Filosofía para la Era Digital
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Vivimos una verdadera revolución en la historia de la humanidad. El mundo digital está cambiando nuestras vidas de tal manera que vemos alterada nuestra propia identidad personal, nuestra forma de relacionarnos, de comprender el mundo que nos rodea y de enfrentarnos con la propia finitud de nuestra existencia. La verdad, el conocimiento, la educación, la salud, la economía o la organización social y política sufrirán en los próximos decenios una drástica y vertiginosa transformación. Veremos adaptarse nuestros cuerpos por dentro y por fuera (modificaciones genéticas, Inteligencia Artificial y apariencias cíborgs), nos constituiremos como individuos a través de relaciones humanas virtuales, pasaremos a ser transhumanos (más allá del superhombre de Nietzsche y aquel mundo feliz de Huxley), tendremos un acceso ilimitado al conocimiento (internet se instalará en nuestros cerebros), colgaremos aún más nuestros recuerdos e ideas en «la nube», desaparecerán para siempre los códigos en que entendemos el empleo y el modo de subsistir… y quizá no estemos completamente preparados para asumir todos estos procesos. Manuel Calvo nos invita a reflexionar, desde la filosofía, en la idea de encontrar los mecanismos que nos ayuden a orientarnos en esta vorágine de cambios tumultuosos. Encontraremos en esta obra una especie de mapa que nos permita saber dónde estamos, de dónde venimos y a dónde vamos, para emplear esta enorme energía dinámica y transformadora a nuestro favor.

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Información

Año
2018
ISBN
9788417418410
Categoría
Filosofía
1. DE LA OBSERVACIÓN AL ASOMBRO. TOMANDO DISTANCIA
El presente (¿Dónde estamos?)
El presente no existe, nunca ha existido como tal. El presente no es más que un efímero instante imperceptible entre el futuro y el pasado. Nuestra propia percepción ya lo es del pasado. Nunca nadie ha podido percibir el presente, sino que lo que llega a nuestros sentidos es ya información de acontecimientos del pasado. Si nos fijamos bien, cuando percibimos un sonido, este no está siendo emitido exactamente en el momento en el que lo oímos, sino que fue emitido unos momentos antes, unas décimas de segundo, quizá, o incluso más tiempo (recordemos lo que se tarda en oír la explosión de un cohete de feria o el ruido del trueno tras el relámpago). Lo que suena es percibido por nuestro oído un cierto tiempo después de haberse producido dicho sonido, esto es, lo percibimos en el futuro. En el caso de la vista ocurre algo parecido. La luz viaja más rápido que el sonido, pero tarda un cierto tiempo en llegar desde el objeto visible hasta nuestros ojos. Si usted está delante de mí, lo veo casi instantáneamente, pero casi, no completamente. Lo que veo de usted es su imagen tal como era hace unas milésimas o millonésimas de segundo, pero no como es «ahora», en el fugaz y preciso instante en el que mi cerebro procesa su imagen. Si esto le parece un poco exagerado (y, probablemente, lo sea) piense en la luz que llega desde las galaxias a cientos o miles de millones de años luz de distancia de la Tierra. Esa luz fue emitida hace cientos o miles de millones de años, por lo que estamos viendo literal y simplemente el estado de aquellas galaxias hace mucho tiempo, tal como eran en un pasado remoto. Jamás podremos saber cómo es el universo en el instante presente, ¡tendremos que esperar cientos, miles de millones de años para saber cómo es nuestro presente! De modo que, estrictamente hablando, el presente sólo puede ser conocido en el futuro, cuando ya sea pasado.
Sin embargo, siendo menos estrictos, a escala macroscópica, a escala humana natural, el presente es más que un instante. Podemos hablar de nuestro «presente siglo», o la «presente ley de educación», o las personas que están aquí, «presentes» ante mí durante mis clases o leyendo mi libro en el «presente». El aquí y ahora que utilizamos cotidianamente sí existe, pues tiene una duración flexible e indeterminada y eso es lo que hace que podamos relacionarnos unos con otros en el presente, o que podamos estudiar un acontecimiento presente, un hecho histórico presente o una enfermedad actual que nos azota en el presente. Siempre ha sido posible hablar de la filosofía de nuestra época, de la política de nuestro tiempo, del estado actual de la ciencia o la sociedad en el presente, pues los acontecimientos, la marcha del desarrollo científico, la emisión de la información novedosa (la publicación de nuevos ensayos, obras literarias o músicas varias, por ejemplo) sucedía con la suficiente lentitud como para que la percibiésemos como filosofía actual, sociedad actual, ciencia actual, música actual…
Visto desde una perspectiva también «actual», la vida desde nuestra infancia hacia atrás sucedía como a cámara lenta, como si todo estuviese ralentizado por algún hechizo que impidiese al mundo avanzar a mayor velocidad. Pensemos en nuestros abuelos (el mío nació en 1900 en una aldea de campesinos y pastores). Su vida transcurría de forma no muy diferente a como trascurría la vida en una aldea romana de provincias. Burros, mulas, carros, cuchillos, casas de barro y tejas, fuentes… Mi abuela bajaba con la ropa en la cabeza a la fuente a lavar, mi abuelo hacía carbón apilando leña en los montes, las casas no tenían luz eléctrica y de noche, una absoluta oscuridad permitía ver el cielo plagado de estrellas, tantas como podría haber divisado en Samos el gran Aristarco. El mundo de mi abuelo era prácticamente idéntico al de Ulises y los Argonautas. Los mismos misterios, las mismas penurias… Parecería que el mundo no hubiese evolucionado en los últimos dos mil años, que todo hubiese quedado cuasi congelado, ralentizado…
Desde el arado romano, apenas había evolucionado la agricultura, desde sus acueductos, poco más habíamos visto en ingeniería (hasta la máquina de vapor, claro), desde sus leyes… ¡Ay, las leyes romanas! ¡Aún perduran las leyes romanas pues poco hemos podido hacer para superarlas! Y sin embargo ahora… (un ahora de un siglo, claro).
Cuando miramos nuestro presente nos invade el asombro. Y el asombro es la base del pensamiento, la madre del filosofar. Los que andamos por la mediana edad (y, cuanto mayores somos, más) vamos por el mundo boquiabiertos, los ojos como platos, no dando crédito cada día que pasa al mundo que se despliega a nuestro alrededor. No hemos terminado de asimilar una novedad cuando viene otra a sustituirla y a dejarnos, una vez más, asombrados y perdidos aprendiendo siempre nuevos manejos, nuevas aplicaciones, nuevos aparatos que desbancan a los anteriores. Pareciese que alguien hubiese deshecho el embrujo y que, más que haberle dado al «play» de la película que estaba congelada, le hubiese dado hacia adelante rebobinando con velocidad vertiginosa. Las cosas no andan, no corren, sino que vuelan hacia adelante haciendo nuestro presente más y más estrecho cada vez.
La obsolescencia de la que hablábamos anteriormente, la velocidad a la que se suceden los descubrimientos, las novedades, los nuevos diseños, etc. está comprimiendo el tiempo presente de tal modo que estamos asistiendo a una reducción del mismo. Apenas nos da tiempo de asimilar lo que está llegando cuando, de repente, se ha ido, ha pasado a mejor vida y debemos hacernos a lo nuevo que llega. El tiempo biológico sigue marcando su ritmo inamovible, pero el tiempo tecnológico se acelera de forma regular alcanzando una velocidad que se nos antoja inalcanzable a corta distancia. El puente entre el futuro y el pasado, esto es, el tiempo presente se reduce hasta tal punto que casi no nos está permitido percibir lo que está ocurriendo cuando ya puede considerarse que es pasado, que ya ha ocurrido. Por eso, hoy más que nunca, es tarea del filósofo (de cualquiera con la suficiente ambición filosófica de conocer el mundo que le rodea) la de tomar distancia, separarse del vertiginoso devenir de los acontecimientos y mirar con una mirada más amplia y más general para encontrar un sentido a nuestra realidad «actual».
En realidad, también es cierto lo que dice el adagio latino: nihil novum sub sole (no hay nada nuevo bajo el sol). Todo lo que creemos que nos ocurre a nosotros y que jamás le ha ocurrido a nadie anteriormente, en realidad ha ocurrido siempre, en todas las épocas. Por tanto, la necesidad de tomar distancia para comprender el tiempo presente siempre fue tarea de la filosofía de una u otra manera, como lo es también de la ciencia en la actualidad. Desde una perspectiva macroscópica, esto es, cuando miramos el mundo directamente con nuestros ojos, paseando por la calle, por la playa, en casa cada día… el mundo parece estar ahí, constante, sin apenas cambiar. No notamos el cambio en la apariencia de nuestros familiares, no los vemos más envejecidos cuando vuelven a casa después de un día de trabajo, ni más gordos o delgados o más calvos… No vemos crecer a nuestros hijos, aunque estos están constantemente dando estirones. Sin embargo, cuando dejamos de ver a alguien un período suficientemente largo de tiempo, lo vemos cambiado, más alto (en el caso de los niños y jóvenes) o más calvos (en mi caso, haciendo honor a mi apellido). De modo que el mundo, pese a parecer estable, quieto, inmóvil, está constantemente cambiando ante nuestros ojos. Incluso las montañas, al cabo de miles o millones de años, cambian, crecen, las horada el viento… y desaparecen. Es cuestión de esperar lo suficiente. Por eso tenía razón el maestro Heráclito cuando se percató de que todo cambia… Pero quizá no tuviese tanta razón al afirmar inmediatamente después que «nada permanece». Pues si se toma la suficiente distancia quizá podemos ver un cuadro que, en cierta manera y desde cierta perspectiva, sí que permanezca ofreciéndonos una imagen comprensible del mundo.
Platón supo ver esta doble realidad del mundo con gran clarividencia. Él pensaba que, tras el mundo material, cambiante e imperfecto por definición en tanto que material, estaba el mundo ideal, eterno, inmóvil y perfecto. Junto al mundo sensible donde habitamos desde que nacemos, el mundo inteligible unifica y da sentido a todo y, cuando seamos capaces de tomar la distancia adecuada, podremos conocerlo y dar sentido a la existencia y actuar adecuadamente «tanto en lo privado como en lo público»3. Y, para hacernos ver con un ejemplo a qué se refiere con tomar distancia del mundo sensible material, el maestro ateniense nos expone el conocidísimo mito de la caverna. En él unos hombres (nosotros, las personas de carne y hueso) viven atados e inmóviles desde su nacimiento en una caverna oscura, atados de espaldas a un muro y mirando a una pared por el que pasan unas sombras. Dichas sombras provienen de unos muñecos y figurillas que llevan unas personas que pasan al otro lado del muro y a las que ilumina un fuego que hay más arriba, cerca de la entrada de dicha caverna. Esos prisioneros no conocen la verdadera realidad, pues nunca la han visto; sólo han percibido en toda su vida aquellas sombras que se proyectan en la pared enfrente de ellos y que, por su ignorancia, toman por la verdadera realidad. Al no conocer ninguna otra cosa distinta, creen que las sombras son la realidad única. Sin embargo, continúa Platón, si uno de aquellos hombres (nosotros los filósofos o ustedes que filosofan con nosotros) pudiese salir de dicha prisión, subir y tomar distancia de aquel carrusel de sombras y figurillas, al principio no podría ver nada, cegado por la luz del sol y acostumbrado como está a vivir en la más absoluta oscuridad. Pero, pasado un tiempo de habituación a la nueva realidad, más luminosa y verdadera, se percataría de que aquellas sombras no eran sino eso, sombras de una verdadera realidad que, más consistente y duradera, habita en las alturas exteriores a la caverna y a la que, como si de un modelo se tratara, copian las figurillas y las propias sombras que estas proyectan en la pared de la caverna. Y es únicamente este hombre, el filósofo que ha percibido la realidad verdadera desde la distancia, el único capaz de volver a la caverna a sacar a sus excompañeros de prisión de su ignorancia y aclararles el sentido que realmente tienen aquellas sombras. Pero ocurriría una nueva paradoja, que él, acostumbrado ahora a la luz, sería ridiculizado por los moradores de las profundidades de la caverna al comprobar que está como ciego en la oscuridad y que, sin ser capaz de saber ni siquiera dónde pisa, aquel pretende darles lecciones de sabiduría y verdad.
Pues bien, del mismo modo los filósofos, para comprender y explicar el mundo sensible en el que vivimos, tienen que abandonarlo, tomar distancia y, una vez comprendida la «verdad», volver a la realidad mundana y ayudar al resto a orientar sus vidas. Sólo que, al haber invertido todo su tiempo en aquellos menesteres ideales y abstractos, al volver al mundo cotidiano, pecarán de desconocer los pormenores de la vida sensible. Los filósofos, que pueden orientarnos en nuestra existencia, desconocen, sin embargo, cómo curar enfermedades, cómo reparar un vehículo, cómo construir una casa… ¿Cómo pretenden darnos lecciones —pensarán muchos— si no saben nada del mundo que tienen ante sus narices?
Sin embargo, es por eso mismo, por estar pegada a nuestras narices, por lo que la hojarasca no nos deja ver el bosque. Es por eso, por la inmediatez y vertiginosidad de los acontecimientos, por lo que hay que tomar distancia filosófica para comprender la realidad que nos rodea. Debemos separarnos del mundo sensible, de los acontecimientos presentes, de la vorágine tecnológica para, desde las alturas, intentar ver el cuadro del mundo lo más completo e inmóvil posible de modo que le encontremos un sentido. Esta es, pues, la finalidad de nuestro escrito, sin perder del todo de vista la realidad que nos rodea, encuadrarla en un marco más general que nos dé campo de visión para orientarnos en ella adecuadamente. No es, pues, un libro de detalles tecnológicos; usaremos la tecnología y sus avances lo necesario como para obtener una visión de la realidad presente, asombrarnos de ella (pues el asombro es la semilla del pensamiento filosófico) y nada más (y nada menos).
Eso, en el fondo, es lo que hicieron siempre los filósofos. De modo que, aunque nos parezca que nosotros tenemos una necesidad especial de comprender los cambios de nuestro presente, eso ya lo hicieron antes nuestros antepasados. Lo que ocurre es que los cambios de ahora son nuevos y más rápidos. Por eso hace falta una nueva filosofía, una nueva toma de distancia y una nueva interpretación del mundo. El hecho de que el mundo cambie no es nuevo, el hecho de tener la necesidad de entender dichos cambios, tampoco. Pero la interpretación de la realidad que necesitamos ahora debe ser una nueva forma de ver un mundo que también es nuevo en muchos aspectos.
Ha habido muchos momentos en la historia en los que la realidad ha forzado a los filósofos a repensar la vida. Tres son los acontecimientos más destacados que han removido los cimientos de la concepción que el ser humano tenía de sí mismo: el geocentrismo (Copérnico, Galileo y Kepler), el evolucionismo (Darwin) y el descubrimiento del inconsciente (Freud). Todos ellos han obligado al ser humano a considerar desde un nuevo punto de vista su propia existencia, su lugar en el mundo y el sentido de su vida. Y ello ha supuesto la reorganización de nuestro pensamiento, de nuestras sociedades y de nuestras creencias y comportamientos. Con Copérnico nos dimos cuenta de que no estábamos en el centro del Universo. No éramos seres especialmente situados en el Cosmos, sino que andábamos en los aledaños de un mundo cuyo centro nos era ajeno. Y eso sólo al principio, pues luego descubrimos que ni siquiera estábamos cerca del centro, sino que éramos unos seres diminutos, habitando un despreciablemente pequeño granito de tierra (nuestro planeta) que orbita alrededor de una estrella vulgar, una entre de cientos de miles de millones que hay en nuestra galaxia que, a su vez, no es sino una entre cientos de miles de millones de galaxias que habitan nuestro universo, probablemente uno entre infinitos posibles universos más… Hemos pasado del todo a la (casi) nada. Nos quedaba, no obstante, una esperanza. Éramos seres especiales, seres con alma, creados a la imagen y semejanza de Dios. Éramos, al cabo, pequeños dioses de carne y hueso… y llegó Darwin. Resulta que nuestro lugar privilegiado en la Tierra también era una quimera. No somos seres con alma o, al menos, no con un alma muy distinta a la que pudiese tener un primate o cualquier otro animal. Y es que nosotros somos un simple eslabón más de la cadena biológica a la que pertenecemos. Nos gusta (ahora que nos hemos acostumbrado a la idea) decir que provenimos del mono. Pero en realidad provenimos de las «ratas» (con las que compartimos un 90% de nuestros genes), de los mamíferos de pequeño tamaño que sobrevivieron al impacto del meteorito que acabó con los verdaderos reyes del planeta: los dinosaurios. Así que nada de estar emparentados con Dios (a su imagen y semejanza, como rezaba la Biblia), sino que somos parientes de los animales, más aún, somos simplemente animales y nada más. Pero el ser ...

Índice

  1. PREFACIO
  2. INTRODUCCIÓN
  3. 1. DE LA OBSERVACIÓN AL ASOMBRO. TOMANDO DISTANCIA
  4. 2. ¿QUIÉNES SOMOS? LA DISOLUCIÓN DEL INDIVIDUO
  5. 3. EL MUNDO DE LA INFORMACIÓN
  6. 4. EL SER HUMANO Y LAS TICs
  7. 5. LA SOCIEDAD Y LAS TICs: EL FIN DEL TRABAJO
  8. 6. EL MUNDO Y LAS TICs: EL NACIMIENTO DE DIOS
  9. BIBLIOGRAFÍA