Nietzsche (de)construido
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Nietzsche (de)construido

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Nietzsche (de)construido

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"Este libro finge ser un recorrido por el nihilismo y el romanticismo de Nietzsche en su lectura de lord Byron, así como un acercamiento al drama, el dolor, la tragedia y la dicha que implicaron para Nietzsche los nombres de Richard Wagner, Cósima, la Carmen de Bizet, George Sand y Chopin. Asimismo, se interna en lecturas baudelairianas, en la influencia de Heine, en comentarios de Theodor Adorno, Walter Benjamin, Jacques Derrida, Gilles Deleuze, Harold Bloom o Umberto Eco en medio de la invención de la conciencia como ficción en las imposibles obras de Marcel Proust, Virginia Woolf y Fernando Pessoa, cristales rotos de un eterno retorno de la diferencia fragmentada. Hasta Diana Bellessi, Günter Grass y Marilyn Monroe habitan este bestiario nietzscheano que sostiene la esperanza del advenimiento del ultrahombre o la ultramujer. Eso es 'lo bueno de verdad', el halcón que sobrevuela cada una de las páginas con la potencia del simulacro, con la convicción de que en el simulacro crece lo que nos salva" (Mariano Dorr).

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Información

Año
2021
ISBN
9789505568420
Categoría
Filosofía
Categoría
Filósofos

WAGNER: UNA HERIDA EN EL PENSAMIENTO TRÁGICO

La ambición de Wagner de obligar incluso a los idiotas a entender a Wagner.
NIETZSCHE

APOLO, DIONISO Y LA AUTOCRÍTICA NIETZSCHEANA

En el último texto de Nietzsche trabajado en nuestro capítulo sobre Byron, el §245 de Más allá del bien y del mal, el autor menciona el Tannhäuser de Wagner: “Es esta una música que ha dejado de sonar, si bien todavía no está olvidada”. No duda en llamarla “música romántica”, lo que para Nietzsche en ese momento significa un acontecimiento “corto”, un “cálculo histórico”, “fugaz”, “superficial”. Una especie de “entreacto” en medio de la historia del arte. Por supuesto, es una forma de referirse, tanto a Wagner como al romanticismo, con una severidad excesiva, cruel. La relación de Nietzsche con el romanticismo, esto es obvio, fue menos problemática que la que mantuvo con respecto a Wagner. Como ya vimos, la influencia de Byron permaneció en Nietzsche desde los comienzos hasta el final, presentando distintos aspectos, pero sin dejar de presentarse en forma precisa e inequívoca.
Se ha escrito demasiado sobre la relación entre Nietzsche y Wagner, y sobre el modo en que Nietzsche entendió el fenómeno wagneriano como un síntoma del nihilismo europeo, como una llaga o fractura expuesta de la decadencia europea de la segunda mitad del siglo XIX. Wagner fue para Nietzsche una enfermedad, y los intérpretes se han esmerado en analizar este vínculo con tanta insistencia que resulta redundante volver sobre ello. No tendríamos ninguna necesidad de hacerlo si no fuera porque la relación de Nietzsche con Byron nos lo exige. Así como Byron no dejó de estar presente a lo largo de todas y cada una de las etapas asumidas por Nietzsche, Wagner es ese otro nombre que, junto con Dioniso, es tan protagonista en las páginas escritas por el filósofo que, luego de haberle dedicado su libro sobre la tragedia, haber prácticamente vivido junto a él, siendo testigo de la construcción del teatro de Bayreuth, una vez que tome distancia del músico, este regresa al pensamiento nietzscheano como una obsesión, precisamente cuando lo ha abandonado en forma definitiva. Casi podría afirmarse que, cuando ha desterrado a Wagner de su dominio del pensar, Wagner está cada vez más y más presente, y con él, el romanticismo. Nietzsche se vuelve incomprensible sin Wagner. Y Wagner, la música y el drama musical de Wagner, permiten comprender un poco más lo que, de cualquier modo, no se deja apresar por las bondades de la comprensión. Acercarnos a Wagner será un modo de estar un poco más en peligro, tentándonos a la vez de amar y aborrecer aquello que Nietzsche amó y aborreció más que a ninguna otra expresión de su siglo.
El nacimiento de la tragedia es un trabajo escrito específicamente para otorgarle al drama wagneriano su fundamento metafísico. Contiene incluso un “Prólogo a Richard Wagner”, donde el autor anuncia que su libro fue escrito como un diálogo con el compositor alemán, asumiendo que el arte es la tarea, la actividad propiamente metafísica de la vida. En esa metafísica estética juegan un papel fundamental lo apolíneo y lo dionisíaco; las dos divinidades artísticas, Apolo y Dioniso, operan como las fuerzas en discordia, excitándose mutuamente. Una antítesis, una tensión que da lugar a la tragedia griega. Apolo como dios vaticinador, ligado al sueño, al resplandor y la bella apariencia de la fantasía interna. Forma que separa el ámbito diurno y sus estados de conciencia de las imágenes oníricas que dominan la noche; sin sueños, sin el prodigio de sus figuraciones, la vida no sería digna de ser vivida. Este Nietzsche de 1872 está tan interpelado por Wagner como por Schopenhauer: la metafísica, es decir, la explicación de todo lo real por medio de principios inalterables, domina su pensamiento. Es un pensar embravecido, atravesado por tempestades, o más bien, orgulloso de mantenerse en pie en medio de una tormenta que amenaza con hundir la nave del mar en que navegamos a duras penas: “como sobre el mar embravecido, que, ilimitado por todos lados, levanta y abate rugiendo montañas de olas, un navegante está en una barca, confiado en la débil embarcación; así está tranquilo, en medio de un mundo de tormentos, el hombre individual, apoyado y confiado en el principium individuationis (principio de individuación)”, escribe Schopenhauer en El mundo como voluntad y representación. Nietzsche lo cita para colocar a Apolo como la imagen divina misma del principium individuationis, reinando en la “bella apariencia” escultórica griega. Del otro lado, la esencia de lo dionisíaco se deja pensar bajo la figura de la embriaguez. El influjo de la bebida narcótica, el vino, los licores divinos, la copa de la exuberancia y el exceso del frenesí, la locura autoinducida en el furor a la búsqueda del éxtasis. Nietzsche, sin embargo, bebía agua: poderosa narcosis del deseo y la sed. La subjetividad se pierde en el olvido de sí en la intensificación de las emociones dionisíacas: incluso en la violencia desatada por la vida ardiente del entusiasmo: “De flores y guirnaldas está recubierto el carro de Dioniso: bajo su yugo avanzan la pantera y el tigre. Transfórmese el Himno a la alegría de Beethoven en una pintura y no se quede nadie rezagado con la imaginación cuando los millones se postran estremecidos en el polvo: así será posible aproximarse a lo dionisíaco. […] Ahora, en el evangelio de la armonía universal, cada uno se siente no solo reunido, reconciliado, fundido con su prójimo, sino uno con él, cual si el velo de Maya estuviese desgarrado y ahora solo ondease de un lado para el otro, en jirones, ante lo misterioso Uno primordial”. El artista dionisíaco vive en los estremecimientos de la embriaguez y se convierte él mismo en obra de arte: su vida misma es baile, canto, poesía, música. En el juego del arte, el artista dionisíaco desgarra el principium individuationis, esa ruptura es un fenómeno estético. Se da un duelo, una pérdida insustituible que es al mismo tiempo un grito de espanto y alegría.
Los griegos conocieron una existencia exuberante, donde el sufrimiento y la exaltación de la alegría se condensaban en el divino contacto con todo lo existente, sin necesidad de reparar entre lo bueno y lo malo, dejándose llevar hacia una vida de sensualidades y brebajes mágicos. Sin embargo, en la sabiduría popular griega, también se encuentra aquella vieja leyenda según la cual “durante mucho tiempo el rey Midas había intentado cazar en el bosque al sabio Sileno, acompañante de Dioniso, sin poder cogerlo. Cuando por fin cayó en sus manos, el rey pregunta qué es lo mejor y más preferible para el hombre. Rígido e inmóvil calla el demón; hasta que forzado por el rey, acaba prorrumpiendo en estas palabras, en medio de una risa estridente: Estirpe miserable de un día, hijos del azar y de la fatiga, ¿por qué me fuerzas a decir lo que para ti sería muy ventajoso no oír? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti – morir pronto”. La sabiduría del Sileno expresa el conocimiento de los griegos de los horrores y espantos de la existencia. Para poder soportar la existencia, los griegos crearon el Olimpo y sus dioses. La excitación del sentimiento, el ímpetu deseante, es también capacidad para el sufrimiento. Había que ir a los griegos, a la tragedia ática, para poder pensar un renacimiento de las artes, una nueva sensibilidad. Porque los griegos mismos son, en la historia, un “despertar milagroso”. La tragedia misma como obra de arte es un brebaje, una bebida curativa. El héroe trágico carga sobre sus espaldas el mundo dionisíaco y nos libra de él, nos redimimos a través de él; potencia mítica que descansa en la música y otorga libertad suprema y regala supremo placer. Nietzsche entiende en El nacimiento de la tragedia al héroe trágico y al mito como fuerzas simbólicas universales, principios metafísicos activos. En esa actividad se construye un puente, de la tragedia griega al drama wagneriano: “por muy violentamente que la comparación nos invada, en cierto sentido es ella [Isolda], sin embargo, la que nos salva del sufrimiento primordial del mundo”. La excitación musical de Tristán e Isolda y su mito trágico nos redimen a nosotros como los griegos eran redimidos en el sufrimiento del héroe trágico. Es lo apolíneo arrancándonos de la universalidad dionisíaca: “nos hace extasiarnos con los individuos; a ellos encadena nuestro movimiento de compasión, mediante ellos calma el sentimiento de belleza, que anhela formas grandes y sublimes; hace desfilar ante nosotros imágenes de la vida y nos incita a captar con el pensamiento el núcleo vital en ellas contenido”. Evitamos mediante la magia terapéutica de Apolo la autoaniquilación orgiástica, dionisíaca. La experiencia estética podría destruirnos, pero Apolo llega en nuestra ayuda: observamos la individuación y somos redimidos en la compasión por el insoportable sufrimiento al que nos habría condenado la sabiduría de Sileno. Y nuestra redención se da como un triunfo universal mediante figuras igualmente universales. Esto es lo que Nietzsche, en 1872, encontraba en el Tristán e Isolda de Wagner: el triunfo, la redención, el milagro del renacimiento de la tragedia en su música, la reunión de las fuerzas primordiales de la existencia. Es una teología del arte wagneriano, una religión del mito, una justificación de la existencia mediante el culto a la música. Las bases sentadas en El nacimiento de la tragedia serán precisamente aquello contra lo que se levante la filosofía de Nietzsche, de a poco, pero sin pausa. Cada nuevo texto será una forma de abandonar este Ideal del Uno Primordial. Todo el resto de su obra será un progresivo alejamiento de sus primeras tesis.
En su genialidad, prefirió seguir publicando el libro agregando —en la tercera edición— un “Ensayo de autocrítica”, en lugar de quitarlo de circulación por falta de afinidad consigo mismo. Esta ruptura con sus propias concepciones en El nacimiento de la tragedia puede observarse siguiendo algunas derivas del mismo libro. Porque, aunque se pretenda una armonía en la tensión entre Apolo y Dioniso, lo trágico en la obra de arte es el resultado de que Apolo hable la lengua de Dioniso y Dioniso la de Apolo; esto es lo que aparece en los últimos parágrafos del libro sobre la tragedia y precisamente a propósito del Tristán e Isolda de Wagner. Pero, como lo enseña Gianni Váttimo en un ensayo sobre la estética en Nietzsche, el problema del olvido de sí necesariamente ligado al artista dionisíaco nos lleva a concluir que, en realidad, Dioniso triunfa sobre Apolo; triunfa porque al lograr que Apolo hable la lengua de Dioniso logra a su vez que Apolo se transfigure en la desidentificación, en la ruptura de la individuación, en el olvido de sí. El hecho de que Dioniso hable la lengua de Apolo no tiene la consecuencia de individuar o dotar de forma a Dioniso, porque la embriaguez nunca pretendió carecer de esa forma, siempre fue una forma sometida al tormento. En ese intercambio, Dioniso lleva ventaja sobre Apolo, porque en definitiva el arte será aquel fenómeno capaz de desagarrar la realidad, la actividad de la desidentificación, de la pérdida de sí y la desorganización de los esquemas que ordenan y jerarquizan el desfile de las cosas en la existencia. Una obra de arte no llega a constituirse como tal si no rasga como un puma o un tigre la “bella apariencia”, trastocando su estatus. En la última frase de Ecce homo, Nietzsche escribe: “¿Se me ha entendido? – Dioniso contra el Crucificado”. Es decir que Apolo es retomado por la figura de Cristo, el Redentor, el Salvador, el que reúne sobre sí el imperio de todo lo real como Hijo de Dios, principio metafísico, fundamento de la creación. El problema con el drama musical wagneriano es que en su realización artística recorre el camino de la exuberancia, del éxtasis, de la ensoñación a la embriaguez, a la ruptura y el olvido de sí, pero lo hace con una voluntad de regreso a la redención, a la creación del orden de lo real. Wagner deja de ser artista para convertirse en sacerdote del arte. Si el arte da sus primeros pasos ligado a la experiencia religiosa, Wagner lo lleva de regreso al Templo: construye una obra que pretende reponer la identificación, la individuación, como un misterio fundamental de la creación. Hace de su arte una totalidad, la obra de arte total, la reunión del todo en la representación. Sus escenas se alejan de la teatralidad para acercarse a la ceremonia de asunción papal. Convierte al escenario en un altar. Esto es lo que causa repugnancia en Nietzsche, que se da cuenta tarde, luego de entregarse a la fascinación del Gran Mago, del Sumo Sacerdote que es Wagner. A partir de entonces, de lo que se trata es de dejar de oponer a Dioniso y a Apolo como si del resultado de esa tensión surgiera una “armonía”, una potencia “universal”. No hay nada verdadero ni en Apolo ni en Dioniso, no hay un fondo de verdad, no hay trasmundos, no hay esencias últimas que puedan ser señaladas por la obra de arte: lo trágico es justamente que no hay “bella apariencia” porque tampoco hay nada detrás de eso que podría llamarse “bello”. La tríada platónica de lo Bello, lo Bueno y lo Verdadero se convierte así en el blanco contra el que apunta sus flechas y sentencias Nietzsche. Son disparos tanto contra Sócrates como contra Platón, tanto contra Apolo como contra el Crucificado y, por supuesto, como contra Wagner.
El “Ensayo de autocrítica” fue añadido por Nietzsche en 1886; en un borrador de este nuevo prólogo Nietzsche lamenta el romanticismo que lo condenó a someterse a la fascinación de Wagner, “el más grande de todos los románticos”. Esto lo comenta muy bien Andrés Sánchez Pascual —traductor de Nietzsche de varias de sus obras— en sus notas al pie. Nietzsche habría despertado de su sueño romántico durante una conversación con Wagner precisamente, descubriendo que él no tenía nada que ver con el músico. En la ciudad de Sorrento, Italia, en otoño de 1876, Wagner le habló a Nietzsche durante más de una hora sobre la “sangre del Salvador”, confesándole “los encantos que él conseguía encontrar en La Cena”. Lo que a nuestro filósofo le interesaba en aquel momento no era La Cena cristiana ni la sangre del crucificado, era el fenómeno de lo dionisíaco, el mito trágico, comprender su nacimiento y su decadencia, su fatiga, su enfermedad: el socratismo. Su libro sobre la tragedia era una metafísica de artista, un libro “problemático”, escrito por alguien demasiado joven aún; a la vez, un libro “probado”, es decir, un libro que había satisfecho a “los mejores de su tiempo”. Especialmente, a Wagner: “ya por esto debería ser tratado con cierta deferencia y silencio; a pesar de ello yo no quiero reprimir del todo el decir cuán desagradable se me aparece ahora, cuán extraño está ahora ante mí dieciséis años después, ante unos ojos más viejos, cien veces más exigentes, pero que en modo alguno se han vuelto más fríos, ni tampoco más extraños a aquella tarea a la que este temerario libro osó por vez primera acercarse: ver la ciencia con la óptica del artista, y el arte, con la de la vida…”, escribe en su autocrítica. A la distancia, Nietzsche observa a su propio libro “imposible”, “torpe”, “penoso”, “frenético”, “confuso” y “sentimental”; un error narcisista, con excesos de confianza. De cualquier modo, reconoce allí una voz nueva que a pesar de los malos modales del wagneriano, sin embargo, fue capaz de colocar el problema de lo dionisíaco sobre la mesa; su libro intenta responder, con dificultades seguramente, a la pregunta por lo dionisíaco. En esa pregunta danza todavía lo desconocido e inimaginable que reina sobre los griegos. Para responder, Nietzsche mismo se convierte en discípulo de Dioniso; en este sentido ya comienza a abandonar a su m...

Índice

  1. Portadilla
  2. Legales
  3. Obertura
  4. Imagen de Lord Byron: Nihilismo y romanticismo
  5. Wagner: Una herida en el pensamiento trágico
  6. El eterno retorno y la escritura de la desidentificación
  7. El ultrahombre deconstruido
  8. Agradecimientos
  9. Bibliografía