Cándido
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Cándido

  1. 129 páginas
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Cándido

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Cándido es un clásico del humor; sus aventuras nos apresan el interés y las seguimos aun sin que nos interese particularmente la corriente filosófica idealista. Es un fenómeno parecido a Don Quijote: se lee con gusto a cualquier edad, su tono de novela de aventuras hace a esta obra especialmente grata para los jóvenes. Es un libro que con todo derecho podemos llamar también un gran clásico...

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Información

Editorial
Editorial Cõ
Año
2021
ISBN
9786074573923

Capítulo XXII



De lo que les pasó en Francia a Cándido y a Martín

No se detuvo Cándido más tiempo en aquella ciudad que el necesario para vender unos cuantos chinarros del Dorado, y adquirir una buena silla de dos asientos, puesto que ya no podía dar paso si no llevaba consigo al honrado filósofo Martín; sólo sintió mucho el haberse de separar de su carnero, que regaló a la Academia de Ciencias de Burdeos, la cual propuso para el premio del año siguiente, que se investigase cuál era la causa de que aquel extraordinario carnero fuese rojo y no de otro color: se adjudicó el premio a un sabio del Norte, que demostró por A más B menos C partida por Z, que el susodicho carnero necesariamente debía ser de color púrpura, y que dentro de cierto tiempo moriría de roña.
Todos los pasajeros que Cándido iba encontrando por el camino le decían:
—A París vamos.Vamos a París.
Este afán general de ir a París le excitó el apetito de irse a París como todos los otros, y no siendo demasiado lo que le apartaba para venir a caer después a Venecia, se encaminó a París, y al entrar en aquella gran metrópoli por el arrabal de San Marcelo, creyó que había equivocado el camino, y que se hallaba en uno de los lugares más desaliñados de Westfalia. Apenas había llegado Cándido a la posada, cuando se sintió indispuesto de resultas tal vez de las incomodidades del viaje. Llevaba en el dedo una sortija con un diamante enorme, y en su equipaje un cajoncillo, que apenas un hombre robusto podía levantarle; por consiguiente así que dijo que le dolía la cabeza, se halló con dos médicos, a quienes no había enviado a llamar, le rodearon inmediatamente algunos amigos íntimos, que no conocía, y dos caritativas y devotas mujeres empezaron a disponerle caldos y defensivos. Martín decía:
—Yo me acuerdo de haber estado también enfermo en París, y como no tenía un ochavo, no vi entrar por la puerta de mi guardilla, ni amigos, ni devotas, ni médicos, y me puse bueno al instante.
Cándido, a fuerza de medicamentos y de sangrías, tardó mucho más en restablecerse, y durante su convalecencia no faltó divertida tertulia que le acompañaba a cenar. Había baraja y se jugaba fuerte: él se aturdía de ver que nunca le venían los ases; pero Martín no se maravillaba de esto. Entre los que más se esmeraban en obsequiarle, había un abate gordillo y chiquirrituelo, que era uno de aquellos sujetos de que tanto abundan las grandes ciudades; siempre diligentes, siempre serviciales y listos, siempre descarados, cariñosos y flexibles, que acechan al pasar a los forasteros, les cuentan la historia escandalosa del lugar, y les proporcionan distracciones y placeres a todos precios. Éste llevó a Cándido y a Martín al teatro, en donde se representaba una tragedia nueva. Cándido se halló por desgracia colocado entre dos eruditos, y a pesar de las doctas reflexiones que sin querer les oía, no pudo menos de llorar en muchas escenas que a su parecer representaron los actores con suma perfección. En un entreacto le dijo uno de los críticos:
—Caballero, usted hace muy mal en llorar, porque la actriz es muy mala, el actor que representa con ella es muy malo también, la pieza es todavía peor que los actores, el autor no sabe palabra de la lengua arábiga, y se ha atrevido a poner la escena en Arabia; ya ve usted qué absurdo. Además, es un hombre que no cree que hay ideas innatas. Mañana, si usted me lo permite, he de tener el gusto de enseñarle a usted veinte papelillos que se han escrito contra él, cosa muy instructiva.
Cándido, con un movimiento de cabeza, le dio gracias, y volviéndose al abate cachigordillo, le dijo:
—Y bien, señor, ¿cuántas piezas dramáticas tienen ustedes en Francia?
—Tendremos —respondió el abate— como cosa de cinco o seis mil.
—Mucho es —replicó Cándido—, pero entre ésas, ¿cuántas habrá que podamos llamar buenas?
—Bien habrá quince o dieciséis —dijo el regordete. —Mucho es —añadió Martín.
A Cándido le pareció muy bien una actriz que hacía el
papel de la reina Isabel de Inglaterra en una tragedia insípida y que solían repetir algunas veces, y le dijo a Martín:
—¿Sabe usted por qué me gusta a mí tanto esta mujer? Porque tiene bastante semejanza con la señorita Cunegunda; y en verdad que si fuese posible, la iría a visitar de muy buena gana.
El abate rechoncho le aseguró que no había cosa fácil, y se ofreció a ser el introductor. Cándido, como nacido y criado en Alemania, preguntó qué etiqueta se guardaba en esto, y de qué manera se trataba en Francia a las reinas de Inglaterra.
—En eso hay variedad —respondió el abate—, si es en las provincias, no hay inconveniente en cogerlas de un brazo y llevárselas a una hostería; pero en París se las trata con más respeto, suponiendo que tengan una cara tal cual; y cuando se mueren, las echan en un muladar, ése es el estilo.
—¡Cómo! —dijo Cándido—, ¿las reinas en los muladares? ¡Eh!, usted se burla.
—No por cierto —replicó Martín—, el señor abate habla muy de veras.Yo estaba en París cuando a la señora Mónima se la introdujo la forma cadavérica, y en verdad que estas gentes se obstinaron en no concederle lo que ellos llaman los honores de la sepultura, esto es, el honor de irse pudriendo poco a poco en un cementerio entre los pobretones del barrio; y no hubo remedio, sola, solita la enterraron allá en un rincón de la calle de Borgoña; lo cual sin duda debió causarle muchísima pesadumbre, porque en efecto era mujer de nobles pensamientos.
—Pues a mí me parece que ésa es grandísima descortesía —dijo Cándido.
—Será lo que usted quiera —añadió Martín—, pero eso es lo que por aquí se gasta: imagínese usted todas las contradicciones, todas las incompatibilidades posibles, y todas las hallará usted en el gobierno, en los tribunales, en las iglesias, en los espectáculos de esta nación.
—Y ¿es cierto —preguntó Cándido— que siempre se ríe en París?
—Certísimo —respondió el abate—; pero ríen rabiando, porque se quejan de todo dando risotadas, y muchas veces con la risa en los labios se cometen las acciones más detestables.
—Y ¿quién es —dijo Cándido— aquel gorrino que me hablaba pestes de la tragedia que tanto me hizo llorar, y de los actores que me agradaron tanto?
—Ése es un mal sujeto —dijo el abate— que gana la vida desacreditando todas las piezas y todos los libros: un foliculario miserable, que aborrece a cualquiera que ve sobresalir y merecer el aplauso público, como los eunucos aborrecen a los que gozan de los placeres que ellos no pueden gustar. Es una de las muchas sabandijas literarias que se alimentan de lodo y veneno.
Así razonaban Cándido, Martín y el abate mofletes bajando la escalera, a tiempo que toda la gente iba saliendo del teatro.
—Mucho deseo tengo —dijo Cándido— de volver a ver a la graciosa Cunegunda; pero entre tanto bien me alegraría de cenar siquiera una noche con madama Clairon, que en efecto me ha parecido excelente.
Pero como el abate panzudillo no era hombre de acercarse a la tal madama Clairon, que sólo gustaba de tratar con sujetos decentes y de mayor importancia que él, respondió con su natural desenvoltura:
—Mire usted, lo que es por esta noche no puede ser, porque sé que está ocupada; pero yo le llevaré a usted a casa de una señora de alta jerarquía, y allí conocerá usted a París en muy pocas horas, como si tuviera cuatro años de residencia en él.
Cándido, que era naturalmente curioso, se dejó conducir a un extremo de la ciudad, en donde vivía la dicha señora. Hallaron ocupada a la concurrencia en un faraón. Rodeaban la mesa hasta una docena de personas de varias figuras, todas cariacontecidas y tristes, con su baraja en la mano, registro de su mala ventura. Reinaba en la sala un profundo silencio, los apuntes pálidos, el banquero inquieto, la señora sentada junto a él, observando con una vista de lince cuanto ocurría, una hija suya, de cosa de quince años de edad, era de los que apuntaban y advertían a su madre y al implacable banquero con un guiñar de ojos todas las fullerías que hacían sus compañeros para enmendar las injusticias de la suerte. El abate, Cándido y Martín saludaron respetuosamente a la señora marquesa de Paroliñac, que así se llamaba la señora, y a lo restante del concurso; pero nadie se levantó, nadie los saludó, nadie los miró, tan profundamente ocupados estaban.
—En verdad que la baronesa de Thunder-ten-tronckh era mucho más cortés —dijo Cándido.
En esto se acercó el abate a la señora, la habló al oído, y ella, haciendo ademán de levantarse, sin levantarse del todo, favoreció a Cándido con una graciosa sonrisa, y a Martín con un movimiento de cabeza. Sentóse Cándido, diéronle su baraja, y en dos tallas perdió cincuenta mil pesetas; después cenaron alegremente, y todos se admiraban del poco efecto que había hecho en Cándido una pérdida tan enorme. Los lacayos se decían unos a otros en su lenguaje lacayuno:
—¡Canario en el hombre, y qué sereno está! No tiene quite; por fuerza es éste algún milord inglés. ¡Canario, y cómo pierde, y qué poco cuidado le da!
La cena fue como casi todas las cenas de París: al principio mucho silencio, después rumor indistinto de palabras, después pullas insípidas, risotadas, noticias falsas, mala lógica, algo de política y mucho de murmuración. Se habló de teología, se habló de modas, se habló de chismes, se habló de libros y de tragedias. La marquesa preguntó por qué se obstinaban en representar de cuando en cuando algunas tragedias que no había cristiano que las leyese. Uno de los concurrentes, hombre docto y de buen gusto, explicó en qué consiste que un drama, desnudo enteramente de mérito, puede no obstante excitar interés, y probó en pocas palabras que no es suficiente dos o tres o más situaciones de las que se hallan con tanta frecuencia en las novelas, y que siempre seducen al auditorio, si por otra se olvida el autor de que es necesario que en su obra haya novedad sin extravagancia, sin faltar jamás a lo que es natural, lo que es sublime; que conociendo perfectamente el corazón humano, haga hablar a sus personajes el lenguaje de las pasiones, que debe ser un gran poeta, y disimular esta cualidad con tal artificio, que en ninguna de sus figuras se descubra el escritor; que debe poseer perfectamente su idioma, hablarle con pureza, con armonía constante, sin que la versificación o la rima alteren la claridad ni la energía de los pensamientos, ni destruyan la belleza de las imágenes. El que no sepa observar todas estas reglas, añadió, podrá muy bien escribir una o dos tragedias que se aplaudan en el teatro; pero no por eso se le contará en el número de los buenos autores. Lo cierto es que en Francia tenemos muy pocas tragedias excelentes, y entre las muchas que se han compuesto, unas no son más que idilios eróticos en elegante diálogo con buenos versos, otras disertaciones políticas que hacen dormir o amplificaciones enfadosas; otras parecen sueños de energúmenos en estilo bárbaro, con interrupciones y largos apóstrofes a las deidades, porque se ignora el lenguaje de los hombres, atestadas de máximas falsas, lugares comunes y períodos huecos, ampulosos y redundantes.
Cándido escuchaba con grandísima atención cuanto el literato decía, y concibió una alta idea de sus alcances: acercóse al oído de la marquesa a cuyo lado estaba, y le preguntó quién era aquel hombre que hablaba con tanto juicio.
—Éste es un sabio que nunca apunta —dijo la marquesa— y el abate me lo trae a cenar aquí algunas veces: es sujeto muy inteligente en esto de tragedias y libros, y ha escrito una tragedia silbada, y un libro que tuvo el honor de dedicarme tiempo ha, cuya edición permanece toda entera en la librería a excepción de un ejemplar que me regaló.
—¡Qué hombre tan grande! —exclamó Cándido—, ¡qué hombre! Otro Pangloss.
Y dirigiéndole la palabra, le dijo:
—Supongo sin duda que usted llevará la opinión de que en el mundo físico y en el moral todo va bien, y que no puede ir de otra manera.
—Yo, señor mío —respondió el literato—, nunca he sido de ese parecer, al contrario, estoy persuadido de que todo va al revés, de que todos ignoran cuál es la clase a que pertenecen, y las obligaciones que deben desempeñar, ni saben lo que hacen, ni lo que les conviene hacer. Si usted exceptúa el rato que gasta en cenar, en el cual hay un poco de unión y alegría, lo demás del tiempo se pierde en cuestiones impertinentes entre jansenistas y molinistas, magistrados y clérigos, escritores contra escritores, cortesanos contra cortesanos, rentistas contra deudores, mujeres contra maridos, parientes contra parientes; guerra eterna, eso es lo que hay, lo demás es fábula.
—Algo peor que todo lo que usted acaba de mencionar he visto yo por mis propios ojos —dijo Cándido—; pero un hombre doctísimo, muy amigo mío, que murió ahorcado, me enseñó que todos estos que llamamos males, son flores; que todo va bien así; que todo es necesario; que todo es lo mejor posible; que lo que nos parece una calamidad, es una fortuna que no sabemos agradecer, y que las sombras fuertes hacen un cuadro mucho más hermoso por la oposición armoniosa de claro y oscuro, y...
—Su ahorcado de usted —lo interrumpió Martín— se chanceaba, no puede ser otra cosa; y en verdad que las sombras de que usted habla son manchas y borrones espantosos en el cuadro del universo.
—Bien —dijo Cándido—, pero son los hombres los que las causan, sin que esté en su arbitrio el evitarlo.
—Lindamente —replicó Martín—, y de ahí resulta que los culpados no son ellos, y que el mal existe, y que el mal viene de otra parte.
El mayor número de los asistentes no comprendió palabra de este diálogo, y tomaron el partido de seguir bebiendo. Martín habló largamente con el literato, y Cándido contó a la marquesa de Paroliñac una gran parte de sus trágicas aventuras.Acabada la cena condujo la señora a Cándido a su gabinete, y le hizo sentar junto a ella en un canapé.
—Conque en efecto —le dijo—, ¿tan tierno es el amor que usted profesa a la baronesita de Thunder-ten-tronckh?
—Sí, señora, tan tierno es —le respondió Cándido—, y aun excede a cuanto yo puedo acertar a decir.
La marquesa añadió con agradable sonrisa:
—Usted responde como un pobre muchacho de Westfalia; pero un francés me hubiera dicho: sí, señora, es cierto que he querido mucho a la baronesita; pero al verla a usted, voy temiendo que aquel antiguo cariño ha de resfriarse, y ocupará su lugar otro mucho más fuerte.
—Bien está, señora —dijo Cándido—, yo responderé todo lo que usted guste.
—Aquella pasión —prosiguió la marquesa— tuvo principio alzando del suelo un lienzo de la baronesita, y yo quisiera que usted me cogiese esa liga que se me ha caído: véala usted, ahí está.
—De muy buena gana —dijo Cándido, y cogió la liga.
—Pero quisiera yo que usted me la pusiera —dijo la señora, y Cándido se la puso.
—Mire usted —añadió la marquesa—, yo me hago cargo de que es usted extranjero y merece dispensa. Yo suelo hacer padecer y esperar quince días enteros a mis amantes de París; pero me resuelvo a favorecer a usted sin esta insoportable dilación, porque es justo no economizar las atenciones a un joven de Westfalia, adornado de tan bellas prendas como en usted descubro.
Entre tanto que esto le decía, no quitaba la vista de dos diamantes enormes que Cándido llevaba en los dedos, y se los alabó con tanta sinceridad y con tanto ahínco, que de los dedos de Cándido pasaron inmediatamente a los de la pudibunda marquesa.
Al retirarse Cándido a su casa acompañado del abate gordo, no dejaba de sentir alguna especie de remordimiento de haber sido infiel a su idolatrada Cunegunda. El abate lo consoló lo mejor que pudo, y como a él le había tocado una porción muy corta de las cincuenta mil pesetas perdidas al juego, y del valor de los diamantes medio regalados, medio ganados en buena guerra, propuso en su ánima aprovecharse cuanto le fuera posible de la fortuna que se le venía a las manos con la amistad del inocente Cándido. A este fin aumentó los obsequios y humillaciones; le acompañaba, le servía, le daba conversación, manifestaba un tierno interés en todo cuanto Cándido decía o hacía o pensaba hacer, y no cesaba de hablarle de la señorita Cunegunda.
—¡Ah! Yo le aseguro a usted —dijo Cándido— que así que llegue aVenecia no tardaré un momento en echarme a sus pies y pedirle perdón de mi infidelidad.
—¿Conque están ustedes convenidos paraVenecia? —Sí, señor; allí hemos de vernos —respondió Cándido. Y de unas palabras en otras le contó, como tenía de
costumbre, todas las circunstancias de sus malaventurados amores con su ilustre baronesita.
—Yo tengo para mí —dijo el abate— que la señorita Cunegunda ha de ser una dama de extraordinario talento y penetración, y que será una delicia leer sus cartas.
—Por mi desgracia —respondió Cándido—, no he recibido jamás ninguna de ella. Ya ve usted, criado en su compañía, no necesitaba escribirme durante aquella época feliz; después que me echaron a puntillones del castillo por quererla mucho, no pude escribirle; después la lloré por muerta, la encontré, la volví a perder, y a dos mil quinientas leguas de aquí le envié un propio, y ni sé si habrá llegado, ni si ella me responderá.
Todo lo escuchaba el abate con grandísima atención, y parecía que estaba embelesado: al fin se despidió de los dos extranjeros, dándoles sendos abrazos con la mayor ternura.
Al día siguiente recibió Cándido, apenas se levantó de la cama, una carta que decía de esta manera:
“Mi dueño, mi querido amante: ocho días ha que me hallo enferma en esta ciudad, y acabo de saber que tú estás en ella. Si mi dolencia me lo permitiese, volaría a ponerme en tus brazos. Cuando pasé por Burdeos, adquirí noticias de ti, y allí quedó la vieja y nuestro fiel Cacambo, que dentro de poco llegarán. El gobernador de Buenos Aires se apoderó de todo cuanto yo tenía; nada me queda sino tu corazón: ven, tu presencia me dará la salud perdida, o acaso moriré de placer al verte.”
Esta inesperada carta, esta carta hechicera, llenó a Cándido de una alegría imponderable, que sólo pudo turbar la triste consideración de que su adorada baronesita se hallaba enferma. Agitado de estos dos afectos, se llenó las faltriqueras a toda prisa de oro y diamantes, y acompañado de Martín se hizo conducir a la posada en que estaba su hermosa doliente. Entró temblando de inquietud; le latía apresuradamente el corazón, y un nudo que se le puso en la garganta no le dejaba hablar. Llegóse al lecho, descorrió una cortina, mandó que trajesen luz; pero la criada que estaba de asistente le dijo:
—¡Ay!, no, señor: la luz la pone a morir —e inmediatamente volvió a correr la cortina.
—Querida Cunegunda —dijo Cándido—, ¿cómo está usted? Si no puede usted sufrir la luz, si no puede usted verme, a lo menos hábleme usted.
—No puede hablar —dijo la...

Índice

  1. Capítulo I
  2. Capítulo II
  3. Capítulo III
  4. Capítulo IV
  5. Capítulo V
  6. Capítulo VI
  7. Capítulo VII
  8. Capítulo VIII
  9. Capítulo IX
  10. Capítulo X
  11. Capítulo XI
  12. Capítulo XII
  13. Capítulo XIII
  14. Capítulo XIV
  15. Capítulo XV
  16. Capítulo XVI
  17. Capítulo XVII
  18. Capítulo XVIII
  19. Capítulo XIX
  20. Capítulo XX
  21. Capítulo XXI
  22. Capítulo XXII
  23. Capítulo XXIII
  24. Capítulo XXIV
  25. Capítulo XXV
  26. Capítulo XXVI
  27. Capítulo XXVII
  28. Capítulo XXVIII
  29. Capítulo XXIX
  30. Capítulo XXX