El rescate
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El rescate

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  1. 368 páginas
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El rescate

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Un velero inglés queda embarrancado en los bajíos de una recóndita costa malaya. A bordo, un aristocrático matrimonio inglés y un caballero español confían en que algún buque los rescate y los ponga a flote. Ignoran que, ocultos en la espesura de la selva que empieza en la misma orilla, se concentran guerreros a la espera de iniciar una guerra contra el país de Wajo.Un bergantín, bajo el mando del capitán Lingard, aventurero y comerciante inglés que lleva años recorriendo aquellas costas, avista la nave encallada y trata de ayudarles sin comprometer sus propios objetivos. Sin embargo, algo turba los propósitos de Lingard: la fascinación que instantáneamente ejerce sobre él la dama del velero.Conrad no acabó la redacción de El rescate hasta muchos años después de haberla iniciado. Él mismo reconoció haber encallado en ella tal como el navío inglés lo hizo en los bajíos. Y es comprensible: difícilmente un joven Conrad podría haber tenido la madurez necesaria para describir la relación que se establece entre Lingard y la casada Sra. Travers, una relación marcada por un amor que no se expresa más que subrepticiamente.Novela de amor y de aventuras, El rescate es un alto exponente del talento de Conrad para describir personajes, y de su sutileza cuando se trata de describir sentimientos semiocultos y pasiones soterradas que pugnan por salir a un mundo en el que las convenciones sociales tratan de imponer sus rígidas normas, incluso en los confines de las selvas malayas. Joseph Conrad (1857-1924), nació en la ciudad polaca de Berdichev, ahora perteneciente a Ucrania. Su padre, de quien heredaría el amor a la literatura, pertenecía a la nobleza polaca. Jósef Teodor Konrad Korzeniowski (ese era el verdadero nombre de Conrad) quedó huérfano a los 12 años, y a los 16 abandonó su Polonia natal, ocupada por los rusos, para trasladarse a Marsella. Para pagarse el viaje se enroló en un barco, y ahí empezaría un periplo de veinte años viajando por todo el mundo. Luchó en España en las guerras carlistas, con las tropas de don Carlos. Nacionalizado británico en 1886, escribió su obra en lengua inglesa. Políglota, además de poseer un perfecto conocimiento del idioma inglés, hablaba ruso y francés, y naturalmente, el polaco. En 1895, año en que publicaría su primera novela, La locura de Almayer, contrajo matrimonio con Jessie George. Murió en Bishopsbourne, cerca de Canterbury. Entre sus obras más importantes destacan Lord Jim, El corazón de las tinieblas, Nostromo, El rescate, Azar y El negro del Narcisus.

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Información

Editorial
Montesinos
Año
2008
ISBN
9788496831537
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

JOSEPH CONRAD

El rescate

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JOSEPH CONRAD

El rescate

Traducción de David González
M O N T E S I N O S
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Título original: The Rescue
Edición propiedad de Ediciones de Intervención Cultural ISBN: 978-84-96831-53-7
Diseño: Miguel R. Cabot
Revisión técnica: Isabel López Arango
Depósito legal: B-9.359-08
ImprimeTrajecte
Impreso en España
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—¡Ay de mí! —dijo ella—, ¡que esto fuera a pasar!
Pues no pensé que posibilidad hubiera
De que monstruo o prodigios tales existieran
“El cuento del terrateniente”1
1. En los Cuentos de Canterbury, de Geoffrey Chaucer (1342-1400). (N. del T.)
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PARA FREDERIC COURTLAND PENFIELD
ÚLTIMO EMBAJADOR DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA EN EL
QUE HASTA HACE POCO FUERA IMPERIO AUSTRÍACO, ESTA HISTORIA DE
TIEMPOS PASADOS ESTÁ ESCRITA CON AGRADECIMIENTO, EN RECUERDO
DEL RESCATE QUE ÉL REALIZARA DE CIERTOS ANGUSTIADOS VIAJEROS
EN LA GRAN TORMENTA MUNDIAL DEL AÑO 1914
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NOTA DEL AUTOR
De las tres largas novelas mías que sufrieron una interrupción, El rescate fue la que más tiempo hubo de aguardar porque así plugo a las Parcas. No traiciono secreto alguno al declarar aquí que hubo de esperar exactamente veinte años. La hice a un lado a fines del verano de 1898 y fue en torno al final del verano de 1918 que la retomé con la firme determinación de verla terminada y con el auxilio de la repentina sensación de poder estar a la altura de la tarea.
No quiere esto decir que dirigiera a ella mi atención con regocijo. Tenía plena conciencia, tal vez demasiada conciencia, de los peligros de semejante aventura.
La bondad sorprendentemente solidaria que hombres de temperamentos distintos, puntos de vista diversos y gustos literarios diferentes han mostrado con respecto a mi obra a lo largo de los años me ha aportado mucho, me ha aportado de todo, excepto esa arrogante confianza en sí mismo que en ocasiones puede auxiliar a un aventurero, pero que acaba, a la postre, por conducirlo a la horca.
Puesto que la característica que más deseo imprimirle a esta breve Nota del Autor, redactada para mi primera edición de obras completas, es la de absoluta franqueza, me apresuro a declarar que sustenté mis esperanzas no en mis supuestos méritos, sino en la continuada buena voluntad de mis lectores. De inmediato puedo decir que mis esperanzas se han justificado desproporcionada-mente con respecto a mis deseos. Encontré las críticas más consideradas, que se expresaron con la mayor delicadeza, desprovistas de todo antagonismo y revela-doras, en sus conclusiones, de una perspicacia que en sí misma no podía dejar de conmoverme en lo más profundo, pero que al mismo tiempo estaba asociada con suficientes elogios para sentirme enriquecido más allá de los sueños de avaricia: me refiero a la avaricia del artista, que busca sus tesoros en los corazones de los hombres y de las mujeres.
¡No! Independientemente de cuáles hubiesen sido las ansiedades preliminares, esta aventura no iba a concluir en tristeza. Una vez más la suerte favoreció a la 11
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audacia; y sin embargo, jamás he olvidado la traducción en broma de audaces fortuna juvat que me ofreciera mi tutor cuando yo era pequeño: “Los audaces resultan mordidos.” No obstante, tuvo el cuidado de mencionar que había distintos tipos de audacia. ¡Oh, que si los hay…! Por ejemplo, existe el tipo de audacia que resulta casi indistinguible del atrevimiento… Debo creer que en este caso no he sido imprudente, pues no tengo conciencia de que me hayan mordido.
Lo cierto es que cuando El rescate fue dejado a un lado, ello no fue por causa de la desesperación. Varias razones contribuyeron a este abandono y, sin duda, la primera de ellas fue la creciente sensación de dificultad general para manejar el tema. El contenido y la trama de la historia estaban claros en mi mente. Pero en lo referido a cómo presentar los hechos, y quizás en cierta medida a la naturaleza de los hechos mismos, tenía muchas dudas. Me refiero a los hechos efi-caces, representativos, útiles para impulsar la idea y, al propio tiempo, de una naturaleza tal que no requiriesen una creación detallada de la atmósfera en detri-mento de la acción. No concebía cómo habría de evitar tornarme fatigoso en la presentación del detalle y en la búsqueda de la claridad. Veía la acción de manera bastante evidente. Lo que por el momento había perdido era el sentido de la fórmula apropiada de expresión, la única fórmula idónea. Desde luego, esto debilitó mi confianza en el valor intrínseco y el posible interés de la historia, es decir, en mi inventiva. Pero sospecho que en realidad todo el problema se redu-cía a la incertidumbre respecto a mi prosa, la incertidumbre respecto a su apti-tud, a su poder para dominar tanto los colores como las sombras.
Es difícil describir, aunque lo recuerdo con exactitud, el complejo estado de mis sentimientos; pero aquellos de mis lectores que se interesen en las perplejidades artísticas me comprenderán mejor cuando señale que hice a un lado El rescate no para entregarme al ocio, a las lamentaciones o a la ensoñación, sino para dar inicio a El negro del “Narcissus” y para proseguirlo sin vacilaciones y sin pausa. Una comparación de cualquier página de El rescate con cualquier página de El negro… ofrecerá una demostración ocular de la naturaleza y el significado interior de esa primera crisis de mi vida de escritor dedicada a escribir. Porque fue una crisis, sin lugar a dudas. El hecho de dejar a un lado una obra tan adelanta-da fue una decisión sumamente terrible de tomar. Me fue extraída mediante el repentino convencimiento de que aquella era la única ruta para la salvación, la clara salida para una conciencia perturbada. La terminación de El negro… trajo a mi agitada mente la tranquilizadora sensación de una tarea cumplida, y la primera conciencia de cierto tipo de maestría que podría conseguir algo con la ayuda de estrellas propicias. El hecho de no regresar de inmediato a El rescate no se debió, pues, a que hubiera llegado a tenerle miedo. Siendo entonces capaz de adoptar una actitud firme, dije para mis adentros deliberadamente: “Eso puede 12
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esperar.” Al mismo tiempo, tenía en mi mente la certeza de que Juventud, una historia que entonces tenía, por así decirlo, en la punta de la pluma, no podía esperar. Tampoco podía ser pospuesto El corazón de las tinieblas, por la razón práctica de que al haberme solicitado Mr. William Blackwood que escribiera algo para el No. 1.000 de su revista, tenía que revolver cuanto antes el tema de ese relato que por mucho tiempo había estado descansando tranquilo en mi cabeza porque, a todas luces, al venerable Maga, con su edad patriarcal de 1.000 números, no podía hacérsele esperar. Entonces Lord Jim, con unas diecisiete páginas ya escritas a ratos perdidos, reclamó lo suyo de un modo irresistible. Así, cada trazo de la pluma me alejaba un poco más del abandonado El rescate, no sin algún remordimiento de mi parte, pero oponiendo cada vez menos resistencia; hasta que al fin dejé de rebelarme, como si reconociera una influencia superior contra la que era inútil luchar.
Pasaron los años, y el número de páginas creció, y las prolongadas ensoñacio-nes de las que aquellas habían brotado se alzaron, amplias, entre mi persona y el abandonado El rescate como los espacios tersos y brumosos de un mar de ensueño. Sin embargo, nunca perdí realmente de vista ese puntito oscuro en la brumosa lejanía. Se había empequeñecido mucho, pero se afirmaba con la atracción de viejas asociaciones. Me pareció que sería infame de mi parte escaparme del mundo y dejarla allí en su soledad, a la espera de su destino… ¿que nunca llegaría?
Fue el sentimiento, solo el sentimiento, como podéis ver, lo que me impulsó en última instancia a afrontar los dolores y los riesgos de ese retorno. Al despla-zarme lentamente en dirección al cuerpo abandonado del relato, este surgió, inmenso, entre los resplandecientes bajíos de la costa, solitario, pero no lúgubre.
Nada le hacía parecer un navío inexorablemente abandonado. Tenía el aspecto de una vida futura. Uno tras otro, fui distinguiendo los rostros familiares que me dirigían sus miradas al acercarme, con leves sonrisas de divertido reconocimiento. Sabían, con absoluta certeza, que estaba destinado a regresar a ellos.
Pero sus miradas se enfrentaron a la mía, que tenía una expresión de seriedad en los ojos, como podía esperarse, puesto que para mí era algo muy serio aquello de permanecer de nuevo entre ellos tras tantos años de ausencia. De inmediato, sin malgastar palabras, pusimos juntos manos a la obra en nuestra vida renova-da; y fui sintiendo, con creciente fuerza, que Los Que Habían Esperado no guardaban rencor alguno al hombre que, por más lejos que en ocasiones hubiera podido extraviarse, sólo hizo novillos una vez en su vida.
J.C.
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PRIMERA PARTE
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EL HOMBRE Y EL BERGANTÍN
El mar poco profundo que espumea y murmura en las costas del millar de islas grandes y pequeñas que componen el Archipiélago Malayo ha sido durante siglos escenario de aventureras empresas. Los vicios y las virtudes de cuatro naciones se han desplegado en la conquista de esa región, que hasta el día de hoy no ha sido despojada de todo el misterio y el encanto de su pasado: y la raza de hombres que combatieron a los portugueses, los españoles, los holandeses y los ingleses no ha cambiado ante la inevitable derrota. Hasta hoy esos hombres han conservado su amor a la libertad, su fanática devoción a sus jefes, su ciega fidelidad a la amistad y al odio: todos sus lícitos e ilícitos instintos. Su país de mar y tierra —pues el mar no era menos su país que la tierra de sus islas— cayó presa de la raza de occidente, recompensa a la superioridad de su fuerza, que no de su virtud. Mañana la civilización borrará, en su avance, las huellas de una larga lucha para alcanzar su inevitable victoria.
Los aventureros que comenzaron aquella lucha no dejaron descendientes. Las ideas del mundo cambiaron con demasiada rapidez para ello. Pero, incluso hasta bien entrado el siglo actual, han tenido sucesores. Casi en nuestros propios días hemos visto a uno de ellos —un verdadero aventurero por la devoción que dedica a sus impulsos—, un hombre de espíritu elevado y corazón puro, poner los cimientos de un estado floreciente asentado en la compasión y la justicia. Caba-llerosamente reconoció los derechos de los conquistados; fue un aventurero desinteresado, y sus nobles instintos se han visto recompensados con la veneración con la que una raza exótica y leal aprecia su recuerdo.
Incomprendido y calumniado en vida, la gloria de su hazaña ha vindicado la pureza de sus motivos. Pertenece a la historia. Pero existieron otros, oscuros aventureros que no tenían sus mismas ventajas de cuna, posición e inteligencia; que sólo contaban con la simpatía que él despertaba entre los pueblos de las selvas y el mar que comprendía y amaba tanto. No puede decirse que hayan sido olvidados, pues jamás fueron conocidos. Se perdieron en la multitud de marinos-comerciantes del Archipiélago, y si salían de su oscuridad era sólo para ser 17
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condenados como transgresores de la ley. Derrocharon sus vidas por una causa que no tenía derecho a existir ante un progreso irresistible y ordenado. Sus vidas irreflexivas fueron guiadas por un sencillo sentimiento.
Pero esas vidas malgastadas, para los pocos que lo saben, han teñido de encanto la región de aguas poco profundas e islas cubiertas de selvas que se extiende a lo lejos, en dirección a Oriente, y que sigue siendo misteriosa entre las profundas aguas de dos océanos.
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I
Sobre la llanura azul de un mar de bajíos alza Carimata1 una altiva aridez de tonos grises y amarillos: la monótona eminencia de sus áridas cumbres. Separada de ella por una estrecha franja de agua, Suroeton, al oeste, muestra una silueta curva y sinuosa, semejante a la columna vertebral de un gigante encorvado. Y en dirección al este, surge un tropel de insignificantes isletas, borrosas e imprecisas, con rasgos inciertos, que aparentemente se desvanecen en las sombras que se van acumulando. La noche, que desde el este sigue la retirada del sol hacia el ocaso, avanzaba con lentitud, engullendo la tierra y el mar; la tierra, accidentada, tor-turada y abrupta; el mar, llano y tentador, invitando a amables e infinitos vagabundeos por su brillante superficie.
No había viento, y un pequeño bergantín, que había permanecido la tarde entera a unas pocas millas en dirección al norte y al oeste de Carimata, apenas si había alterado su posición media milla en todas esas horas. La calma era absoluta, una calma chicha, total, con la quietud de un mar muerto y de una atmósfera muerta. Hasta donde alcanzaba la vista no había más que una impresionante inmovilidad. Nada se agitaba en la tierra, ni en las aguas ni por encima de ellas, en el brillo intacto del cielo. Sobre la serena superficie de los estrechos flotaba tranquilo y erguido el bergantín, como atornillado sólidamente, quilla con quilla, a su propia imagen reflejada en el inmenso espejo sin marco del mar. Hacia el sur y el este las islas dobles vigilaban en silencio el doble navío, que parecía haberse fijado entre ellas para siempre, cautivo sin esperanza de la calma, prisionero impotente de aquel mar de bajíos.
Desde el mediodía, cuando la luz y las brisas caprichosas de estos mares aban-donaran al pequeño bergantín a su suerte, su proa se había balanceado lentamente en dirección al oeste, y el extremo de su delgado y bruñido botalón del 1. Isla y estrecho entre Borneo y Banca, isla próxima a Sumatra, en la Indonesia actual.
(N. del T.)
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foque, proyectándose vigorosamente más allá de la elegante curva de la proa, apuntaba al sol poniente, como una lanza sostenida en alto por un enemigo. Justo en la popa, junto al timón, permanecía el contramaestre malayo con sus desnudos pies morenos firmemente plantados sobre el enrejado de la rueda del timón, asiendo los radios en ángulos rectos con un sólido apretón, como si el barco estuviera huyendo de una tempestad. Permanecía perfectamente inmóvil, como petrificado, pero presto a hacerse cargo del timón en cuanto la suerte permitiera que el bergantín se abriese paso a través del oleoso mar.
El único otro ser humano visible en ese momento sobre la cubierta del bergantín era la persona que estaba al mando: un hombre blanco de baja estatura, rechoncho, con las mejillas afeitadas, bigote canoso y el rostro teñido de un tono escarlata por los ardientes soles y las cortantes brisas salinas de los mares. Se había quitado su ligera chaquetilla y solo vestía pantalones blancos y una camise-ta de algodón, y con sus macizos brazos cruzados sobre el pecho —encima del cual parecían dos gruesos trozos de carne cruda— rondaba de un lado al otro de la toldilla de popa. Sus pies desnudos exhibían un par de sandalias de paja, y tenía la cabeza protegida por un enorme sombrero de fibra vegetal —en otros tiempos blanco, pero ahora muy sucio— que daba al hombre en conjunto el aspecto de una fenomenal seta animada. A veces interrumpía su intranquilo andar, arrastrando los pies de un lado al otro de la abertura de l...

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