Fragmentos de un viaje por el sur de Francia, España y Portugal en 1802
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Fragmentos de un viaje por el sur de Francia, España y Portugal en 1802

Descubriendo el suroeste hacia 1800: El viaje de K.V. Jariges por Francia, España y Portugal

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Descubriendo el suroeste hacia 1800: El viaje de K.V. Jariges por Francia, España y Portugal

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Desde un punto de vista geográfico y cultural, el desplazamiento desde Europa central al suroeste del continente a finales del siglo XVIII y principios del XIX constituía un movimiento excéntrico en el más amplio sentido de la palabra, llegando a revestir a veces un cierto carácter de aventura. Como ejemplo de ello presentamos aquí el relato de Karl Friedrich von Jariges, que ofrece una visión muy personal de su viaje en 1802 por tres países muy dispares entre sí: Francia, España y Portugal. En este texto, publicado en 1810, además, se hace patente un punto de inflexión entre la narración del viaje ilustrado, con su pretensión generalista, y la del viaje romántico, con su perspectiva subjetiva y su atracción por lo diferente y exótico, una tendencia que llegará a ser extraordinariamente fructífera en este tipo de textos hasta más allá del siglo XIX.

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Información

Edición
1
Categoría
Travel
Karl Friedrich von Jariges
FRAGMENTOS DE UN VIAJE
POR EL SUR DE FRANCIA,
ESPAÑA Y PORTUGAL
EN 1802
Leipzig
Editado por Johann Friedrich Gleditsch
1810
ESTANCIA EN LYON
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Primera impresión de Lyon ~ Recuerdo de la época del Terror ~ Zonas ~ Primera celebración del domingo ~ École vétérinaire ~ La sensible Eulalia ~ Las Hermanas de la Caridad
Se calcula que esta importante ciudad, la segunda del reino después de París, perdió 6.200 habitantes debido a los horrores de la Revolución. Antes contaba con 150.000 y ahora solo tiene 8.800. Esto no me era desconocido, y sin embargo me llamó mucho la atención a primera vista el escaso tráfico en las calles y plazas y una cierta desgana rayana en la depresión que noté en muchos rostros. Cuando uno se ve transportado a una ciudad de ese tamaño y de esa fama es difícil librarse de todas las expectativas de plenitud, de vida y de tráfico, más aún en una ciudad comercial tan grande. Además, todavía tenía fresca en la memoria la vivaz y encantadora Ginebra, y todo me parecía sin terminar e imperfecto a su manera. No vi que el teatro fuera muy visitado, y me pareció mediocre. Aunque en la espléndida plaza del mercado de Les Terreaux un charlatán hacía de las suyas, la concurrencia de público a su alrededor no era tan numerosa como parecía esperar ese hombre tan apuesto, que encomiaba con gran gravedad sus polvos y tinturas montado en un magnífico caballo blanco ricamente enjaezado, llevando un sombrero adornado con galones dorados y un traje escarlata galoneado. Aquí y allá se anunciaban con enormes carteles varios restaurantes, pero si uno quería restaurarse bien tenía que encargar la comida unas horas antes. Los pocos paseantes de la bella plaza de Bellecour ofrecían un espectáculo casi quejumbroso: es como si se viera deambular a las ruinas de un antiguo bienestar. Andaban por allí figuras ya casi difuntas o tempranamente envejecidas, acicaladas de manera tan peregrina como si hubieran saqueado la tienda de un anticuario.
Además, aquí todavía está muy fresco el recuerdo de la época del Terror, quizá más que en ninguna parte. Tal como me aseguraron, apenas hay una familia que no haya tenido que lamentar la muerte de alguno de sus miembros. Produce horror la descripción detallada que el antiguo maire Palerne de Savy hizo de las escenas durante y después del asedio de la ciudad. Como es sabido, las crueldades más espantosas fueron perpetradas e instigadas por Collot d’Herbois, que sobre todo quiso vengarse porque una vez le habían silbado cuando era actor. Así, entre otras cosas, en unos sauces que formaban una avenida entre dos fosos hizo atar a doscientos desdichados de ambos sexos y de repente mutilarlos y aplastarlos con metralla y fusilería; algunos solo recibieron heridas leves, se desataron e intentaron huir a las islas arenosas de la parte menos profunda del Ródano; pero allí les esperaban los dragones que los pasaron por sus sables en medio del río, mientras que el tirano Collot d’Herbois, en pleno banquete, hacía sonar las trompetas al grito de «Vive la république!». En los árboles de la plaza de Les Brotteaux a las afueras de la ciudad todavía se ven, no sin estremecimiento, huellas de una lluvia de balas; toda esa zona produce la sensación horripilante de un calvario.
No se puede decir que Lyon sea bello; pero las dos plazas nombradas anteriormente, Les Terreaux y Bellecour, ahora llamada Bonaparte, así como el magnífico muelle del Ródano, son monumentos como pocas veces se encuentran; y si tampoco se puede considerar como bello el emplazamiento de la ciudad, sin embargo es muy variopinto por las colinas de viñedos de un lado, y por ambos ríos, el Saona y el Ródano, el primero de los cuales, siguiendo la costumbre matrimonial, tras casarse con el segundo, pierde su nombre. Tampoco faltan aquí los fuertes contrastes, como en todas las ciudades antiguas. El muelle izquierdo del Ródano ofrece una amplia perspectiva, de manera que cuando el cielo está claro se divisa hasta el Montblanc. Si desde allí se echa una mirada lateral hacia una de las calles estrechas, oscuras y sucias con casas de hasta cuatro y cinco pisos…, ¡cómo no se siente entonces la libertad de la naturaleza abierta, y al mismo tiempo lo deprimente y angustioso de las viviendas hacinadas en un estrecho espacio, que oprimen y aprisionan a la gente como en una jaula!
En la orilla derecha del Saona aún había algunas casas en ruinas, y allí trepé a los escombros de la antigua cárcel estatal de Pierre Encise, colocada sobre una roca escarpada, y a la cual se recuerda muchas veces en los libros de historia. Reina aquí un silencio horrible que hace olvidar la proximidad de una gran localidad. Si entonces se trepa a la colina de la orilla izquierda del Saona por callejuelas miserables hasta la iglesia de los cartujos, cree uno haber sido transportado a un lugar abandonado. Sin embargo, vale la pena hacer este camino tan fatigoso por la imponente vista que se disfruta desde la iglesia. Además, a mí me picaba la curiosidad de presenciar el solemne regreso que iba a celebrar hoy aquí monsieur Dimanche con sus otros seis hermanos, tal como lo anunciaban los periódicos, pese a todas las protestas del ciudadano Décadi.1 Encontré la iglesia, que no es muy grande y solo está restaurada en parte, repleta de gente de las clases bajas, de las cuales muchas no habían venido por devoción, sino igual que yo, por pura curiosidad. Aun así, la mayoría estaba de rodillas, rezaba y se persignaba celosamente mientras el sacerdote consagraba la hostia. Cerca del altar estaba un joven maestro con sus alumnos: en cuanto empezó la consagración, cayó de rodillas, arrastró a algunos de los niños violentamente al suelo e hizo señas a los otros para que se arrodillaran también. Tanto él como sus pupilos se mostraban visiblemente devotos y a veces se daban fuertes golpes de pecho. Probablemente se les había exhortado formalmente a actuar así. Muchos presenciaban el acto de pie y andaban de un lado para otro. Se les notaba que en realidad no sabían lo que debían pensar de todo eso. Pero todos parecían acordarse de las palabras «Silence - Respect» que estaban escritas en un cartel a la puerta de la iglesia. En otro lugar vi una mezcla escandalosa de lo sagrado con lo profano: en el refectorio de la antigua abadía de St. Pierre, que actualmente aloja las actividades bursátiles, está colgada una cruz negra sobre el gran cuadro de la Última Cena; ¡y en esa cruz están escritos los números de la lotería!
En lo que respecta a obras de arte, Lyon no tiene mucho que ofrecer. Lo más importante son quizás las colosales figuras de Coustou fundidas en bronce que representan el Ródano descansando sobre un león que significa la ciudad, y el Saona sobre una leona. Están a la entrada del suntuoso Ayuntamiento y ofrecen una vista impresionante. La sala de los quinientos cisalpinos no destaca por nada y se parece a un teatro anatómico. Pero sí que es destacable la École vétérinaire, que si no me equivoco es la más antigua que hay, de la cual han salido todas las demás. Sobre todo me llamó la atención un esqueleto de caballo colocado en posición de galope sobre el cual cabalga un esqueleto humano, lo cual me recordó a los versos de Bürger en Lenore:
¿Mi amada también tiene miedo? La luna brilla muy claro
¡Hurra! ¡Los muertos cabalgan rápido
¿Mi amada también tiene miedo de los muertos?
¡Bah, deja en paz a los muertos!2
El clima de aquí aún no es nada meridional. Igual que en Alemania, son temidas las tormentas debido a la bajada de temperaturas que suele haber después.
En el apreciable manual de viaje de Reichard aparece la observación de que el bello sexo está aquí a menudo desfigurado por narices chatas. Esta observación no carece de fundamento; por lo menos en los paseos y sobre todo en el teatro la encontré bien confirmada. Pero ¿cómo se podría explicar este fenómeno tan curioso?
En el teatro tuve la suerte de ver representada la obra maestra del Sr. Kotzebue Misantropie et Repentir.3 El vestuario era muy anticuado y casi andrajoso, y la representación muy exagerada. La obra produjo mucha emoción entre las señoras, de manera que los espectadores del patio de butacas, muy poco cortésmente, se incomodaron por los muchos sollozos y jadeos, y algunas veces tamborilearon y silbaron. La buena Eulalia fue interpretada por una actriz novata, que tenía la desgracia de parecerles demasiado rubia a los señores. Pronto se levantó un murmullo muy audible por el insípido color, y de repente la pobre actriz desapareció en plena representación, que se quedó parada durante un tiempo. Por fin apareció un actor y explicó al público que madame N. N. era «trop sensible à l’accueil peu flatteur, presque désagréable», a lo cual le aplaudieron. Después de una pausa bastante larga apareció de nuevo la «trop sensible» y representó su papel sentimental de forma tanto más conmovedora.
Es muy loable que el Gobierno francés haya dejado que siga existiendo al menos una orden religiosa: la de las Hermanas de la Caridad, que como cuidadoras de enfermos necesitados en los hospitales están consagradas a una profesión verdaderamente venerable. Se visten como monjas con un ropaje negro y llevan velos blancos, petos y delantales blancos, y una cruz dorada en el pecho. Su aspecto tiene algo de virtuoso y respetable, libre de los beatos gestos de inocencia de las monjas de clausura. Uno se las encuentra a menudo por la calle y siempre se alegra de ver estas nobles figuras en medio de las más corrientes.
El viaje de aquí a Aviñón se hace normalmente por vía fluvial, en el barco mercantil regular (coche d’eau). Yo seguí esa costumbre y la travesía me pareció bastante agradable, aparte de algunas incomodidades. Sin embargo, me di cuenta de que el viaje por tierra con el coche de correos es mucho más cómodo, rápido y seguro, e igual de agradable, si no más. Va continuamente colina arriba y valle abajo, no lejos de la orilla del Ródano, que es visible muy a menudo. Los caminos en general son excelentes. La ruta pasa por la villa de Orange, donde es muy digno de verse el arco de triunfo de Mario (todavía muy bien conservado), que aquí alcanzó una victoria sobre los cimbrios y los teutones. Para el que viaja en compañía es aconsejable la ruta por tierra. Yo la hice en enero en mi viaje de regreso, por lo que la conozco por experiencia propia.
VIAJE POR EL RÓDANO DE LYON A AVIÑÓN
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El barco mercantil ~ Los compañeros de viaje ~ Vistas del Ródano ~ Comparación del viaje por el Ródano con los viajes por el Danubio y el Rhin ~ Divertida escena en Condrieux ~ Descripción de una cocina francesa ~ Pont Saint Esprit ~ Vista de Aviñón
A las cinco de la madrugada, el barco mercantil (coche d’eau) estaba listo para la partida, tan lleno de cajas, fardos y barriles que era un problema encontrar un pequeño asiento libre. Y los viajeros, un grupo muy variado, tardaron bastante en acomodarse de alguna manera. Eran unas treinta personas, de las cuales las de mayor alcurnia en seguida se separaron haciendo rancho aparte. Las mercancías gozaban de mayor atención que los pasajeros, lo cual a estos les disgustó no poco al principio. Pero los tripulantes del barco, que son la gente más basta que uno se pueda imaginar, no tienen ningún miramiento; más bien parece que buscan ser descorteses y brutales, queriendo imitar a los rudos marineros. Y así, siguiendo su estilo, se habían tatuado en el brazo caracteres extraños, y la miserable embarcación llevaba el orgulloso nombre de Temístocles. Comida y bebida no les faltaba, ni tampoco gritos y maldiciones en su patois, con los cuales saludaban a los barqueros que pasaban. Con el mismo entusiasmo rehuían el trabajo, y su pereza llegaba tan lejos que, cuando el anillo de un remo se rompió, en vez de arreglarlo, intentaron sujetar el remo con una pértiga hasta que por fin se decidieron a hacer una reparación a fondo.
Sin embargo, al habituarnos a estas molestias casi se nos olvidaron, y además tuve la alegría de descubrir entre los pasajeros a un amable inglés que había conocido hacía unas semanas en Zúrich. Como había sido educado en Alemania hablaba tan bien el alemán que creí ver en él a un paisano, y aunque en seguida sospeché que era un aventurero (y con razón, como luego se demostró), hice amistad con él. Se hacía pasar por un capitán inglés a tiempo parcial que había pasado algunos años en la guarnición de Gibraltar y que ahora viajaba a Italia por placer. Un judío alemán hizo un comentario característico sobre él, diciendo que al principio también lo había tomado por alemán porque tenía un aspecto muy amable. La bondadosa y cándida amabilidad a que se refería el judío parece ser, de hecho, la principal característica de la fisonomía de los alemanes, que solo se encuentra en naciones emparentadas con ellos como los suecos y daneses.
Además de estos había otros dos paisanos en el barco: dos oficiales sastres muy jóvenes de la zona de Württemberg que querían probar fortuna en Marsella. Me llamó la atención con qué estupor miraron mi mapa de viaje, pues todavía no habían visto nunca un mapa.
En el pequeño círculo aparte formado por los muy nobles solo era interesante un aristócrata emigrado que regresaba a su ciudad natal, Nimes, después de varios años. Totalmente en consonancia con su carácter nacional, era risueño y bienhumorado, sin expresar por otro lado mucha alegría por volver a ver su ciudad. Y él mismo bromeaba también sobre la frivolidad de su nación.
No mucho después pasamos del Saona al Ródano y pronto perdimos de vista Lyon, que forma una bella perspectiva con las casas de campo a orillas del río. A ambos lados, a lo largo de todo el viaje, las riberas amarillentas no son muy altas ni rocosas, sino más bien pedregosas; y solo raras veces se muestran ruinas de castillos en lo alto. Si no estuvieran cubiertas de viñedos, sobre todo del lado derecho, tendrían un aspecto muy triste. El río solo tiene una anchura considerable en algunos lugares, es de color amarillo sucio, pero la corriente es bastante rápida. Las aldeas tienen un aspecto poco amable debido al color gris y monótono de la roca con que están construidas sus murallas, que todavía siguen en pie. Solo las pequeñas ciudades ofrecen a veces vistas pintorescas. Allí se buscan en vano perspectivas realmente bellas y partes interesantes de carácter romántico. La forma de las torres es peculiar: una pirámide formada por barras de hierro, en la cual la pequeña campana pende libremente.
Me costó un esfuerzo reprimir todos los recuerdos de los magníficos viajes por el Rhin y el Danubio; me asaltaban a cada momento y querían obligarme a comparar lo que veía ahora con lo ya pasado. Si hubiera cedido a ello se me hubiera amargado el placer del viaje, que en sí ya no era muy grande, pues el Ródano queda muy por detrás de los dos ríos principales de Alemania en todos los aspectos: en lo que respecta a belleza y variedad; exceptuando solo el clima meridional, que al acercarse a Aviñón cautiva los sentidos del viajero. En el Ródano no hay huella de la armonía pintoresca con la cual el bosque y el campo, los prados y las viñas, las rocas y las ruinas de castillos, la aldea y la ciudad, la tierra y el agua se funden en un todo tan perfecto que se podría creer que no solo la casualidad, sino también el arte, han participado en la creación de esos maravillosos cuadros románticos. Igualmente, tampoco se encuentra nada parecido a los lúgubres parajes de St. Goar, donde de repente uno parece transportado a un tenebroso lago, o a los encantadores paisajes de Coblenza, o a la variedad de perspectivas que ofrece el Danubio en Straubing, Passau, Linz, en los remolinos de Ratisbona o en Melk.
A mediodía paramos en la villa de Condrieux, donde tuvo lugar un lance muy divertido. Un tropel de mujeres corrió hacia la orilla, y apenas habíamos puesto el pie en tierra, cuando intentaron, gritando fuertemente, apoderarse de nosotros y llevarnos a una hospedería. Toda resistencia fue vana, y hubo que dejarse llevar como un botín por alguna de aquellas bellezas. Esa escena fue un pendant cómico del recibimiento que tuvieron los paladines de Ariosto perdidos en el mar cuando tuvieron que aterrizar en la isla de las mujeres. Estaba preparada la mesa con muchas y buenas viandas del país, y un vino muy agradable y aromático vivificó los ánimos fatigados por el calor.
Cuando partimos de nuevo volvimos a sufrir mucho por el ardor del sol, ya que no había refugio contra él; tanto más reconfortantes fueron por la noche el fresco y la suavidad del aire. Entre los cantos a porfía de los ruiseñores y los quejumbrosos y suaves tonos de una trompa y un fagot tocados con gran sentimiento por dos compañeros de viaje, la barca se deslizaba tranquila como un cisne por la lisa superficie entre los viñedos. Me sentía en la gloria, no veía ni oía nada más que el cielo vespertino sin nubes y los tonos suaves y melodiosos; era como si el barco fuera arrastrado suavemente por las melodías como por un imán. Hicimos noche en Tain, donde, lamen...

Índice

  1. Cubierta
  2. Anteportada
  3. Portada
  4. Página de derechos de autor
  5. Índice
  6. INTRODUCCIÓN
  7. FRAGMENTOS DE UN VIAJE POR EL SUR DE FRANCIA, ESPAÑA Y PORTUGAL EN 1802 KARL FRIEDRICH VON JARIGES
  8. ÍNDICE TOPONÍMICO