El héroe del Caribe
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El héroe del Caribe

La última batalla de Blas de Lezo

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El héroe del Caribe

La última batalla de Blas de Lezo

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El brillante historial del marino guipuzcoano Blas de Lezo, quien les había derrotado en anteriores ocasiones, debió haber prevenido a los ingleses. Pero tanta era su superioridad numérica y tan segura veían su victoria que antes de la batalla acuñaron una medalla conmemorativa de la toma de Cartagena de Indias. Penoso error. Ese puerto era la llave que abriría a la corona británica el dominio de toda América y la expulsión de los españoles. El ataque, llevado a cabo en 1741, se topó sin embargo con una defensa valiente, inteligente y eficaz, que humilló a Inglaterra y prolongó un siglo la potencia naval y territorial de España en el Atlántico. "El héroe del Caribe" relata con vigor y detalle esa hazaña, marco histórico en el que Fernando, joven oficial destinado en la plaza y entregado al combate, y Consuelo, a quien su madre quiere casar con otro a quien no ama, conocen la pasión, el dolor y la mentira. Estas páginas, con las que Juan Pérez-Foncea, el celebrado autor de "Los Tercios no se rinden", vuelve a evidenciar su maestría en la novela histórica, recogen además el enfrentamiento que tuvo lugar entre el almirante y el envidioso virrey Eslava. Pese a ser la suya la victoria militar más importante en los cuatro siglos de presencia española en América, Blas de Lezo fue menospreciado por la Corte, y sólo muy recientemente comienza a reivindicarse su memoria a nivel popular. Bien documentada y ambientada —el volumen incluye el diario real de Blas de Lezo sobre los hechos—, y narrada con emoción creciente —no en vano la batalla pudo cambiar su signo durante los dos meses que duró y hasta casi su conclusión—, "El héroe del Caribe" enaltece la figura de un gran héroe olvidado de España.La clarividencia y el arrojo de Blas de Lezo, manco, tuerto y cojo, con solo seis navíos a su disposición, conseguiría salvar a su país del mayor desembarco conocido hasta entonces, solo superado por el de Normandía, doscientos años después.

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Información

Año
2019
ISBN
9788418089107
Categoría
Literatura
1
Las negras cejas de Sir Robert Walpole resaltaban por contraste con la cuidada y exuberante peluca blanca con que acostumbraba a cubrir su incipiente calva.
Tampoco pasaba inadvertida su natural obesidad, propia de quien lleva sesenta y dos años alimentándose bien y sin padecer necesidad.
Walpole, hombre pragmático donde los hubiera, basaba toda su filosofía en el poco recomendable principio de que «todo hombre tiene un precio».
A pesar de la ruindad de tal esquema moral, no le había ido mal en la vida. Había logrado encumbrarse hasta las alturas de los más influyentes estadistas del momento. De hecho, era considerado el Primer Ministro de Gran Bretaña, aun sin ser llamado formalmente así.
Perteneciente a los whigs, el partido liberal británico de entonces, su buena estrella comenzó a debilitarse a raíz del fallecimiento de la reina Carolina el año precedente, en 1737.
Las circunstancias le estaban conduciendo a una situación tal que, como único medio de relanzar su posición, se veía en la tesitura de tener que apoyar, siquiera a regañadientes, a los partidarios de declarar la guerra a España.
En cuestión de muy pocos días los acontecimientos se precipitaron.
Los partidarios de romper el tratado de paz con la potencia del Sur, la alta nobleza y los comerciantes, consiguieron que la Casa de los Comunes se aviniera a escuchar el relato de un Capitán, de nombre «Jenkins», que estaba dispuesto a declarar las atrocidades que había debido padecer a manos de los españoles.
Llegado el día, el tal Jenkins realizó una parsimoniosa entrada hasta el estrado desde donde debía dirigirse al auditorio, en medio de una sala abarrotada y deseosa de conocer de primera mano su declaración. A nadie se le escapó el detalle de que llevaba un misterioso frasco de cristal entre las manos.
Al descubrirse el sombrero, evidenció que le faltaba una oreja, la oreja izquierda.
Su mentor apenas tardó unos instantes en comenzar el interrogatorio, y en dirigirlo hacia el terreno que a todos interesaba:
—¿Capitán Jenkins?
—Sí, señor.
—¿Podéis decir ante esta Cámara por qué habéis accedido a venir a declarar?
—Oh, sí, señor. Porque considero un deber patriótico que sus señorías conozcan de primera mano el maltrato que los españoles nos infligen a nosotros, honrados hombres de mar que trabajamos al servicio de su Majestad.
—Veo que carecéis de una oreja, ¿podéis explicar a la Sala desde cuando os falta ese miembro, o es acaso una tara de nacimiento?
—No, señor. Me la arrancaron.
Se produjeron algunos leves murmullos en los escaños.
—¿Os la arrancaron? ¿Podéis decirnos quién tuvo semejante osadía?
—Los españoles, señor.
Esta vez el murmullo subió de tono, alcanzando en algunos casos un punto de indignación.
—¿Los españoles? ¿Queréis explicaros un poco más? Es decir, ¿podéis detallar cómo se produjo semejante atropello, más propio de salvajes que de un pueblo que se dice a sí mismo civilizado?
—Sí, claro. Lo recuerdo como si fuese ayer.
»Navegábamos a bordo del «Rebecca» por aguas de las Antillas, cuando un guardacostas español, a cuyo mando iba un Capitán llamado «Fandiño», nunca olvidaré ese nombre, nos atacó y nos obligó a detenernos.
»Esos papistas registraron nuestra embarcación a conciencia.
»No pudieron encontrar ninguna mercancía de contrabando, no señor. Pero se desquitaron maltratándome a mí, el Capitán. Y, por si fuera poco, como colofón, me cortaron la oreja izquierda.
»¡Aquí la tengo todavía! —dijo casi entre lágrimas, con un gesto teatrero, mientras mostraba el amputado miembro que, al parecer, aún conservaba en el interior del pequeño frasco que a muchos había intrigado a su entrada.
El efecto buscado no se hizo esperar. Un bramido de cólera invadió la sala, prolongándose durante un largo rato.
Tan pronto como los gritos se hubieron acallado lo suficiente, Jenkins añadió:
—… y el tal Fandiño no sólo me humilló a mí, sino que también se atrevió a amenazar a su Majestad el Rey, al que prometió hacer lo mismo si se atrevía a navegar sin autorización por aguas españolas.
Este comentario fue la gota que desbordó el vaso.
Los partidarios de atacar a España supieron desde ese mismo instante que tenían ganada la partida. O que, al menos, habían dado un paso de gigante que no debían desaprovechar. Tenían en sus manos a la opinión pública que, convenientemente azuzada, sería imparable.
No importaba que el relato del Capitán fuese la versión unilateral e incontrastada de un solo hombre, ni que los hechos denunciados se hubiesen producido en todo caso siete años atrás. Era la excusa perfecta para atacar las posesiones españolas en América, y para hacerse con ellas.
Gran Bretaña debía dominar los mares y para ello, debía desalojar a España de América.
  • Si la mañana había sido tibia para la época del año, al atardecer había comenzado a refrescar, y al anochecer el aire era cortante. La humedad que emanaba de las frías aguas del Támesis penetraba hasta los huesos.
    Un hombre alto y enjuto, de tez pálida y pelo muy negro, penetró en «George and the Dragon», una de las tabernas más concurridas al sur del río. Tenía unos treinta y cinco años e iba envuelto en un elegante abrigo entallado.
    El establecimiento se hallaba débilmente iluminado por pequeños quinqués de aceite que pendían de las paredes. El abundante humo en suspensión proveniente del tabaco, unido al penetrante olor a alcohol, unido a las constantes y entremezcladas voces y risotadas de las conversaciones, a menudo a gritos entre mesa y mesa, conferían al lugar una singular atmósfera, que lo hacía particularmente apetecible para sus parroquianos.
    Tal y como se esperaba el recién llegado, se encontró con que el establecimiento estaba lleno hasta los topes. Sin arredrarse por la cantidad de gentes a las que tuvo que sortear empleando un igualmente elevado número de disculpas y perdones, se dirigió directo hacia una de las esquinas al fondo del local.
    Allí encontró una diminuta mesa en la que sólo había sitio para dos personas. Estaba ocupada.
    Sin embargo, tan pronto como el recién llegado estuvo a la vista, uno de los ocupantes se levantó y, saludándole con una ligera inclinación de cabeza, le cedió el puesto.
    El hombre que permanecía sentado, un hombre calvo de cara regordeta y mejillas sonrosadas, le saludó con confianza. No lo hizo en inglés, sino en un perfecto español:
    —Buenas tardes, Lázaro, ¿cómo te ha ido?
    —A mí muy bien, he recabado una buena información, de primera mano, pero a Walpole, francamente mal.
    —¿Mal? ¿Qué quieres decir? ¿No me querrás hacer creer que ese petimetre de Jenkins ha conseguido meterse a los Comunes en el bolsillo?
    —No sé si será un buen marino, pero como actor no tiene rival.
    »Si Walpole no termina cediendo de ésta, tarde o temprano tendrá que hacerlo. No le queda otra salida, si quiere conservar el pellejo político.
    —Pero… ¡es absurdo! Es absurdo declararnos la guerra por semejante idiotez. ¡Por una oreja…! ¡Es lo menos que se le podía hacer a un contrabandista! ¡Además…, el suceso ocurrió hace nada menos que siete años…!
    »¡¡Esto es simplemente ridículo!!
    —¡Chsssst! ...

Índice

  1. PRIMERA PARTENUBES DE TORMENTA
  2. 1
  3. 2
  4. 3
  5. 4
  6. 5
  7. 6
  8. 7
  9. 8
  10. SEGUNDA PARTETRES MIL CONTRA TREINTA MIL
  11. 1
  12. 2
  13. 3
  14. 4
  15. 5
  16. 6
  17. TERCERA PARTELA HORA DE LA VERDAD
  18. 1
  19. 2
  20. 3
  21. 4
  22. 5
  23. CUARTA PARTE:MISERIA Y HONOR
  24. 1
  25. 2
  26. 3
  27. EPÍLOGO
  28. AGRADECIMIENTOS
  29. APÉNDICE