseos, etc.
Ciertamente podría ser cualquiera de nosotros de niños o adolescentes o… podría ser nuestro gato. No hay diferencia sustancial. Y no decimos que la gente corriente sea como gatos o perros. Son humanos, por supuesto, pero humanos a medias, protohumanos o, como dije antes, «chimpanzoides». ¿De verdad que esa vida es la más dichosa a la que podemos aspirar ustedes o yo como seres humanos?
La clave para empezar a acercarnos a la solución del dilema que nos propone este ensayo (el de cómo llegar a ser felices) nos la ofrece Aristóteles (Estagira, 384-322 a.C). Como diría el Estagirita, al nacer, nuestro yo está preñado de potencialidades que, según decidamos, se realizarán o no. Y es que para el estagirita todas las cosas del mundo poseen en su seno una serie de capacidades que, dependiendo de las circunstancias que rodeen a dicha realidad, se van actualizando con el paso del tiempo. Así, una aceituna ya es en acto un fruto del olivo, pero en potencia también es, ella misma, un olivo, o un poco de aceite, o parte de un plato de entremés o de un cóctel… Dependerá de si es sembrada, o de si la prensamos en un molino, o de si la añadimos a una copa con vermú…
Como la aceituna, todo en la vida está cargado de posibilidades (o potencias), aparte de lo que ya sea cada cosa «en acto», esto es, actualmente. Eso sí, las potencialidades de cada cosa (o, más propiamente, de cada «ente») están en íntima dependencia de lo que sea actualmente, es decir, de su naturaleza propia (ἔργον [érgon])2. Un perro, cuya naturaleza está perfectamente definida por la biología, en el supuesto de que actualmente sea un cachorro, podrá llegar a ser un perro adulto, un perro agresivo, un perro lazarillo, un perro guardián… todas estas potencialidades contiene dicho ser en su interior. Pero no puede, porque su naturaleza «canina» se lo impide y lo determina, ser un delfín en el mar, o una aceituna en un cóctel. Por muchas posibilidades que se abran ante sí, un perro siempre será eso, un perro. Del mismo modo, la naturaleza de una piedra limita sus posibilidades, así como la naturaleza de una planta determina las suyas propias.
Pues bien, precisamente porque la naturaleza de las cosas limita sus posibilidades, limita también sus posibilidades de felicidad. Y es que para Aristóteles la felicidad es algo que, contrariamente a lo que suele pensarse, pueden alcanzar todos los seres del mundo (al menos, todos los seres vivos, animados, con «alma»). Casi todos los seres del mundo logran ser felices durante su existencia. Pero podría decirse que la felicidad es tanto más complicado de lograr cuanto más compleja sea nuestra naturaleza y, por tanto, más variadas sus posibilidades. Pues, según Aristóteles la felicidad no es sino lograr realizar la propia naturaleza, actualizar nuestras propias potencialidades. De ahí que una planta sea feliz tan sólo con hacer su fotosíntesis, nutrirse y respirar, mientras que un ser humano… ¿qué hace feliz a un ser humano?
Si seguimos con el maestro de Estagira, debemos dividir a los seres vivos en tres grandes grupos. Según él existían tres tipos de «alma»3: alma vegetativa (propia de las plantas), alma sensitiva (propia de los animales) y alma racional (exclusiva del ser humano). Pues bien, cada una de estas almas posee sus propias potencialidades cuya actualización efectiva constituye su propio bien. De este modo una planta cualquiera alcanza su máximo bien cuando llega a desarrollar toda su propia naturaleza vegetal, esto es, cuando es una verdadera y desarrollada planta perfecta. Y lo mismo sucede con el animal.
Preguntémonos: ¿qué es lo máximo que podríamos hacer por el bien de una planta? Sembrarla en una tierra fértil, regarla, ponerla al sol, podarla para que se fortalezca… y poco más. Una planta así habría alcanzado el máximo bien al que puede aspirar puesto que su naturaleza, esto es, su alma vegetativa no le ofrece más posibilidades. ¿Sería necesario, o más incluso, aportaría algo al bienestar de la planta el hecho de que la sacásemos de paseo o que la acariciásemos cada vez que hace algo bien, esto es, cada vez que, por ejemplo, florece, o que la castigásemos cuando no conseguimos que su tallo crezca hacia donde pretendíamos? Evidentemente estos supuestos son una estupidez puesto que una planta es absolutamente insensible a premios, paseos o castigos.
Sin embargo, todo animal necesita aire, agua, sales minerales, sol, etc., como las plantas, puesto que también los animales poseen alma vegetativa. Pero si tuviésemos en casa un perro al que tratásemos exactamente como a una planta, esto es, si lo tuviésemos atado a un poste en un lugar con sol y le suministrásemos vía intravenosa agua con sales minerales… y no le dejásemos jamás correr, ni olisquear, ni probar bocado, ni salir de paseo… un amo así no sólo no estaría tratando bien a su perro sino que, muy al contrario, lo estaría tratando ciertamente muy mal. Claro que le estaríamos dando los elementos básicos para mantenerlo con vida, pero la naturaleza animal es mucho más que la del estar simplemente vivo; su naturaleza contiene unas potencialidades completamente distintas de las de las plantas sin cuya realización no pueden alcanzar el bien (el bien animal propio de su alma sensitiva). Un perro se da la buena vida cuando (además de beber, o tomar el sol, ¡no faltaba más!) corre, saborea huesos, olisquea orines, se aparea… Todo animal necesita desarrollar y disfrutar del placer de sus sentidos.
De modo que una planta bien regada, abonada y soleada sería una planta «feliz», así como un animal bien alimentado, fuerte, que se aparea y olisquea… sería también un animal «feliz». Pero si tratásemos a nuestros hijos como si fuesen perros, ¿les estaríamos dando una buena vida? ¿Es nuestra naturaleza simplemente vegetativa y sensitiva? ¿Cómo debe ser la buena vida humana? ¿Qué potencialidades son las que, perteneciendo exclusivamente a nuestra especie, nos ofrecerían una verdadera «felicidad humana»?
Aristóteles no estaría de acuerdo con el hedonismo más elemental que afirma que el bien es simplemente el placer sensible, pues éste más bien sería el propio de los animales y pl...

Índice

  1. A MODO DE PRÓLOGO PARA UNA GRAN OBRA
  2. Introducción
  3. 1. ¿QUÉ FELICIDAD?
  4. 2. SOMOS PARTE DEL PODEROSO UNIVERSO
  5. 3. DE LA VIDA A LA CONCIENCIA HUMANA
  6. 4. ALGO MÁS QUE HUMANOS. DEL HOMBRE AL SUPERHOMBRE
  7. 5. PERDIENDO EL MIEDO A DIOS
  8. 6. PERDIENDO EL MIEDO A LA MUERTE
  9. 7. ROMPIENDO LAS CADENAS: CONTRA LA ÉTICA ESTABLECIDA, CONTRA LA HUMILDAD
  10. 8. EL VERDADERO BIEN: LA LIBERTAD
  11. 9. LA VERDADERA FELICIDAD: EL UNIVERSO Y YO
  12. Bibliografía