Europa, 1939
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Europa, 1939

El año de las catástrofes

  1. 208 páginas
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Europa, 1939

El año de las catástrofes

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El 1 de abril de 1939 terminaba oficialmente la Guerra Civil española con la victoria de los militares sublevados contra la legalidad republicana. Cinco meses después, las tropas alemanas cruzaban la frontera polaca dando inicio a una guerra que, pronto, se transformaría en la Segunda Guerra Mundial. Setenta años más tarde, era un buen momento para reflexionar sobre 1939, sus antecedentes y consecuencias. En 2009 el Centre d'Estudis sobre les Èpoques Franquista i Democràtica de la UAB, en colaboración con otras instituciones, organizó el congreso internacional '1939. El año de las catástrofes'. Fruto de esta reunión académica son los trabajos que se reúnen en este libro, donde tanto el régimen franquista como el exilio republicano enlazan con las transformaciones políticas e ideológicas que marcaron el conjunto de Europa a fines de los años treinta.

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Información

Categoría
Historia
LAS GUERRAS DE 1939
Francisco Veiga
Universitat Autònoma de Barcelona
Al año 1939 se le ha adjudicado históricamente una trascendencia crucial: señala el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. En realidad, esta condición resulta un tanto subjetiva, por cuando marca el inicio de la guerra europea que llevó a un conflicto de carácter realmente mundial sólo a partir 1941, cuando la Unión Soviética y los Estados Unidos se incorporaron a la contienda. De otra parte, deja en evidencia la forma en que la Segunda Guerra Mundial fue un fenómeno enfocado y explicado de forma predominante por los historiadores occidentales. Tomando como referencia la continuidad cronológica, bien podría considerarse que el conflicto comenzó en realidad el 7 de julio de 1937, en el denominado incidente del Puente marco Polo, entre fuerzas chinas y japonesas, que llevó a la captura de Pekín por éstas y a la Segunda guerra Sino-Japonesa. Este conflicto concluyó en 1945 y por lo tanto tuvo una continuidad evidente en el cuerpo central de la Segunda Guerra Mundial.
En consecuencia, uno de los objetivos de este trabajo es el debate sobre los límites del año de 1939 como fecha de referencia histórica; y a partir de aquí, la importancia relativa de algunos de sus actores, principales y secundarios. Por supuesto, no se trata de descargar a la Alemania nazi de la responsabilidad central en el inicio de la guerra, sino de definir con más precisión el perfil del conflicto que se inició el 1 de septiembre de 1939.
A diferencia de lo que ocurre con el comienzo de la Gran Guerra en 1914, el debate en torno a los orígenes del estallido de la Segunda Guerra Mundial carece de «nervio» polémico a pesar del enorme caudal historiográfico que ha suscitado esa contienda. Al margen de la historiografía neonazi, está ampliamente asumido que fue Adolf Hitler quien la desencadenó. Es una afirmación tan incontrovertible que la simple alusión a responsabilidades compartidas resulta sospechosa, desde un punto de vista político. De la misma forma, insistir en la posibilidad de que el incidente del Puente marco Polo en 1937 fuera el año real del comienzo de la tragedia, también podría parecer un intento más o menos sutil de aligerar la contundente carga de responsabilidad que recae en el nazismo. En realidad, sólo cuestiona el fuerte componente eurocéntrico sobre el que se asienta nuestra historiografía: así, en los años treinta ninguna guerra situada fuera del marco europeo podría haber desencadenado una contienda mundial.
Por todo ello, cuando en 1961 el historiador socialista británico A. J. P. Taylor publicó su obra capital, the originis of the Second World War,[1]se ganó rápidamente reputación de revisionista. Sólo en Reino Unido, la controversia se desencadenó y prolongó durante años, con el historiador Hugh Trevor-Roper encabezando un sólido frente de detractores procedentes de interpretaciones más ortodoxas, entre los cuales figuraban: Isaac Deutscher, Barbara Tuchman, Elizabeth Wiskemann, Tim Mason, Karl Dietrich Bracher, Golo Mann, John Lukacs o Andreas Hillgruber.
Sin embargo, con el tiempo, muchas aportaciones del modelo interpretativo aplicado por Taylor a los orígenes de la Segunda Guerra Mundial terminaron por ser aceptadas, mientras se sucedían las reediciones de su obra y aparecían artículos y libros que mantenían en pie buena parte de sus apreciaciones.[2]Pura y simplemente, muchas de sus ideas no pudieron ser rebatidas.
En esta pieza no se pretende exponer, y mucho menos secundar, la amplia aportación de A. J. P. Taylor a la interpretación de la historia diplomática en el periodo de entreguerras. Pero sí que se recuperan algunos de sus planteamientos más sólidos en relación a los orígenes de la Segunda Guerra Mundial, y más precisamente a los últimos meses de paz. Ni la historiografía catalana ni la española se asomaron en su día a la importante polémica generada por Taylor, pero en un congreso sobre los orígenes de la Segunda Guerra Mundial, setenta años después del fatídico 1 de septiembre de 1939, no puede ser ignorada.
Además, en esta ponencia se hará hincapié en los actores secundarios, que también tuvieron su protagonismo a lo largo de 1939 y por lo tanto en la forma que cobró el comienzo de la guerra. Países como Hungría, Eslovaquia, Finlandia o la misma Polonia no fueron meros comparsas o sujetos pasivos en manos de las grandes potencias continentales. Lo mismo es válido para los neutrales como Turquía, Portugal, grecia o la misma España. Este enfoque, como se verá, relativiza la imagen de gigantesca confrontación ideológica que tuvo el estallido de las guerras de 1939.
Por último, cabe precisar que el planteamiento cronológico de ese año parte de la división en tres periodos: el que va de enero a marzo; el que se prolonga desde este último mes hasta agosto, y el que cierra el año a partir de los acontecimientos que llevan a la guerra, en septiembre, y alcanzan hasta el mes de diciembre.
DE ENERO A MARZO
Los tres primeros meses de 1939 fueron un periodo muy marcado por las consecuencias de la conferencia de Munich, percibida entonces por la gran mayoría de la población anglo-francesa y de la mayor parte de Europa como un logro positivo, una «paz para nuestro tiempo», en célebre frase pronunciada por el primer ministro británico Neville Chamberlain a su llegada a Londes, tras participar en el evento. Se había evitado la guerra a escala continental: era el momento de triunfo para la política del apaciguamiento entendida como un intento de conjurar el desorden y la precipitación en la diplomacia de 1914 que había llevado al desencadenamiento de la gran guerra. El appeasement tenía como referencia el desastre acaecido un cuarto de siglo antes, de la misma forma que en diversas situaciones de crisis acontecidas con posterioridad, las iniciativas de Chamberlain y Daladier fueron percibidas como sinónimo de pusilanimidad o cobardía, por parte de unas democracias occidentales decadentes o de una camarilla de conspiradores dominada por el primer ministro británico.[3] Por otra parte, se suele olvidar que la política de apaciguamiento también reflejaba el principio de dirimir los asuntos internacionales según el espíritu de la Sociedad de Naciones, propio de la década de los años treinta.[4]
A comienzos de 1939 no parecía que nada pudiera enturbiar esas perspectivas de paz: la guerra española estaba próxima a concluir, lo que se percibía con claridad tras la derrota republicana en el Ebro; Alemania parecía haber renunciado a reclamar las colonias perdidas como resultado de la gran guerra –algo que por entonces todavía generaba expectación– y no había discusiones económicas sobre el tapete. En definitiva, prevalecía la idea de que Versalles, como sistema dirigido contra Alemania, había sido desmantelado entre todos, de común acuerdo, sin llegar a la guerra.[5]
El coste político que ello había tenido para los aliados se asumía, con mayor o menor incomodidad. Así, a pesar de haber perdido su predominancia diplomática en Europa oriental, Francia no se sentía en peligro; de hecho, abandonar el Este y replegarse sobre la Línea maginot parecía más realista, en términos de seguridad, que planear intervenciones militares de difícil ejecución estratégica en países lejanos. Este sentimiento se basaba en el cálculo realista de que Francia no podría ayudar a Checoslovaquia, llegado el caso. En definitiva, sería imposible impedir un hipotético avance alemán por el Este, pero a cambio, Alemania no lograría invadir Francia; y con eso bastaba.
Por su parte, los británicos recurrían a justificaciones de tipo más moral y político al considerar que a Alemania le asistía la razón de quedarse con el territorio de los Sudetes, de mayoría étnica germana. En gran Bretaña existía una reconocida tendencia a mantener que Versalles no había sido una paz justa con los pueblos de Europa. Por ejemplo, con los tres millones de alemanes obligados a vivir en Checoslovaquia. Esta manera de pensar cuestionaba los argumentos de aquellos pueblos que habían contribuido a desintegrar al Imperio austro-húngaro, incluyendo a los checos los primeros que al impulsar la creación de un estado multiétnico y no federalizado, habían creado, ellos mismos, una «cárcel de los pueblos». Las autodeterminaciones que habían acompañado el final de la Primera Guerra Mundial eran, en parte, denunciadas como una farsa. Un planteamiento que no dejaba de ser curioso y que compartía la izquierda británica con los conservadores.[6]Parece evidente que no sólo reflejaba ecos del resentimiento histórico hacia la independencia de las colonias americanas. También traducía preocupaciones más recientes de los británicos, que se habían estado enfrentando durante todo el periodo de entreguerras a crecientes presiones nacionalistas y anticolonialistas en diversos lugares Imperio y los protectorados, sobre todo en la India y Palestina.
De otra parte, el conflicto en torno al territorio de los Sudetes, incluyendo su anexión final por Alemania, en octubre de 1938, pareció generar expectativas irredentistas, de rediseño de fronteras y hasta soberanistas en otros lugares de Europa e incluso más allá.[7] Todo ello potenciado por la evidencia de que la crisis y su desenlace implicaban la liquidación final de la Europa surgida del Tratado de Versalles, lo que llevaría a la reestructuración de los Estados y mandatos constituidos a partir de 1919. En efecto, que la crisis de Munich no sólo afectaba a Checoslovaquia y Alemania quedó bien demostrado en la pronta anexión de Teschen por Polonia y de territorios rutenos en Eslovaquia por los húngaros, poco después de los acuerdos de Munich.
Así, el conflicto generado entre la Siria francesa y la República de Turquía por el Sanjak de Alexandretta, evolucionó en paralelo al del territorio de los Sudetes, aunque en este caso el litigio discurriera en el marco legal de la Sociedad de Naciones. Y ello fue así hasta el punto de que en septiembre de 1938 se creó a partir de ese territorio el denominado Estado de Hatay, con el turco con lengua oficial y una bandera muy similar a la que ostentaba la vecina república. También es de esa época el denominado libro Blanco de macDonald patrocinado por el ministro británico de Colonias para el mandato Británico de Palestina, a fin de dar paso allí a un estado independiente que debería ser gobernado conjuntamente por árabes y judíos. En la misma Europa, en Yugoslavia, el Sporazum o acuerdo federativo para la creación de la Banovina de Croacia, acordado a finales de agosto de 1939, había sido negociado a lo largo de los meses previos entre el primer ministro Dragiša Cvetković y Vlado Maček, el líder de la oposición nacionalista croata.
Estos ejemplos comúnmente asociados a la inminencia de la Segunda Guerra Mundial, cobran un significado más lógico si se relacionan con los acontecimientos acaecidos poco antes, y no tanto si se consideran emparentados a la posibilidad de un conflicto que, por entonces, se consideraba incierto.
En consecuencia, desde la conferencia de Munich y por lo tanto, a lo largo del periodo enero-marzo de 1939, parecía evidente que tarde o temprano debería reajustarse el equilibrio estratégico en todo el amplio espacio de la Europa central y oriental, e incluso en la mitad meridional, como consecuencia del final previsible de la Guerra Civil española y el nuevo peso que tendría Italia en el mediterráneo. que el Estado checoslovaco tenía los días contados era algo que se hacía evidente a cada día que pasaba. Aparte de lo que suponía en sí misma la amputación de los 30.000 km2 que constituían el territorio de los Sudetes, con sus recursos y activos y con la línea fortificada que era el escudo occidental de Checoslovaquia, resultaba imposible creer en la viabilidad del Estado centroeuropeo, abandonado a su suerte por sus propios aliados occidentales. Y eso dejando de lado las continuadas presiones políticas de la Alemania nazi sobre Praga a partir de Munich.
La política interior checoslovaca reflejaba bien a las claras cuál era el estado de cosas. Ya en octubre de 1938, el presidente Edvard Beneš dimitió y hasta se exilió; también cayó el gobierno del agrarista Milan Hodža, sustituido por un militar, el general Jan Syrový, quien incluso llegó a ejercer interinamente la presidencia hasta que el 30 de noviembre fue elegido presidente el controvertido Emil Hácha.[8]Durante aquellos meses, los dirigentes checoslovacos debieron esforzarse por mejorar las relaciones con Berlín, lo cual alentó el escepticismo sobre la capacidad de supervivencia del Estado dentro y fuera de sus fronteras.
La extrema derecha eslovaca ganó posiciones con rapidez. Recibió un fuerte empuje tras los acuerdos de Munich, a lo que ayudó también la muerte del carismático padre Andrej Hlinka, líder del Partido Popular Eslovaco, apenas dos meses antes. Esa formación actuó como catalizador de los diversos partidos y fuerzas nacionalistas (acuerdo de Žilina), consiguiendo la autonomía para Eslovaquia ya el 6 de octubre, y constituyéndose al día siguiente el primer gobierno en Bratislava encabezado por monseñor Jozef Tiso. En enero de 1939 ese mismo gobierno ya había prohibido todos los partidos a excepción del que era la base del régimen: el Partido de la Unidad Nacional Eslovaca. También en octubre la Rutenia Subcarpática había proclamado su autonomía y resultaba evidente que la Segunda República Checo-Eslovaca (nueva denominación) era como una nave desarbolada y casi a la deriva.
No era ningún secreto que Tiso simpatizaba abiertamente con la causa nazi y que Hitler consideraba la posibilidad de un Estado eslovaco independiente como nuevo peón en su política hegemonista en Europa central y oriental. Hungría era otro de los aliados firmes con que contaba Berlín, pero que poseía sus propias ambiciones en la zona a partir de su propia y frustrada experiencia histórica como imperio. Además, la presidencia del conservador –pero no fascista– regente Horthy enfatizaba aún más ese estilo independiente de la política exterior húngara. En cambio, la pequeña Eslovaquia, que iniciaba por primera vez su andadura como Estado soberano, ofrecía interesantes posibilidades para devenir el perfecto títere y base avanzada de Alemania en Europa centro-or...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. CRÉDITOS
  4. ÍNDICE
  5. UN AÑO REALMENTE CATASTRÓFICO. PRESENTACIÓN A UNAS REFLEXIONES SOBRE 1939, SETENTA AÑOS DESPUÉS
  6. EL AÑO 1939. MOMENTUM DE LA GUERRA CIVIL EUROPEA
  7. LAS GUERRAS DE 1939
  8. FRANCO Y EL FRANQUISMO ANTE LA NUEVA GUERRA DE 1939
  9. LOS INTELECTUALES EUROPEOS FRENTE A LA NUEVA GUERRA: EL CASO DE FRANCIA
  10. LA NUEVA INTELLIGENTSIA FRANQUISTA Y EUROPA
  11. EUROPA 1939: LAS DERECHAS*
  12. DISCURSOS Y PROYECTOS ESPAÑOLES SOBRE EL NUEVO ORDEN EUROPEO
  13. LA DERROTA DEL FRENTEPOPULISMO EUROPEO
  14. LA SUBLEVACIÓN POLÍTICO-MILITAR DEL CORONEL SEGISMUNDO CASADO, 5 DE MARZO DE 1939
  15. LOS EXILIADOS. UNA CRISIS PROTEIFORME EN LA FRANCIA DE LOS AÑOS TREINTA
  16. EL EXILIO ESPAÑOL Y LA EUROPA DE 1939
  17. BIBLIOGRAFÍA