La reina Calafia
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La reina Calafia

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La reina Calafia

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La reina Calafía es una novela del autor Vicente Blasco Ibáñez. En ella, el escritor plasma su fascinación por el continente americano y las condiciones de vida que en él imperan, en este caso a través de la historia de una viuda americana que debe sobrevivir sola en as planicies californianas, enfrentándose tanto al entorno como a sus congéneres. Una novela adelantada a su tiempo y con un personaje principal tan fascinante como profundo.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726509458
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

X
LA MENTIRA

Languidecía la tarde al salir ella del Casino. Su automóvil marchó a gran velocidad por el tortuoso camino de la costa. La luz solar, antes de extinguirse, tomaba los colores del limón y la rosa, reflejándose sobre las cumbres amarillas o bermejas de los Alpes.
La señora Douglas deseaba no llegar con retraso a su hotel de Niza. Distraída por el juego en los salones privados del casino de Montecarlo, había olvidado que aquella noche era de gran comida en el hotel Negresco, donde ella estaba instalada, con exhibición de bailarinas célebres a los postres. Como había dejado a Rina en Niza ocupada en cumplir' ciertos encargos suyos, iba sola en su carruaje.
Entornando los ojos para no ver al conductor, se hacía la ilusión de que aquél marchaba solo, como un animal inteligente y amaestrado que obedecía su voluntad sin que ella necesitase valerse de palabras.
Todos los días veía, a la ida y a la vuelta, este paisaje maravilloso de la Costa Azul, acostumbrándose a él como si fuese un espectáculo ordinario;
pero ahora creía encontrar en su contemplación una inexplicable novedad, un atractivo misterioso. Era, sin duda, el hálito de la primavera, anunciando desde lejos su llegada; los juveniles efluvios de esa pubertad del año, que parece cambiar el aspecto de las cosas y el carácter de las personas.
Iba a empezar el mes de marzo y habían terminado las fiestas del famoso Carnaval de Niza. La mayor parte de Europa vivía aún en el invierno, mientras aquí, jardines, montañas, cielo y mar habían repelido la tristeza de los días fríos, saludando con su envoltura luminosa y sus perfumes la presencia de una juventud más.
El Mediterráneo de color turquesa, aclarado por la luz del ocaso, tenía la diafanidad engañadora de un mar irreal. En sus orillas se reproducían invertidos los pueblos de color de rosa, las villas de blancas columnatas, los grupos de árboles lo mismo que en las riberas de un lago. Las montañas, al repetirse con la cumbre abajo en este mar de reflejos, lo festoneaban de triángulos de sombra azul. Las barcas parecían flotar en plena atmósfera, y cada una de ellas llevaba otra debajo, con la vela triangular apuntando al abismo, pegados sus dos cascos, fondo con fondo, como gemelos nacidos de la luminosidad fantasmagórica de la tarde.
«Muy hermoso, demasiado hermoso», pensaba ella.
Y como deseamos con preferencia lo que está lejos de nosotros, evocó el recuerdo de las olas bravas del Atlántico y las ondulaciones tempestuosas del Pacífico. Un capricho imaginativo le hizo ver de pronto una pianola y una orquesta ruidosa, pretendiendo acoplar la diversidad de los mares a estos dos términos de comparación. Luego se arrepintió de su injusticia con el dulce Mediterráneo. La hermosura ordenada y tranquila es un gran don de nuestra existencia; pero sólo la sabemos apreciar al encontrarla de nuevo, después de largo eclipse.
Empezatea a anochecer cuando el automóvil de la señora Douglas entró en Niza por el lado del puerto, siguiendo la sección más desierta del paseo de los Ingleses. Vio a continuación extenderse frente al mar una larga fila de hoteles lujosos y alzarse en último término la cúpula roja de Negresco. Los grupos de transeúntes eran cada vez más compactos, mejorando su aspecto y su vestimenta según avanzaba el automóvil. La viuda miró distraídamente a los paseantes que se cruzaban con su vehículo de vuelta hacia el interior de la ciudad, como si huyesen del crepúsculo. Este empezaba a extender sobre la bahía de los Ángeles sus gasas color violeta, en cuyos pliegues brillaban, perdidas, las primeras estrellas.
De pronto se agitó en su asiento, movida por la sorpresa. Había creído reconocer a alguien cuya presencia no podía esperar en aquel sitio. Pero, no obstante la rapidez con que se incorporó, como su automóvil marchaba aprisa, no pudo ver lo que deseaba. Además, aquel transeúnte que había originado su movimiento iba con los ojos puestos en otra dirección y no se fijó en ella, continuando su camino entre los grupos, que lo ocultaron inmediatamente.
«¡ Quién no diría que es él!... ¡Qué parecido!...»
Después de repetir esto mentalmente, Concha Ceballos hizo un gesto de duda y se retrepó en su asiento, con la vista puesta en su hotel, al extremo del paseo. Varias veces había experimentado la misma sorpresa en diferentes ciudades. Jugarretas de la imaginación; caprichos del recuerdo, que parece vengarse con estos mirajes engañosos cuando lo mantienen alejado y menospreciado. Además, todos los hombres tienen en su primera juventud un aspecto exterior que parece común, cierta uniformidad, semejante a la de los que visten un mismo traje profesional, militares o sacerdotes; y aunque se diferencien por su estatura y su fisonomía, evocan la imagen unos de otros.
Dicho encuentro sirvió para que recordase, con una visión casi instantánea, los últimos meses de su vida, después que se hubo marchado de Madrid.
Pronto haría un año, y al examinar este balance parcial de su existencia no encontraba nada extraordinario. Su vida podía resumirla en tres funciones: movimiento incesante, afán de distraerse, voluntad de olvidar. Había viajado por ciertos países de Europa, escapados a su curiosidad en anteriores expediciones. Además, había venido dos veces a la Costa Azul, atraída por el placer del juego. Necesitaba aturdirse, olvidar; y todos los vicios que divierten a los humanos, el más virtuoso, según ella, el que mejor conviene a una dama que vive sola y desea mantener su prestigio social, era el juego.
Jugaba por distraerse, por emplear en algo su carácter luchador, propenso a la acción. Y como no buscaba la ganancia y disponía de ilimitados capitales, el azar, que vuelve su espalda a los necesitados, la favorecía con irritante injusticia. Ganaba dinero, por lo mismo que no le era necesario. Otras veces lo perdía; pero compensándose ganancias y pérdidas, el resultado era que la millonaria Douglas, después de semanas y semanas de un juego audaz, no había sufrido ninguna merma considerable en su fortuna.
Iba vestida con gran elegancia, como siempre; pero sus preocupaciones y apasionamientos de jugadora habían modificado algo su aspecto. Tenía en el rostro una expresión dura y distraída, reflejo de las combinaciones estratégicas que ideaba a todas horas para batirse con le suerte. Además, llevaba a Montecarlo, fuese cual fuese su vestido, un bolso de mano grande, casi igual al que usaba en sus viajes, guardando en su interior varios fajos de billetes de mil francos, que unas veces regresaban a Niza multiplicados y otras tardes se quedaban allá, para vl-ver a reunirse con ella pocos días después. El precioso bolso no la obligaba a grandes precauciones ni le hacía sufrir inquietudes. Esta tarde regresaba algo repleto, y, sin embargo, lo había abandonado sobre el asiento del automóvil, como si lo olvidase.
Para su vida sentimental, el suceso más Importante en los últimos meses había sido el regalo de cierto perrillo japonés que le había hecho en París una amiga de Nueva York, después de terminar su viaje alrededor del mundo. Este animal exótico era ahora el compañero predilecto de su existencia. Rina compartía tal amor; mas no sin sentir celos al ver cómo el recién llegado disminuía su personalidad cerca de la viuda. Esta pensaba ahora en su perrillo con la vista fija en la cúpula del hotel Negresco, cada vez más próxima, y creía escuchar ya los ladridos con que acogería la presencia de su dueña. ¡Lástima tener que separarse de él todas las tardes cuando iba al Casino de Montecarlo!...
También había encontrado a Arbuckle tres veces, por casualidad, después que se alejó de ella en Madrid para Ir a Sevilla. Como siempre, le iba saliendo al paso en los hoteles, y cuando la viuda empezaba a fatigarse de su presencia, tenía el acierto de inventar un nuevo viaje, no volviendo hasta meses después. Ahora debía de estar en Egipto. Los diarios hablaban mucho de la tumba de un Faraón recién descubierta, y él se había creído obligado a presenciar dichas excavaciones, como buen americano, que debe verlo todo y saberlo todo. Pero la viuda presentía de un momento a otro la reaparición de su discreto solicitante.
Además, había sufrido la desagradable impresión de encontrar en París a Casa Botero. Este hombre la miró en el primer momento con una expresión de odio impetuoso, capaz de rebasar los límites de las conveniencias sociales. Luego, refrenando los Impulsos de su rencor, inició una sonrisa y un saludo, pretendiendo hablar con ella. Pero la viuda había seguido adelante con hostil altivez. Una mujer que se decide a dar un puñetazo no va luego a ofrecer' su mano, lo mismo que un boxeador cuando termina su combate.
Este individuo debía de hablar mal de ella en todas partes. Pensó después que tal vez callaba, avergonzado por el recuerdo de aquella escena en un hotel de Madrid. De un modo o de otro,
le era Indiferente el tal Casa Botero. Y fingió no reconocerlo, tantas veces como. volvió a encontrarlo en teatros y fiestas sociales. Hasta lo había visto de lejos, días antes, junto a una mesa de juego en el Casino de Montecarlo. Iba acompañando a una señora de elegancia vistosa y edad madura, con el rostro mineralizado en fuerza de coloretes y afeites. Alguna millonaria a la que pretendía conferir el enigmático título de marquesa de Casa Botero. La viuda pasó junto a él sin mirarlo; pero satisfecha del encuentro. Un motivo más de tranquilidad para su porvenir, que deseaba dulcemente monótono, sin los altibajos y los conflictos que tanto gustan a las naturalezas exaltadas.
¿Y el otro?... Ella no quería pensar en el otro, porque era el que le interesaba más. Podía jurarse a sí misma que en todos los meses transcurridos desde su fuga de Madrid no había pensado en él más allá de una docena de veces. Una mujer de voluntad debe mandar imperativamente a sus sentimientos y pasiones.
No se había acordado de él; pero tenía al mismo tiempo la certidumbre de que a todas horas estaba presente en su memoria. Le sabía instalado en una revuelta de sus recuerdos. Era como esos personajes de teatro que el público no alcanza a distinguir entre los bastidores; pero adivina que están allí por haber visto cómo se ocultaban, y presiente que repentinamente pueden volver a presentarse.
De tarde en tarde, el recuerdo, insubordinándose contra la tiranía de su voluntad, se daba el malsano placer de agitarla con estremecimientos de sorpresa, haciéndole ver a Florestán en el Bosque de Bolonia o en los Campos Elíseos; otras veces, en el Pincio de Roma, en la plaza de la Señoría en Venecia o patinando sobre las nieves de Saint-Moritz. Al concentrar luego su atención, profundamente emocionada por estos encuentros, se iba dando cuenta de que el desconocido sólo tenía de semejanza con el otro sus pocos años y el atletismo de una juventud amante de los deportes físicos.
Al tranquilizarse, formulaba siempre la misma protesta interior:
«Y aunque fuese Florestán, ¿qué podría ocurrirme?... La locura de Madrid ya terminó. No hay que pensar en ella.»
Mas, al mismo tiempo que sentía el goce de su tranquilidad, mostraba cierta decepción, como si le hubiese gustado no equivocarse en algunas ocasiones, como si le resultase inexplicable esta ausencia definitiva.
«¿Qué habrá sido del pobre muchacho?», se preguntaba algunas veces.
Después de su huida de Madrid sólo había tenido una noticia aislada e indirecta de aquellos amigos de unas cuantas semanas, dejados a sus espaldas para siempre; una noticia fúnebre, venida hasta ella por el camino más largo.
Rina había recibido en París una carta de aquel señor que vivía en Méjico y era su consocio en la explotación de la famosa mina. Este le hacía saber que don Ricardo Balboa había muerto en Madrid repentinamente a consecuencia de un aneurisma, y para dar más autenticidad a la noticia enviaba la esquela fúnebre suscrita por la familia. Sintió Concha Ceballos la misma conmoción que si recibiese un golpazo en el pecho al encontrar el nombre de Florestán Balboa al pie de este aviso mortuorio.
«¿Puede importarme acaso lo que haga ese joven?—pensó para infundirse tranquilidad—. Siento la muerte de su padre; pero esta muerte servirá para separarnos más aún. De seguro que va a casarse en seguida con la señorita Mascaró... Tal vez se ha casado ya a estas horas.»
Aquella energía tranquila que acompañaba sus decisiones al ocuparse del manejo de su fortuna acabó por restablecer la fría paz en sus recuerdos. Una mujer que desea verse respetada debe imponer a su memoria una disciplina igual a la de sus actos exteriores. Pero, ¡ay!, de tarde en tarde su imaginación se permitía, sorpresas engañosas, como la que acababa de sufrir en el paseo de los Ingleses.
«Una simple semejanza, y nada más. Lo pasado ya está pasado, y no hay que resucitarlo, ni siquiera en la imaginación.» Como ella esperaba, le salió al encuentro en sus lujosas habitaciones del Negresco aquel perrillo exótico, de pelos hirsutos color de miel y hocico chato, negro y barnizado, como el de un ídolo. Era un manguito viviente que servía de forro a una máquina incansable de ladridos.
Besó la señora este hocico grotesco, prorrumpiendo en elogios a la hermosura del gozque. El era el mejor amigo de su vida.
La doncella francesa que la había seguido desde Nueva York esperaba sus órdenes para escoger entre varios vestidos de fiesta colocados sobre un diván. Según manifestó, Rina estaba abajo, en la oficina del director, sacando de la caja de valores el cofrecillo de joyas de la señora Douglas. Este cofrecillo guardaba una fortuna, y era prudente, al vivir en hoteles, que pasase la noche en la oficina de la Dirección mejor que en el dormitorio de ella.
Concha Douglas llevaba habitualmente un collar de perlas famoso; pero había querido sustituirlo para la comida de gala de aquella noche por otro de brillantes que únicamente salía de su encierro en días extraordinarios.
Entró Rina llevando con aire de cautela y expresión respetuosa el cofrecillo bajo un brazo. Pero, a pesar de la veneración con que manejaba este pequeño tesoro, pareció olvidarlo al ver a la viuda, y lo dejó sobre una mesa para hablar más desahogadamente.
—¡Si supieras a quién he encontrado hace una hora!... ¡Qué sorpresa! No podrás acertarlo nunca.
Y sonrió como si se gozase de antemano de las angustias de la curiosidad de la otra. Pero Concha permaneció impasible, habiendo adivinado, desde las primeras sílabas de su compañera, cuál era la persona a que se refería.
—Sé quién es—dijo fríamente—. Lo he visto desde el automóvil... Florestán Balboa.
Rina, decepcionada por esta adivinación, continuó hablando, sin embargo, con gran interés de dicho encuentro.
En los últimos meses su existencia había sido vulgarísima—como ella decía —, sin sentir la proximidad del amor ni para su propia persona ni para los demás; como si el tal amor hubiese huido para siempre de la Tierra. La presencia de Florestán Balboa representaba para Rina una atracción semejante a la que siente el lector cuando descubre un nuevo volumen de la novela inconclusa que tuvo que abandonar con pena meses antes. Aparte de esto, era un hombre joven.
—Está más buen mozo que nunca. Parece más hecho, más hombre, y con una tristeza que le sienta muy bien. Va vestido de riguroso luto por la pérdida de su padre. Hace como medio año que murió el pobre don Ricardo... Hemos hablado un poco de la mina. Las cosas de Méjico van mejor, y tal vez seré rica pronto; pero no quise insistir sobre nuestro asunto, porque adiviné que le preocupaban otras cosas. Viene de París. Alguien le dijo allá dónde estábamos. Llegó esta mañana, y se ha alojado en otro hotel. Estuvo aquí a la hora del té, con la esperanza de encontrarte. ¡ Como toda Niza se junta en el hall para bailar!... Le he contado que esta noche hay comida de gala; pero no puede venir. Su luto es muy reciente... De seguro lo verás mañana. Le he dicho que todas las tardes vas a Montecarlo, y la mejor hora para encontrarte es a mediodía, cuando bajas a dar una vuelta por el paseo de los ingleses.
—¿Se ha casado?—preguntó con indiferencia la viuda, mientras revolvía las joyas de su cofrecillo, creando palpitaciones de luz, oleadas de colores ardientes con cada movimiento de su mano.
—También hemos hablado de eso. No se ha casado aún; mas he creído adivinar que se casará con la hija del señor Mascaró, aquella niña a la que vimos en Madrid con la antipática de su madre... No parece que tenga muchas ganas de hacer ese matrimonio. ¡Pobre muchacho! La niña es bonitilla y agradable; pero un buen mozo como él merece algo mejor. Ha nacido para casarse con una mujer de otra clase.
Sonrió mirando a su amiga; mas esta sonrisa dejaba en la duda de si era la viuda o ella misma la que correspondía por sus méritos a Florestán.
La señora Douglas comió y bebió sin poder apreciar los méritos de este banquete de gala tan anunciado por el hotel. Lo ...

Índice

  1. La reina Calafia
  2. Copyright
  3. I LO QUE HIZO UNA MAÑANA EL CATEDRÁTICO MASCARÓ AL SALIR DE LA UNIVERSIDAD CENTRAL
  4. II AGUAS ARRIBA EN EL PASADO
  5. III DONDE SE DICE QUIÉN FUE LA REINA CALAFIA Y CÓMO GOBERNÓ SU ÍNSULA LLAMADA CALIFORNIA
  6. IV EN EL QUE SE PROSIGUE LA HISTORIA DE CALIFORNIA Y SE CUENTA LA VIDA DE LA SANTA DE LAS CASTAÑUELAS
  7. V ¿QUÉ HACE "USTED AQUÍ?... EL MUNDO ES GRANDE
  8. VI DONDE VAN PRESENTÁNDOSE LOS ENAMORADOS DE LA REINA Y SE HABLA UN POCO DE LA FAMOSA CIUDAD CAMALEÓN
  9. VII DE LAS DISCUSIONES QUE TUVO MASCARÓ CON SU ESPOSA Y DE UN RECADO QUE LE ENVIÓ FLORESTÁN
  10. VIII LO QUE PASÓ EN LA QUINTA de LOS DESAFÍOS Y EN EL PALACE HOTEL
  11. IX CÓMO LA «REINA CALAFIA» ALABÓ LA INVENCIÓN DEL AUTOMÓVIL
  12. X LA MENTIRA
  13. Sobre La reina Calafia