Los placeres de la literatura japonesa
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Los placeres de la literatura japonesa

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Los placeres de la literatura japonesa

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«El aspecto más precioso de la vida es su incertidumbre». A partir de estas palabras de un monje budista del siglo XIV, Donald Keene, una de las mayores autoridades en Occidente sobre cultura japonesa, ofrece una elegante y sutil aproximación a la literatura de la era premoderna del imperio del Sol Naciente. Este delicioso ensayo acerca al lector a su poesía, su narrativa y su teatro, desde las que para Keene son las cuatro principales características del concepto nipón de belleza: irregularidad, simplicidad, caducidad y sugestión.Cada capítulo propone además brillantes reflexiones que nos iluminan sobre aquellos elementos culturales que, herederos de una tradición milenaria, se han conservado casi intactos hasta nuestros días. Así, descubriremos por ejemplo que la reducida extensión de sus poemas era originalmente casi una necesidad, por qué en el kabuki los actores representan también los personajes femeninos, la razón por la que los más exquisitos templos están construidos en madera, la preferencia por la cerámica imperfecta o el desbordante entusiasmo de todo un pueblo por la efímera y delicada flor del cerezo.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2018
ISBN
9788417308513
Edición
1
Categoría
Literatura

1
La estética japonesa

Sería difícil describir de forma adecuada, en unas cuantas páginas, el amplio ámbito de la estética japonesa, ni siquiera sugerir los rasgos principales del gusto japonés tal y como ha evolucionado a lo largo de los siglos. Puede que fuera aún más difícil referirse a cualquier aspecto de la cultura japonesa sin mencionar su concepción de la belleza, que tal vez sea el elemento central de toda la cultura japonesa. Voy a tratar de describir algunas de las características del gusto japonés a partir del Tsurezuregusa (Ensayos sobre la pereza), una colección de breves ensayos escritos por el monje Kenkō, la mayor parte entre 1330 y 1333. Aunque dicha obra por sí sola no puede explicar la estética japonesa en su conjunto, ni obviamente su evolución en los últimos seiscientos años, creo que contiene muchas cosas que ayudan a comprender el gusto japonés actual, pese a la gran cantidad de tiempo transcurrido desde que se escribió y a los enormes cambios que ha sufrido la civilización japonesa, en especial en el último siglo.
Al autor se le conoce generalmente por el nombre que usaba como monje budista, Kenkō. Nacido, en el seno de una familia de sacerdotes sintoístas, en 1283, su nombre original era Urabe no Kaneyoshi. Puede resultar sorprendente que una persona criada en la tradición sintoísta acabara siendo budista, pero los japoneses aceptaban ambas religiones, aunque en muchos aspectos fueran antitéticas; en general, en el pasado (y en el presente) los japoneses han recurrido al sintoísmo para obtener ayuda en esta vida, y al budismo para su salvación en la otra vida.
Aunque tenía un rango modesto como sacerdote sintoísta, parece ser que Kenkō se hizo un nombre en la corte gracias a su talento como poeta. Esto ilustra acerca del gran valor que se concedía a las habilidades poéticas en la corte, pese a la importancia tan grande que se daba al rango y al linaje. La capacidad de escribir poesía era una aptitud indispensable para todo cortesano, y es posible que a Kenkō se le recibiera en palacio no tanto como poeta sino sobre todo como maestro de poesía para los que carecían de especial talento poético.
Kenkō tomó votos budistas en 1324, a los cuarenta y un años de edad, tras la muerte del emperador Go-Uda, a cuyo servicio había estado. Se ha especulado mucho sobre los motivos de su decisión de «abandonar el mundo», pero no hay nada en sus escritos que pueda sugerir que se tratara de un acto desesperado. La filosofía budista tiene un lugar central en los Ensayos sobre la pereza y no puede dudarse de la sinceridad de Kenkō cuando anima a los lectores a «huir de la casa en llamas» y a buscar refugio en la religión, pero no se parecía en nada a los típicos monjes budistas de la época medieval, que vivían en monasterios o como ermitaños: Kenkō vivía en la ciudad y estaba tan enterado de los cotilleos de la corte como de la doctrina budista. Ciertas creencias budistas, especialmente la relativa a la impermanencia de todas las cosas, son constantes en su obra, pero, aunque insistía en que las posesiones que se acumulan en este mundo no duran, tampoco las condenaba como impurezas horribles, como habría hecho un monje budista más ortodoxo. Es evidente que no rechazaba el mundo. A la postre este mundo era insuficiente, pero Kenkō siempre parece estar diciendo que mientras estemos en él debemos tratar de enriquecer nuestras vidas con belleza.
Los Ensayos sobre la pereza contienen 243 secciones. No se presentan de forma sistemática; se trataba de una obra perteneciente a la tradición zuihitsu de «seguir el pincel», dejando que la escritura pasara de un tema a otro según la dirección que siguiera la asociación libre. Aunque Kenkō nunca expuso una filosofía coherente —es fácil encontrar contradicciones entre las distintas secciones, algunas de las cuales son tan banales que uno se pregunta por qué las incluyó—, el interés por la belleza nunca falta en sus pensamientos, y es este aspecto de la obra —mucho más que su mensaje budista— el que más ha influido en la estética japonesa. Los Ensayos sobre la pereza no eran muy conocidos por el público lector en vida de Kenkō, pero se hicieron famosos a principios del siglo XVII, y desde entonces siempre han estado entre los clásicos japoneses más celebrados. Los gustos de Kenkō eran un reflejo de los gustos de los japoneses de tiempos remotos, y al mismo tiempo contribuyeron a formar las preferencias estéticas de los japoneses de los siglos venideros.
Una sección típica de los Ensayos sobre la pereza ayudará a ilustrar el estilo de Kenkō. Se trata de la sección 81.
Un biombo o unas puertas corredizas decoradas con pinturas o inscripciones producto de un mal pincel, más que darnos una impresión desagradable, nos revelan el mal gusto del dueño que en la casa habita.
Suele ocurrir con bastante frecuencia que por los utensilios que usa una persona se nos revele su pobre calidad humana. Yo no quiero decir que uno no deba poseer más que obras maestras y de valor. Aquí me refiero a esos pegotes que se echan a las casas para evitar que se estropeen y al hecho de sobrecargarlas con una cantidad de cosas que desentonan, solo por el afán de que den la impresión de ser nuevas, produciendo un efecto de amontonamiento.
Las cosas deben tener un sabor añejo, no han de ser ni sobrecargadas ni costosas, pero la calidad tiene que ser buena1.
Hace unos años escribí un ensayo sobre la estética japonesa y me referí a cuatro elementos que me parecen muy importantes: sugestión, irregularidad, sencillez y carácter perecedero. Todavía me parecen útiles para acercarse al sentido japonés de la belleza, aunque soy consciente de que no cubren todas sus facetas. Las generalizaciones siempre son peligrosas. Así, por ejemplo, si uno dice que el teatro Nō constituye una expresión del gusto japonés por la sugerencia, la expresión silenciosa y el gesto simbólico, ¿cómo se explica que a los japoneses también les guste el kabuki, que se caracteriza por poses hiperbólicas, una declamación desmesurada, llamativos efectos de escena, etc.? Las sencillas líneas del palacio de Katsura se celebran hoy como la quintaesencia de la arquitectura japonesa, pero el primero en describir la belleza de dicho palacio en escritos de los años treinta del siglo XX fue un europeo, y durante siglos los japoneses solían apreciar mucho más la profusa decoración del mausoleo de los sogunes de Nikkō, construido en la misma época.
Reitero mi convicción de que hay pocos pueblos tan sensibles a la belleza como el japonés, pero un crítico japonés, Ango Sakaguchi, escribió lo siguiente en 1942: «Para los japoneses una vida cómoda es más importante que la belleza tradicional o la apariencia japonesa genuina. A nadie le importaría que se destruyeran totalmente los templos de Kioto o las estatuas budistas de Nara, pero sería muy molesto que los tranvías dejaran de circular». Aunque Sakaguchi ironizaba, hay algo de verdad en lo que escribió, y había que tener valor para propagar esas ideas en 1942, en un periodo en el que los japoneses pregonaban la superioridad espiritual de su cultura. Hechas estas salvedades, paso a hablar de los cuatro aspectos de la estética japonesa a los que acabo de referirme, especialmente en relación con las opiniones de Kenkō en los Ensayos sobre la pereza.
Sugestión
La expresión más clara de la defensa de Kenkō de la sugestión como principio estético la encontramos en la sección 137.
¿Solo se deben contemplar las flores de los cerezos cuando están en su mayor esplendor; y la luna cuando no la cubre ninguna nube? Añorar la luna que está al otro lado de la lluvia, retirarse a un cubículo, bajar las persianas y permanecer sin ser conscientes del paso de la primavera, es mucho más conmovedor. Una rama que está a punto de estallar y florecer y un jardín cubierto de pétalos son de mucho más interés para nuestros ojos. [...] La gente se apesadumbra cuando se marchitan las flores de los cerezos y cuando la luna declina en el firmamento, pero eso es natural. Solo un hombre que tenga un corazón insensible podrá decir: «Las flores de esta rama y de aquella ya han dejado caer sus pétalos. Aquí ya no queda nada que ver».
En todas las cosas, lo más admirable es su comienzo y su fin. ¿O es que el amor entre el hombre y la mujer solo existe en el momento en que se poseen?
El que siente el dolor y la angustia de un amor que no llega a fructificar, el que sufre y llora por un encuentro que no conduce a una unión, el que pasa solo largas noches en vela, el que tiene su mente puesta en seres lejanos, el que, viviendo en una choza, recuerda el pasado, este es el que sabe, de verdad, lo que es el amor. ¡Qué conmovedora y emocionante es la luna que, después de mucho esperarla, aparece al fin, al rayar el alba, lejana, esparciendo una luz azulada y verdosa por entre los espacios que dejan las copas de los cedros de los altos montes, y cuando se oculta momentáneamente detrás de un nubarrón que nos descarga el aguacero del otoño! El brillo de las perlas de agua sobre las hojas de las pasanias o de los abedules penetra hasta el corazón. [...]
Pero ¿solo debemos contemplar la luna y las flores con nuestros ojos de carne? ¡Qué hermoso y qué sublime es evocar la primavera sin salir de la propia casa y soñar con la luna permaneciendo en un rincón de nuestro aposento!
Kenkō presenta sus ideas con tal fuerza de convicción que podemos compartirlas sin darnos cuenta de que contradicen las ideas prevalentes en Occidente sobre esos mismos temas. El ideal occidental del clímax —cuando Laocoonte y sus hijos quedan atrapados por el terrible abrazo de la serpiente, cuando la soprano lanza el do de pecho, o cuando la rosa se ha abierto del todo— atribuye poca importancia a los comienzos y a los finales. Los japoneses también se han percatado del encanto de los momentos de clímax: celebran la luna llena mucho más que el cuarto creciente, y la radio informa a los oyentes sin parar cuando las flores de los cerezos están en su mayor esplendor, no cuando están a punto de caer. No obstante, aunque los japoneses compartan con otros pueblos el gusto por el punto álgido de la floración, su amor por los capullos apenas abiertos o por los pétalos caídos es característico. Los japoneses parecen haberse dado cuenta de que la luna llena (o el momento en que la floración de un árbol se halla en todo su esplendor), por muy bonitos que sean, limitan el juego de la imaginación. La luna llena o las flores del cerezo en su apogeo no sugieren el cuarto creciente o los capullos (o el cuarto menguante o las flores lacias), pero el cuarto creciente y los capullos sí sugieren el esplendor de la flor. Los comienzos que evocan lo que sigue, o los finales que sugieren lo que fue, dejan a la imaginación el espacio necesario para expandirse más allá de los hechos concretos hasta los límites de la capacidad del lector de un poema, del espectador de una obra de teatro Nō, o del amante de las pinturas monocromas.
El gusto por los comienzos y los finales no se debe a Kenkō, pero puede que fuera el primero en proponerlo como...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Dedicatoria
  6. Prólogo
  7. 1 La estética japonesa
  8. 2 La poesía japonesa
  9. 3 La utilidad de la poesía japonesa
  10. 4 La narrativa japonesa
  11. 5 El teatro japonés
  12. Lecturas recomendadas