LA MUJER SUBLIME
Puede que algunas cosas de este libro no te parezcan razonables. De haber ido por el lado científico, habría sido leal a su majestad la Razón y toda su camarilla en cada uno de los renglones, pero los mitos y el misterio siempre me han seducido más; así que las cosas que aquí encuentres serán, por encima de todo, corazonables.
El lema mujer sublime no está traído a capricho, pues mujer y sublime son, en la percepción de muchos, palabras próximas; de ahí que renuncie a constreñirlo en una teoría. Distinto es que convenga hablar en esta primera parte de lo sublime, una de esas palabras que se amasan y rebozan en el lugar común con tanta frecuencia que finalmente se deshacen, y añadir luego por qué motivo combina con mujer. Señalar los pasos de su oscilante misterio, reunir ejemplos y contarlos, eso quiero haber conseguido y no un frío, esquemático muestreo (la frialdad aquí está proscrita); tampoco pretendo un acuerdo indiscutible; ni la mitología ni la mitomanía admiten cálculos, a menos que sean apasionados.
Mujer sublime no es un concepto de generación espontánea. Siempre se descubre el Mediterráneo, como afirma la sensatez. La aportación, de haber alguna, es descubrirlo con nave personal. Mi MS no es más que nombrar de otro modo ese Eterno Femenino que acuñó Goethe al final de Fausto, pero cuyo latido estaba ya en la Beatriz de Dante y mucho más atrás; un término tan amplio que escapa a las definiciones; haberlas, haylas, y fáciles, pero las dejo para sus oponentes. Ya he dicho que no va a ser aquí donde la ciencia reparta juego; lo demostrable se expresa, y ése es su campo; pero, como advertía Wittgenstein en el Tractatus, lo inexpresable se muestra. Se refería a lo místico; me vale para lo mítico. Revisar con los ojos de este milenio de desencantos las imágenes que han sojuzgado a artistas y escritores de todo género, ése es el empeño. Aunque igual estos ojos no resulten ser hoy tan diferentes. No hace mucho, un entrañable chiste de Máximo cuestionaba si el Eterno Femenino había pasado de moda. Este ensayo puede ser respuesta a esa reflexión. No está de moda. Las modas son cambiantes. El Eterno Femenino es permanencia o no lo es.
Esto que lees en primer lugar, si deseas seguir el orden, es un «capítulo-prólogo» a inspiración de los sonetos-prólogo de los cancioneros personalizados a la manera de Petrarca, con los que los humanistas inmortalizaban a sus amadas y de paso a ellos mismos. Permíteme que, como aquel al que se ofrece un aperitivo antes del banquete, te sirva algunas pruebas de esa rendición. El primer soneto de aquellos poemarios solía funcionar de preámbulo a una historia. Historia de amor por una dama inaccesible que, en la vida y en la muerte, daba sentido a su escritura, a la vez que los redimía de una existencia mundana, desflecada en luchas de poder, contiendas y ambiciones. Por rascar en los orígenes, Guido Cavalcanti, forjador, junto con Guinizzelli, de un estilo que dulcificaba la herencia trovadoresca y avanzaba el virus melancólico de las rime petrarquistas, acusaba así el impacto de una mirada de mujer a finales del siglo XIII:
Vuestra vista me pasó el corazón,
despertando la mente que dormía:
cuidad ahora mi angustiosa vida
que Amor la destruye mientras suspira…
El cuarteto anuncia la causa cuyas consecuencias, en los tercetos de otro soneto, descubren una modernidad que no deja de sorprender:
Voy como aquel que ha dejado la vida,
que a quien lo mira parece hombre
de bronce, de piedra o de madera,
que puede caminar por artificio
y en el corazón lleva una herida
que es claro signo de cómo ha muerto.
Versos consanguíneos de otros de Guido Guinizzelli, el pionero, atestiguando que estos extremos no se tomaban a broma:
he quedado como estatua de bronce
que vive sin vida ni espíritu,
sólo el aspecto presenta de hombre.
Vaciado y sin pretexto para la vida, el escritor se agarra a los afilados clavos de la belleza y el arte. Por mucho que un poeta sea algo fingidor (ya lo dejó dicho Pessoa, «hasta finge que es dolor/ el dolor que en verdad siente») y aunque el estilnovista Cavalcanti sobrevivió a la desdeñosa y no lo mató el amor sino la malaria, qué duda cabe que firmó una de las claudicaciones más expuestas y en detalle ante la fuerza cautivadora de lo femenino, cuyo secreto permanece sellado. A ello obedecen mis letras y con la misma determinación: testimoniar ese brillo. Un brillo insorteable una vez percibido; un brillo que encadena, condena, enferma, transforma, trastorna, pierde, salva.
Dante Alighieri, como epígono de ese dolce stil, supo reelaborar los motivos de los iniciadores, concretando en Beatriz la figura de la dama única, inaprensible y salvífica. De su primeriza Vita nuova (c. 1293¸ esa vida nueva, esa novedad de postrarse ante una amada invariable, y a ella ofrecer un peregrinar poético) son versos como «quien pudiera soportar el mirarla, se/ ennoblecería, o moriría», o «de/ sus ojos, según ella los mueva, brotan espíritus/ inflamados de amor, que hieren los ojos de/ quien la mira» (de la canción Donne ch´avete intelletto d´amore). Fuego tan sutil, tan invasor, sólo podrá ser tolerado al final de la Divina Comedia, escrita por y a través de su recuerdo. Entonces la intensidad sonriente de sus ojos y su boca se suaviza en beato temple, no por otra razón que porque todo es intenso en el Paraíso.
Elevada entre ángeles esparciendo flores; así impresiona Gustave Doré, en su grabado (c. 1868), la aparición de Beatriz en el canto XXX del Purgatorio (Dante, Divina comedia).
La inmunidad de ese reactivo la seguirá reconociendo Francesco Petrarca casi un siglo después, quien en los versos finales del soneto numerado XIX en las Rime in vita di Laura, la registra con la certidumbre del vencido:
…con mis enfermos ojos vuestra rara
vista siguiendo voy tras mi destino,
sabiendo bien que voy tras lo que me arde.
Pero he hablado al principio de permanencia, no de cronología: de algo que sigue estando junto a lo que ahora está, por muchos siglos que comprenda esa distancia. De acuerdo con ello, mi texto se teje con el estímulo de las conexiones más que con el régimen de las cadenas (indizadas o no), régimen que se salta, como ahora; por lo que desearía que se visibilizara como panorámica más que como recta, igual que en la pantalla del ordenador tenemos agrupados, a la vista, los archivos afines. De ahí que deslice ahora el cursor a una cata más reciente: en la muy correcta adaptación televisiva que de Los miserables de Hugo editó Josée Dayan en el 2000, la hercúlea envergadura de Jean Valjean (Gérard Depardieu) se replegaba sobre la pálida silueta de su protegida Cossete, para confesar que su luz le había convertido en un hombre deslumbrado a despecho de sus sombras; tanto que su epitafio no podía ser más elocuente: «murió cuando perdió a su ángel» . Quisiera, entonces, que entiendas cómo y por qué, reclamando la antigua práctica, inicio este viaje con un capítulo-prólogo de intenciones más intuitivas que rigurosas y que, sin esperar que te parezca deslumbrante, consideres su signo de deslumbrado. A fin de cuentas ésta es también una historia de amor, o si prefieres, un homenaje. El fulgor que hace bajar los ojos a Valjean frente a Cosette, que pulveriza el corazón de Cavalc...