Capítulo 1
Sexo, hipocrás y danzas de la muerte
De tapas en la Edad Media
Uno de los grandes problemas que tienen los estudiosos de nuestro pasado radica en el hecho de encontrar un modelo humano característico para cada uno de los periodos en los que se divide la historia. En lo que se refiere a la Edad Media la existencia de este modelo solo puede considerarse si antes conseguimos distinguir, dentro de la enorme heterogeneidad social, unas pautas comunes que se adapten al rey y al mendigo, al rico y al pobre o al hombre y a la mujer. Ante esta cuestión se debe de tener en cuenta que en el contexto medieval cristiano se tiene la convicción de la pertenencia a un modelo de existencia definido por la religión. También es importante comprender el espacio en el que se enmarca el día a día del individuo, en un momento en el que ya se han dejado atrás las formas socioeconómicas típicas de la Antigüedad Tardía.
Durante la Edad Media la organización territorial de la sociedad se estructura en torno a cuatro células fundamentales: el castillo, la señoría, el pueblo y la parroquia. El número de castillos prolifera en estos siglos, especialmente en aquellos territorios sometidos a una fuerte presión militar, motivo por el cual se produce una auténtica evolución de las técnicas defensivas a partir de la construcción de altos muros de piedra, que sustituirán a las antiguas empalizadas de madera, y otras estancias con funciones claramente castrenses. El castillo medieval cumple diversos objetivos, porque también actuaba como lugar de residencia de la nobleza e incluso como palacios de los propios reyes, especialmente los que se situaban en contextos urbanos.
Muy relacionado con el área de influencia del castillo estaba la señoría, o lo que es lo mismo: el conjunto de tierras y campesinos que dependían de la autoridad del señor. Comprendía los derechos territoriales y jurisdiccionales que el noble ejercía por su capacidad de mando sobre sus vasallos y feudatarios, entendiendo el sistema señorial como un tipo de organización en el que el señor se sitúa al frente de un feudo concedido por un superior en su condición de vasallo.
Castillo de Loarre, en Huesca. Durante la Edad Media la vida de hombres y mujeres se desarrolla en torno a una serie de células, entre ellas el castillo, que se va a convertir en uno de los elementos más significativos de la época.
Dentro de los feudos y señorías encontramos, por otra parte, agrupaciones de campesinos y súbditos que forman los pueblos medievales. Estos sustituyen el antiguo hábitat disperso típico de la Antigüedad hasta convertirse en uno de los elementos más significativos del paisaje medieval, tanto que en esencia han logrado subsistir hasta nuestros días como símbolo y recuerdo lejano de un pasado remoto pero más cercano a nosotros de lo que podemos imaginar. Esta nueva forma de hábitat se explica por la unión de casas de campo en un núcleo concentrado, para cooperar en la defensa mutua de un mundo que ha perdido parte de la seguridad que le ofreció el Estado romano antes de quedar fragmentado a partir del siglo iv, pero también por la atracción de dos elementos esenciales para la vida del campesino: la iglesia parroquial y el cementerio.
Tal y como podemos observar cuando visitamos alguno de estos pueblos actuales que aún desprenden un intenso aroma medieval y que han conservado la fisionomía del pasado (en España tenemos ejemplos verdaderamente sobrecogedores como Besalú en Girona, Albarracín en Teruel, Aínsa en Huesca, Olite en Navarra o Montefrío en Granada, entre otros muchos), las calles eran muy estrechas, lo suficiente como para que pasasen carros y carretas, mientras que los gremios de artesanos conformaban los distintos barrios (o burgos) que formaban el enclave.
La iglesia era el edificio más importante de la localidad, hasta el punto que las formas de vida de sus habitantes estaban marcadas por todo lo que sucedía alrededor de este espacio sagrado. El repicar de sus campanadas marcaba el ritmo de la vida de los feligreses, advertía de un peligro, anunciaba las horas de rezo y convocaba asambleas vecinales. Es el edificio en donde se desarrollan las ceremonias que marcan la vida de los hombres y mujeres de la Edad Media: bautizo, matrimonio y funeral, mientras que por otra parte se encarga de organizar las festividades más destacables del calendario cristiano como Navidad, Semana Santa y los domingos, por ser el día de oración. La iglesia obtenía diversas rentas feudales ya que cobraba el diezmo y recibía muchas donaciones, aunque también desarrollaba una destacable labor social, de asistencia a los pobres, cuidado a los enfermos y la organización de la enseñanza más elemental. Estas funciones fueron asumidas de forma progresiva por lo que la institución parroquial no conseguirá estabilizarse hasta el siglo xiii, cuando ya actúa como una entidad que engloba a un conjunto de fieles puestos bajo la autoridad espiritual de un sacerdote al que se llama cura. En la parroquia, el creyente tiene el derecho de recibir los sacramentos y de convertirse en una parte activa de la comunidad cristiana, por lo que a lo largo de su vida, el aldeano establece un estrecho vínculo con el cura de la iglesia y sus coparroquianos.
Hablamos del pueblo como célula fundamental de organización; la otra es el cementerio. En la Edad Media se producen transformaciones relevantes en lo que se refiere a la relación del ser humano con el mundo de la muerte. Hasta entonces, el hombre y la mujer habían sentido temor y repulsión hacia los cadáveres por lo que a los muertos solo se les rendía culto en las afueras de la ciudad o dentro de la unidad familiar. En Roma los enterramientos eran extramuros y muy habitualmente cerca de los caminos, mientras que en la Edad Media, los vivos trasladaron a sus muertos al interior de los pueblos y ciudades para así fortalecer los vínculos entre unos y otros. El cementerio ocupa una posición central en el espacio urbano y rural, como parte de un proceso de recuperación del culto a los antepasados. Este culto contribuye entre las clases dominantes a la consolidación dinástica de muchas familias reales, algunas de las cuales se esforzarán por levantar necrópolis reales como la de San Isidoro de León y la de San Juan de la Peña en la península ibérica.
San Isidoro de León es uno de los templos románicos más destacados de la Península Ibérica. En su interior encontramos un Panteón ubicado a los pies de la iglesia, con pintura mural románica y capiteles originales, en donde fueron enterrados algunos reyes leoneses.
En cuanto al ser humano, en la Edad Media se consideraba al hombre como una criatura modelada por Dios. Su esencia, su historia e incluso su destino solo podían entenderse a través de los textos sagrados, especialmente el libro del Génesis, primero del Antiguo Testamento, en el que se narra la creación de un hombre al que Dios le confiere dominio sobre la naturaleza, pero esta posición privilegiada se vio seriamente comprometida cuando Adán, instigado por Eva (seducida a su vez por la serpiente) cometió pecado y desobedeció la voluntad de Dios. Desde este momento, en el interior de todos nosotros dos seres van a enfrentarse y a rivalizar entre sí, el ser humano creado a imagen y semejanza de Dios, y el que es expulsado del Paraíso tras cometer el pecado original. Durante la Edad Media, la Cristiandad tendrá en cuenta la doble naturaleza del ser humano, no tan solo la parte negativa como suelen hacernos creer los grandes detractores de este periodo histórico, sino también la parte positiva. En algunos momentos se insiste más en esta última, especialmente a partir del siglo xi, mientras que en otros, sobre todo durante la Alta Edad Media, predomina la más peyorativa, la del pecador dispuesto a sucumbir ante la tentación y a renegar de Dios.
La condena al sufrimiento impuesta por Dios tanto a Adán como a Eva, en la forma de trabajo manual para el hombre y a los dolores del parto para la mujer, se traduce en el desprecio hacia el trabajo físico, insistiendo en el carácter maldito y penitencial del mismo. Esto trae consigo la valoración de una forma de vida entre las clases superiores en la que el sustento se asegura a partir del pago de unas rentas que proceden del trabajo de las clases menos favorecidas, dedicándose los nobles y el clero a otras ocupaciones, para ellos, más valoradas y dignas. La estructura socioeconómica tiende a consolidar estas diferencias, acentuando la sensación que tenemos de la sociedad medieval como un mundo en el que predominan las contraposiciones explícitas, llegando a asumir esquemas como el planteado por el obispo Aldaberon de Laon hacia el 1030 en su Poème au roi Robert en donde se distinguen los tres componentes fundamentales de la sociedad cristiana medieval (planteamiento ausente en la Biblia): oratores, bellatores y laboratores. Los primeros, los pertenecientes a la Iglesia, especialmente los monjes, son los encargados de rezar y de establecer una relación con el mundo divino, lo que les otorga un gran poder espiritual en la Cristiandad. El segundo grupo, el de los bellatores, está formado por nobles, especialmente los combatientes a caballo, que se encargan de proteger con su fuerza a los otros dos órdenes, mientras que el último grupo está representado por los campesinos, los no privilegiados, que alimentan con el producto de su trabajo a las clases privilegiadas.
Durante los siglos iniciales de la Edad Media, el personaje bíblico Job fue un modelo a seguir, por ser un hombre que aceptaba sin ningún tipo de duda la voluntad de Dios, incluso ante las peticiones más extremas. Durante la Alta Edad Media, en la que como hemos dicho el ser humano puede ser interpretado como víctima de su propia naturaleza pecadora, uno de los modelos bíblicos a seguir será Job, por ser un hombre que acepta la voluntad de Dios y no busca otra justificación además del arbitrio divino. Job es un ser íntegro y temeroso de Dios que a pesar de sus infortunios renuncia a cualquier orgullo y reivindicación. Es por este motivo por el que la iconografía altomedieval presenta a Job humillándose ante la divinidad, roído en sus entrañas o como un leproso, pero siempre manteniendo su lealtad hacia el Creador. Frente a esta concepción ideal del hombre, desde el siglo xiii predomina un tipo de representación diferente, más acorde a los rasgos realistas de las clases privilegiadas y poderosas. En el arte de esta Baja Edad Media, el ser humano aparece bajo la forma de papas, reyes, grandes señores y poderosos burgueses, siempre seguros de sí mismos, mientras que el sufridor es el mismo Dios, Jesús, que se ha sacrificado para salvar a la humanidad.
Los hombres y mujeres medievales también están implicados en una lucha que a menudo no logran entender, la que Satanás, el espíritu maligno, lleva a cabo contra Dios, pero esta lucha no les lleva a interpretar la realidad de una forma maniquea, ya que en la Edad Media se tiene la certeza de que existe un solo Dios, superior en fuerza a los ángeles caídos, por lo que el creyente tan solo se debe preocupar por resistir al pecado y aceptar la gracia a partir de su libre albedrío. Es en esta batalla entre el poder de los ángeles contra el de los demonios en la que se va a decidir el destino del alma, tal y como representa la imagen de san Miguel pesando con la balanza el alma de hombres y mujeres, mientras Satanás espera impaciente a que el platillo se incline sobre el lado desfavorable, al tiempo que San Pedro está dispuesto a actuar sobre el lado positivo.
La necesidad perentoria de encontrar señales que anuncien la propia salvación explica, desde el punto de vista de la antropología cristiana, el nacimiento de la concepción del ser humano como un homo viator, un hombre que está en camino, que siempre está en movimiento hacia la vida y la salvación, o hacia la muerte y la condena. El ser humano durante el Medievo es un peregrino que marcha hacia los lugares sagrados para postrarse ante el poder de una reliquia o un fiel cruzado que se desplaza hasta Tierra Santa para combatir contra los enemigos de la fe y recuperar para la Cr...