Encuentro
Jessy debía criar a sus hijos en un ambiente hostil, en condiciones inimaginables en los países civilizados. Además, su actividad laboral la sometía a grandes angustias. Debía detectar y enfrentar problemas psicológicos en niños. Secuelas que para la mayoría pasaban desapercibidas, y muchas veces hasta sus propias familias ignoraban.
Ianiv no se sentía el centro de atención de su esposa. Jessy le dedicaba todo su tiempo libre a Ofir, a la pequeña Aviv, y también debía cuidar a sus animales; a Ianiv algunos le resultaban definitivamente detestables. Optaba por no acercarse a ese rincón del jardín de donde provenían esos sonidos y olores. No recordaba sentir tanta aversión por las serpientes, pero tener tres en su propia casa era inusual y desagradable. De chico recordaba amar a los perros. Pero los dos que habitaban su jardín y su casa acabaron por molestarle también.
Reconocía que era beneficioso para Ofir y Aviv crecer en contacto con los animales, pero él no estaba dispuesto a ocuparse del minizoológico que invadía su terreno. La relación con Jessy no era mala, pero Ianiv consideraba que su esposa era demasiado cándida y soñadora.
Frente a las presiones de la vida cotidiana y la crudeza del mundo exterior, Jessy decidió buscar la paz y la armonía en el único lugar donde podía encontrarla: en su fuero íntimo. Su búsqueda también estaba enfocada en poder aliviar la situación de muchos niños. Incursionó en la práctica de la meditación trascendental. Una técnica creada por Maharishi Yogi en la India, sesenta años atrás. A través de la relajación profunda, se restablecía el equilibrio entre la mente y el cuerpo, y se reducía el estrés y mejoraba la salud.
Los Beatles fueron discípulos de Maharishi. Más recientemente se había producido un resurgimiento de la meditación trascendental, promovida por celebridades hollywoodenses como Jerry Seinfeld, Clint Eastwood, Ellen DeGeneres, Cameron Diaz y Martin Scorsese, entre otros.
Jessy comenzó a asistir a ese curso. Dos veces por día, la primera muy temprano por la mañana, se sentaba durante veinte minutos en la posición de loto a meditar. Con los ojos cerrados recitaba mentalmente un mantra que liberaba tensiones y lograba un estado profundo de paz interior. Decía que se trataba de una herramienta que le permitía adentrarse en su fuero íntimo, encontrarse consigo misma. La mente era como un océano, que aunque en la superficie pudiera lucir encrespado, en la profundidad siempre era calmo. Explicaba que no se trataba de una religión, de un culto o de una filosofía, sino de un conocimiento milenario.
Sin embargo, esta técnica no gozaba de mucho prestigio. Gabriel Cavaglion, amigo de Ianiv, que trabajaba en el Instituto Universitario Académico de Ashkelon, le explicaba que la sociedad israelí no se mostraba proclive a aceptar filosofías ajenas al judaísmo. Además, no era tan claro que no se tratara de un verdadero culto. Por el contrario, la concepción y la filosofía subyacente eran, sin duda, hinduistas. El mantra era una palabra en sánscrito, una lengua litúrgica del hinduismo. Solo podía ser transmitido en secreto del maestro al alumno, de acuerdo a sus características particulares, y por eso era personal e intransferible. Aunque cada mantra correspondería al nombre de diferentes deidades hindúes.
Ianiv no era un hombre creyente. Conocía las narraciones de la Biblia, sus protagonistas principales, los principios generales, los conceptos sobresalientes. Como judío sabía perfectamente en qué no creía. No consideraba necesario profundizar sus conocimientos sobre otras corrientes religiosas, en las cuales sabía de antemano que tampoco creería. Al principio no le molestó la válvula de escape de la realidad adoptada por su esposa. Los problemas se comenzaron a producir cuando Jessy, extasiada con el invisible y mágico escudo que la protegía, comenzó a sugerirle a Ianiv la conveniencia de que él la acompañara. Jessy sostenía que si este se iniciaba en la meditación trascendental, la relación entre ellos mejoraría sensiblemente. Y más aún, creía que si un pequeño grupo la practicaba, podría extender sus efectos beneficiosos al resto de la sociedad. Esa mera acción sería capaz de reducir la violencia, los crímenes, las enfermedades, los accidentes de tránsito y hasta podría colaborar a la consecución de la paz.
Esa etapa de exteriorización de una filosofía que debería ser interior comenzó a generar asperezas y minar la relación, ya que Ianiv no compartía en absoluto esas creencias. Sus vidas, como en tantos otros casos, comenzaron a tomar rumbos diferentes.
Tres años atrás, en nuestro accidentado primer encuentro tras el atentado al centro comercial Hutzot, el diálogo con Ianiv había sido exiguo. La situación de tensión no se prestaba para más. Mucho después supe que Ianiv lo recordaba bien. A los pocos días del aventón al hospital, Ianiv me había solicitado amistad a través de la red social Facebook. Apenas lo acepté, Ianiv se apresuró a entablar un diálogo a través de esa plataforma de comunicación; me preguntó por la salud de Ayalén. Por supuesto que él sabía que ella se encontraba bien, pero fue una excusa para que quedáramos en contacto virtual. Durante esos años Ianiv no había hecho ningún comentario sobre las actividades, opiniones o fotografías que yo publicaba. Pero sin que yo lo supiera, calladamente las observaba. Teníamos una única amiga en común, que ambos teníamos en Facebook: Dana Melaku; una persona muy querida para su familia, con quien sus padres se mantenían en contacto después de la muerte de Siván. A Ianiv no le pareció una buena estrategia para comenzar un diálogo preguntarme cómo había conocido a Dana. Era un inicio de conversación arriesgado, ya que a veces los amigos de Facebook ni siquiera se conocen entre sí.
Lo que Ianiv quería evitar era mi previsible pregunta acerca de su estado civil. Yo no había reparado en la reveladora alianza que lucía en su anular porque la situación en que nos conocimos no se prestaba en lo más mínimo para observaciones de ese tipo. Él sabía que en muchos fines de semana y otros días no laborables yo visitaba a los Behar, que vivían en Afridar, barrio aledaño al suyo. Mientras su relación con Jessy se deterioraba, cuando conducía por esa zona, reducía la velocidad del vehículo e intentaba generar un encuentro «casual».
Meses después, subí una foto a mi página; estaba junto a Ayalén, Ady y Kinamon, su simpático perrito Beagle. No me había percatado de que Ianiv investigaba cada señal que yo inconscientemente emitía, y en esa foto le pareció reconocer el entorno. Dedujo que ese lugar era el parque Atidani, que estaba a escasos minutos de su casa de la calle Har Jatzor, en el barrio Neot Barnea. Y, efectivamente, un fin de semana conducía su automóvil y nos vio, mientras disfrutábamos, con las niñas Behar y el perro, del luminoso y verde espacio.
Ianiv no bajó del coche ni se detuvo a saludar. Pretendía un entorno más amigable para iniciar una conversación. Observó la hora y se propuso todos los fines de semana caminar los cinco minutos que tardaba desde su casa hasta el parque para generar ese encuentro. La excusa perfecta se la daría Shajar, el labrador, uno de los dos perros de Jessy, al que jamás había sacado a pasear. Jessy no comprendió esas repentinas ganas de Ianiv de salir a caminar con Shajar en su tiempo libre. Lejos estaba de adivinar sus verdaderas intenciones. Creyó que buscaba una callada compañía para caminar y reflexionar. Ella buscaba envolverse en un manto de paz y amor que solo el llanto de Aviv y la sirena antimisiles lograban remover.
Cientos de Qassam y decenas de Grad después, Ianiv, que incansablemente se dirigía una y otra vez al parque Atidani, nos encontró. Esa soleada tardecita me encontraba con Ady y su perrito Kinamon. Grande fue su sorpresa cuando Ady, al percatarse de su presencia, entusiasmada corrió hacia el perro.
—¡Shajar, Shajar! ¿Cómo estás, lindo perrito? —exclamó Ady con entusiasmo, acariciando al animal, que demostraba su alegría dando brincos y vueltas a su alrededor.
Rápidamente Ianiv se dio cuenta de que si la niña conocía al perro era porque había participado en alguna actividad organizada por Jessy. También el efusivo encuentro sorprendió a Kinamon, que exteriorizando sus celos armó gran alboroto en el parque. Todos los inicios de conversación, que tantas veces había planificado Ianiv, quedaron definitivamente a un lado. Cuando los canes finalmente se calmaron, me dirigí a la pequeña.
—Ady, ¿de dónde conoces a ese perro tan cariñoso?
—Shajar va mucho a mi escuela. Lo trae Jessy junto a otros animales. Me encantan las actividades que hacemos con ella. Jessy es muy buena.
—Ah, ¡qué bien! Y Jessy es tu...
—Eh, es mi esposa —balbuceó Ianiv, que antes de que pudiera fingir asombro por haberme encontrado ya estaba dando explicaciones sobre Jessy.
Quiso el destino que, unos días antes, el matrimonio tuviera la primera conversación acerca de la conveniencia de una posible separación; así que cuando Ianiv se refirió al interesante trabajo de su esposa, pudo deslizar un conveniente comentario sobre el estado de su relación.
—Bueno, sí, estamos casados, por ahora. No sé por cuánto tiempo más. No estamos bien. Al menos no en un buen momento.
No le presté mayor atención a su situación sentimental; me pareció totalmente irrelevante. Pero Ianiv consideró que ya había plantado el germen de lo que podría ser el comienzo de un vínculo. Desde su punto de vista estar casado pero en crisis no era lo mismo que solamente estar casado.
Con el tiempo comenzamos a encontrarnos habitualmente en el parque.
—Ianiv, te estoy encontrado muy seguido, con demasiada frecuencia para ser coincidencia.
—Es verdad, trato de venir cuando tú estás.
—Lo último que necesito es salir con un hombre casado.
—Te lo he dicho, mi situación de pareja se deteriora día a día. Además no te he invitado a salir aún, ja ja, creo que te estás adelantando a los acontecimientos.
Ianiv era inteligente, caballeroso, simpático, atractivo, gentil. Los perros habían hecho buenas migas y mientras correteaban juntos nos permitían mantener extensos, interesantes y variados diálogos. Diálogos que continuaban a través de internet.
—Debo advertirte que uno de mis mayores defectos es ser una persona demasiado frontal, que expreso espontáneamente lo que pienso, a veces sin medir las consecuencias.
—Ja ja ja —me reí, para completo asombro de Ianiv.
—¿Qué es lo que te causa gracia?
—Mira, Ianiv, todas las personas con las que he tratado adolecían o más bien creían adolecer del mismo defecto. Todos se creen demasiado honestos, cuando simplemente son poco objetivos para analizarse a sí mismos. Es muy difícil que nos perjudiquemos a nosotros mismos diciendo una verdad que puede ser fácilmente sustituida por otra un poco maquillada. Y es muy difícil evitar decir una mentira piadosa, cuando no hace daño a nadie y produce más bien que mal. Además, ¡tú eres abogado! ¿Cómo puedes ser tan honrado?
Al terminar la argumentación estallé en una ruidosa carcajada. Ianiv me miró asombrado. Le pareció muy original mi respuesta e intuí que por algunos instantes no supo si ofenderse o reírse conmigo. Finalmente admitió:
—Debo reconocer que me gusta tu independencia de criterio. Aunque conmigo te equivocas, entiendo que como concepto general es una percepción perspicaz. Cuando me conozcas más, me dirás si esta es una característica mía o no. Y respecto a mi profesión, te aseguro que solo defiendo a los inocentes... Ja ja ¡no!, eso no es verdad. Los culpables también merecen ser defendidos en un juicio justo y con las debidas garantías. Además es mi trabajo.
Nuestras historias tenían, superficialmente, muy poco en común. Mientras yo nací en Cuba, sin haber recibido educación judía, el abuelo de Ianiv, Aarón Stein, ya había nacido en Jerusalén. Ianiv había crecido en un ambiente naturalmente judío y sionista, en tanto que yo había abrazado con pasión el estudio de la historia del pueblo judío ya adulta. El color de piel era diferente, pero no así nuestros valores y concepciones, que nos resultaban extremadamente similares.
—Espero que no te ofendas por lo que te voy a confesar: siempre sentí una atracción especial hacia las morenas.
—Ah, qué sorpresa enorme, ni me lo hubiera imaginado. ¿Y esa atracción es hacia todas las morenas?
—Ja ja, bueno, como tipo de mujer, digo. Siempre me pregunté si la piel color chocolate tiene ese mismo sabor. Quiero saber cómo sabe un beso tuyo.
—Digamos que sientes una curiosidad investigativa.
—Ja, ja, no, es que hace tiempo que quiero besarte.
Nuestra atracción física era intensa, evidente y mutua. Nos besamos en un muy luminoso atardecer. Ianiv, mirándome a los ojos, me dijo:
—Me gustaría salir contigo para seguir conociéndote más.
Aunque iba contra mis principios salir con un hombre jurídicamente casado, accedí. Si bien su relación con Jessy era una mera formalidad, siempre estuve convencida de que cuando un hombre casado le decía a otra mujer que iba a dejar a su esposa, era solo una mentira para ganar tiempo. Además, en el caso de Ianiv, tenía hijos pequeños y adorables, y separarse de ellos le sería realmente doloroso. Implicaba perderse esa etapa tan hermosa de la vida, que quizá sea de las más lindas y disfrutables. Sin embargo, a Ianiv le creí.
Cuando me encontraba cursando el doctorado en la Universidad de Bar Ilán, en Ramat Gan, Ianiv dejó su hogar. No fue una sorpresa para mí. Quizá me había enterado antes que la propia Jessy, aunque el orden de los factores no alteraba para nada el producto. Sentí pena por los niños.
Una noche, mientras compartíamos una copa de vino tinto Syrah, mi preferido, Ianiv me dijo:
—La vida es como un viaje en un tren, que solo va hacia adelante y no se detiene. Nunca sabemos cuánto durará, a quiénes encontraremos en nuestro vagón, ni en qué estación descenderemos. Eres la persona con quien quiero compartir ese viaje. Quiero que te sientes a mi lado y que hagamos el viaje juntos. Quiero que en el trayecto me ilumines con tu blanca sonrisa y tus reflexiones únicas.
Algunos meses después decidimos mudarnos a Ashkelon. Allí Iani...