Notas para una historia de la falsografía
La fotografía, un producto cultural que nos acompaña casi desde que ingresamos en la era contemporánea, justo en el momento en que aparecieron las primeras sociedades industriales, es quizá una de sus producciones más ubicuas y características. En la forma de actividad profesional o amateur que vincula al talento para las artes plásticas con la óptica, la química o, más recientemente, con la electrónica, la fotografía, que no siempre fue considerada un arte, llamó pronto la atención de las burguesías europeas, que la vieron inmediatamente como la forma más sencilla y directa de captar algo de la realidad (y sobre todo de ellas mismas) sin apenas intermediaciones. Casi tal cual. Ese valor testimonial rayano en lo indiscutible de la imagen que hechizó a los pensadores y científicos positivistas del XIX y que aún hoy en el acervo popular vale más que mil palabras, no pasó nunca desapercibido ni siquiera a sus pioneros, que muy pronto entendieron su inmenso poder, su capacidad automática de convencer. Precisamente por eso, una historia de la fotografía no puede más que ir casi de la mano de la de la propaganda o del fraude fotográfico, que se sirvieron siempre de la credibilidad de la imagen para dar sostén a un mensaje que muchas veces no estaba en lo fotografiado.
Tan pronto se pudo dejar constancia, retratar el mundo en imágenes y documentarlo con exactitud, hubo quien entendió que se podían trucar para que se ajustasen a nuestros intereses. Así, muchas décadas antes de que las revistas se encargaran de embellecer todavía más a las hermosas modelos de sus portadas o de que equipos de diseñadores gráficos retocaran a las celebridades que salían poco favorecidas en sus páginas interiores, de las emulsiones fotográficas primitivas que retrataron a líderes políticos y mandatarios de medio mundo, mediante una serie de técnicas como la doble exposición o el retoque con tinta, (entre otras) de repente, empezaron a desaparecer adversarios políticos y objetos inoportunos mientras, al mismo tiempo, los retratados que sobrevivían a la purga visual (muchas veces antesala de la purga real) salían más sonrientes, más guapos, más delgados y más altos, como Franco en sus fotos con Adolf Hitler que, con su metro setenta y cinco centímetros, tampoco es que fuera un pívot de la NBA.
Así, podemos decir sin temor a equivocarnos que hay algo relacionado con la propaganda y la falsificación que, pese a su halo de infalibilidad, siempre persiguió a la fotografía. Sin exagerar. Casi desde el origen.
Un ejemplo que ilustra esta afirmación en lo literal y que no tiene que ver necesariamente con el trucaje técnico de una foto es el de Hyppolyte Bayard, padre del bulo fotográfico y precursor de la falsografía que, apenas 18 años después de la aparición de la primera foto de la historia, realizada por su compatriota Joseph Nicephorus Niepce, aprovechó el carácter documental del nuevo medio gráfico para crear una ficción, la de su propia muerte, y expresar así su frustración ante la escasa atención que el gobierno francés prestaba a sus avances técnicos al haberle negado el apoyo económico necesario a sus investigaciones.
La célebre foto, titulada «El ahogado», iba acompañada de un texto en el que Bayard, primer mentiroso en la historia de la composición fotográfica, aseguraba emberrenchinado que se había quitado la vida harto de ser ignorado por las autoridades, que no respaldaban sus trabajos, y atacaba a otro pionero de la fotografía contemporáneo suyo, Daguerre, que contaba con unas ayudas económicas tan significativas que incluso había conseguido que se le concediera nada menos que una pensión vitalicia: —Este cadáver que ven es el del Señor Bayard, inventor del procedimiento que acaban ustedes de presenciar, o cuyos maravillosos resultados pronto presenciarán. Según mis conocimientos, este ingenioso e infatigable investigador ha trabajado durante unos tres años para perfeccionar su invención. La Academia, el Rey y todos aquellos que han visto sus imágenes, que él mismo consideraba imperfectas, las han admirado como ustedes lo hacen en este momento. Esto le ha supuesto un gran honor, pero no le ha rendido ni un céntimo. El gobierno, que dio demasiado al Señor Daguerre, declaró que nada podía hacer por el Señor Bayard y el desdichado decidió ahogarse.
Decía el pie de foto, entre otras cosas. El problema es que Bayard estaba vivo. Bien vivo. De hecho, aún tardaría en fallecer unos cuarenta y siete años.
Con todo, lo importante de esta foto es que con ella se inicia la tensión entre lo verdadero y lo falso en el ámbito de la fotografía, donde quizá siempre existió una especie de tira y afloja subrepticio entre la verdad y la ficción. Como bien dice Eva Stilman Bayard anticipa las trampas de la fotografía como representación y su contingencia, su fragilidad y arbitrariedad, pero al mismo tiempo, manifiesta su enorme potencia. Da la sensación de que la fotografía siempre perseguirá situarse en ese umbral impreciso entre lo verdadero y lo falso como quien persigue una sombra, un espectro. De hecho, será una de las primeras labores a las que se dedicará. A retratarlos. Y lo hará incluso antes de que empiece el siglo XX. Con una precocidad extraordinaria.
Los primeros fotógrafos de lo «paranormal»
El pionero de la fotografía «espiritista» será William Mumler, un fotógrafo de Boston que, en 1862, al ir a revelar un autorretrato, «descubrió» el fantasma de una mujer a sus espaldas. Después de aquello, Mumler se dedicó profesionalmente a la fotografía paranormal y llegó a amasar una pequeña fortuna de la mano de infinidad de espectros de hombres, mujeres y niños que aparecían en sus placas. Por un módico precio, en un plis-plas, Mumler realizó infinidad de retratos a personas que querían fotografiarse acompañadas del espectro de sus parientes desaparecidos. Cuando alcanzó la cumbre de su fama, en 1869, hasta llegó a retratar a la viuda de Abraham Lincoln con el fantasma de su esposo asesinado cuatro años antes por John Wilkes Booth. Vendió miles de copias. Hoy, ante la contemplación de cualquiera de sus trabajos, un fotógrafo podría imaginarse fácilmente que Mumler fabricaba esta clase de fotos mediante la técnica de la doble exposición, razón por la que tenía que entrar en las casas de sus clientes para robar alguna foto del familiar fallecido si la hubiera aunque, tampoco había mayor problema si no las había. Las personas que habían perdido a algún ser querido hacía pocos años en la Guerra de Secesión, empañado su juicio por el dolor, acababan por dar casi cualquier cosa por buena. Su suerte, empero, no duró siempre y acabó cuando fue llevado a juicio y denunciado por fraude en 1869 por el empresario del espectáculo P. T. Barnum, un hombre poco escrupuloso autor de numerosos fraudes que, según parece, quería el monopolio. A pesar de que salió absuelto al no poder acreditarse más allá de toda duda que fabricaba las fotos, su carrera profesional jamás volvió a despegar y ya hasta su muerte en 1884 estuvo cuestionado.
El problema, más allá, es que toda la segunda mitad del siglo XIX estuvo atravesada por la obsesión de la gente con el espiritismo que, por ejemplo, en Inglaterra, se llegó a convertir en una especie de subcultura victoriana con sus medios, periódicos especializados, panfletos, tratados, sociedades y sesiones públicas o privadas que incluían misteriosos golpes, escritura automática, levitación y toda clase de «comunicaciones» con los espíritus. De hecho, la prensa espiritista de finales de la era victoriana, en su máximo esplendor, llegó a incluir periódicos como el British Spiritualist Telegraph , o revistas como The Spiritualist, Human Nature , Medium and Daybreak , Two Worlds o el semanario Light. Toda una panoplia de medios en los que, además, muchas veces escribían autores de primer orden, como es el caso de Arthur Conan Doyle, entre otros.
El mundo victoriano, desde la mismísima reina para abajo, estuvo totalmente obsesionado con lo sobrenatural y se deleitó con historias de fantasmas y cuentos de hadas, con leyendas de dioses, demonios y espíritus. Disfrutó con pantomimas y toda clase de extravagancias llenas de maquinaria sobrenatural; con cuentos góticos de vampiros y cadáveres vueltos a la vida. Incluso las novelas declaradamente realistas de aquel tiempo estuvieron llenas de sueños y misteriosas premoniciones.
La primera foto «espiritista» producida a este lado del Atlántico. En Inglaterra. El 4 de junio de 1872 el fotógrafo Frederick A. Hudson retrataba a Lady Helena Newensham y al «espíritu» de su hija en su estudio del 177 de Holloway Road. Londres. Cabe señalar que no prosperó ninguna de las denuncias presentadas contra él acusándole de fraude y que solo sesenta años después fue desenmascarado por el investigador de lo paranormal Harry Price. La imagen es de dominio público.
Quizá, después de todo, no es tan difícil de entender: El mundo material de aquellas primeras sociedades industriales a menudo parecía sobrenatural: Las voces incorpóreas al otro lado del teléfono, la velocidad del ferrocarril, el telégrafo e incluso la célebre niebla londinense, con su halo misterioso, debieron darle un aire algo extraño a la vida cotidiana. Tan extraño como para que casi cualquier cosa pudiera creerse posible. Tanto como para que en fecha tan tardía como 1920 dos niñas perpetraran uno de los fraudes fotográficos más burdos y, sin embargo, más célebres de la historia: El de las hadas de Cottingley.
Perpetrado por Frances Griffiths y Elsie Wright que mantuvieron que no había fraude hasta 1981, año en que ya ancianas de 74 y 81 años respectivamente, confesaron, lo cierto es que las imágenes de las hadas en las fotos eran una especie de recortables y que las habían mantenido sujetas con alfileres de sombrero y otros objetos similares. Hoy, a bordo de la educación visual que al peatón de la historia le ha dado más de un siglo de cine y medio siglo largo de televisión, resulta difícil no sonreírse ante la visión de unas fotos que...