La noche de Calcuta
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La noche de Calcuta

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  1. 240 páginas
  2. Spanish
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La noche de Calcuta

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Índice
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Información del libro

La noche de Calcuta es una mirada a la India: sobre Delhi, la vieja capital del sultanato y de la colonia británica; sobre el Rajastán, anclado en tradiciones medievales; sobre la emergente Bombay, mezcla de financieros y mendigos; sobre el sur feliz de Kerala y la caótica Madrás de los tamiles; sobre la palpitante Bengala y sobre los millones de peregrinos que siguen llegando a las orillas del Ganges en Benarés, mientras los informáticos indios organizan.

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Información

Editorial
Montesinos
Año
2008
ISBN
9788496831667
Categoría
Literatura

HIGINIO POLO

La noche de Calcuta

M O N T E S I N O S
La noche de Calcuta 240ok 26/3/08 16:01 Página 6
© Higinio Polo 2008
Edición propiedad de Ediciones de Intervención Cultural/Montesinos Diseño: Miguel R. Cabot
Revisión técnica: Isabel L. Arango
ISBN: 978-84-96831-66-7
Depósito Legal: B-18.440-08
Imprime Limpergraf
Impreso en España
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A la memoria de Creu Pascual,
que tanto amó la India
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LA LLUVIA DE BOMBAY
La India se llama, en realidad, Bhârat, y sus más de mil millones de habitantes configuran un universo propio inabarcable. Es un país generoso, consciente de su diversidad: el anterior presidente, A. P. J. Abdul Kalam, es musulmán; y el primer ministro, Manmohan Singh, es un sij. El río Indo, padre de la India, pertenece hoy al Pakistán, su vecino enemigo. Pakistán, con el que ha librado tres guerras, entre 1947 y 1948, en 1965 y en 1971, es un país de nueva creación: su nombre es un acrónimo que surge del nombre de cinco provincias de mayoría musulmana de la antigua India británica (Punjab, Afgania, Kashmir, Sund y Beluchistán), que, en urdu, significa también tierra de los hombres puros. Los dos países, junto con la Bangla Desh de nuestros días, eran un conjunto unido, bajo la bota colonial, hace apenas sesenta años.
La complejidad de la población, donde, hasta no hace muchos años, la estructura social se articulaba en torno a las castas, se ha ido configurando alrededor de algunas identidades regionales (o nacionales, puesto que en algunos Estados han dado lugar a recla-maciones de corte nacionalista), aunque la división tradicional de 9
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castas sigue desempeñando un importante papel. La gran diversidad de castas, cuyos orígenes históricos están relacionados con los oficios, las raíces familiares, la lengua, pero también con el territorio de nacimiento, sigue impregnando la vida en la India, y configura una de las características más notables del hinduismo, aunque en los últimos años la pertenencia a una u otra casta está empezan-do a perder importancia. Pero el hinduismo no es la única religión de la India, aunque sea la más importante. El Islam es la otra gran corriente religiosa, y ambas están acompañadas por otras, menores, como el cristianismo, el jainismo, el budismo, el zoroastrismo de los parsis y la religión de los sijs. Si el jainismo tiene muchos puntos en común con el hinduismo, las creencias de los sijs son una mezcla de elementos hinduistas y musulmanes: el Sij Panth, o comunidad de fieles, tiene en Amritsar su ciudad sagrada y, en la lista de sus gurúes, su historia codificada. El jainismo y el budismo surgieron del tronco común de la religión hindú, aunque sólo el budismo consiguió salir de las fronteras culturales del subcontinente. Éste ha sido siempre diverso, y ninguno de los grandes imperios que se sucedieron tuvo bajo su dominio a todo el territorio de la India actual. Ni el imperio Maurya, ni el Gupta, ni los mogoles. Entre un imperio y otro, siglos de invasiones, de confusión, que, a veces, crearon poderosas entidades políticas, como el sultanato de Delhi, algunos de cuyos períodos pueden espiarse a través de libros como las Crónicas de la India de Alberuni. El último imperio duró dos siglos y medio, y los mogoles rivalizaron entonces con las cortes europeas del barroco.
La India es gigantesca, casi infinita. A su gran diversidad cultural, étnica y política, se añaden los colonizadores, portugueses, franceses, ingleses. La llegada de los británicos en el siglo XVII se consolida poco a poco y se convierte, a finales del siglo XVIII, en una presencia política organizada, de la mano de la Compañía de las Indias Orientales, que culmina en la creación del virreinato de la India en el XIX, que convive con entidades políticas y reinos que se ex-10
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tienden desde el Indo hasta las tierras bajas de Bengala. Los británicos se sumergen en un mundo que comprenden mal, pero están decididos a construir un imperio del que la India es una pieza central. Francia y Rusia, después Alemania, disponen también sus fuerzas en el gran juego que les enfrenta a Gran Bretaña. Londres miró siempre con desdén a la India, aunque el descubrimiento de las ruinas de Harappa y Mohenjo Daro, en 1920, cuyos restos se remon-taban al segundo y tercer milenio antes de la era cristina, demostró que la cultura india era una de las más relevantes y antiguas del planeta. Cuando los británicos abandonan la India, dejan un país donde la esperanza de vida alcanza solamente los treinta y dos años.
A inicios del siglo XXI, la India, según datos del año 2006, tiene un Producto Interior Bruto de unos ochocientos mil millones de dólares, y se ha convertido en el tercer destino de las inversiones mundiales, inmediatamente después de gigantes como China y Estados Unidos. El sector de los servicios en la economía se ha situado casi en la mitad del PIB, gracias, entre otras cosas, a la pu-janza de la industria informática. Junto al evidente desarrollo de algunos sectores económicos, la India padece graves problemas sociales: de los ochocientos cincuenta millones de seres humanos que, según la agencia alimentaria de la ONU, pasan hambre en el mundo (“personas desnutridas”, en el lenguaje burocrático), doscientos cincuenta millones son indios, casi tantos como en toda África. A finales del siglo XX, una investigación sobre la infancia revelaba que, de los veintitrés millones de niños que nacían cada año en la India, cuatro millones morían en los primeros años; nueve millones padecían secuelas físicas y psíquicas del hambre, siete millones tenían problemas, aunque menores, y apenas tres millones (el trece por ciento del total), podían crecer y desarrollar-se en óptimas condiciones. Más de la mitad de las mujeres continúan siendo analfabetas, y la India tiene más de cuatrocientos cuarenta millones de analfabetos: el treinta por ciento de todos los 11
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que existen en el mundo. Junto a una desarrollada industria informática y una prometedora realidad en la investigación astronómi-ca y en el lanzamiento de satélites (que se lleva a cabo, desde 1971, en Shiharikota, al norte de Madrás), a la emergencia de una nueva seguridad en su futuro, que sitúa a la India entre las grandes potencias del siglo XXI, impresión confirmada por muchos analistas internacionales, el país padece una extendida pobreza, serios problemas entre el campesinado, subempleo agrícola, tensiones nacionalistas y frecuentes cortes de electricidad, incluso en las grandes ciudades. Esas paradojas han llevado a algunos a mantener que la India vive en varios siglos a la vez. Es probable que así sea.
Bombay tiene trece o catorce millones de habitantes, tal vez más, nadie lo sabe, concentrados en poco más de cuatrocientos kilómetros cuadrados. V. S. Naipaul escribió que Bombay es una muchedumbre, y recorriendo sus calles o sus barrios de chabolas esa impresión se confirma. El puerto acoge la mitad de las impor-taciones que la India trae del resto del mundo, y de él salen más del sesenta por ciento de las exportaciones del país: Bombay es la capital económica de la India, aunque ciudades como Bangalore y Hyderabad, centros de la nueva industria informática, están cre-ciendo en importancia.
Es una ciudad dura. En Dharavi, uno de los distritos administrativos, se halla la concentración de chabolas más grande de Asia; algunos dicen que del mundo. Viven allí quinientas mil personas, que trabajan en el curtido de pieles. El ayuntamiento pretende llevar la electricidad, agua potable, construir cloacas e, incluso, viviendas sólidas, pero no es fácil. Hacerlo es una obra de titanes. Además, Dharavi no es el único problema de Bombay: se calcula que la mitad de sus habitantes vive en chabolas, chozas o bajo plásticos precarios. Puede verse, a lo largo de las líneas de ferrocarril que viajan hacia el norte de la ciudad, gigantescos barrios de chabolas, con niños afectados por enfermedades de la piel o por extrañas 12
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enfermedades, en medio de un hedor repugnante, mezcla de pobreza, aguas negras, gasolina, mierda, por donde corren ratas como conejos; esas viviendas levantadas con materiales de ocasión tienen, a veces, dos plantas: a la superior se accede por una improvisada escalera de mano. Y el dinero no sobra: buena parte de los recursos del ayuntamiento se destina a asegurar el agua potable para los vecinos. Muchos de los habitantes de la ciudad viven en pequeños apartamentos, con frecuencia de una sola habitación, que se convierte en dormitorio colectivo por la noche. También es frecuente que jóvenes llegados de las zonas rurales vivan en un rincón bajo una escalera, o en una azotea, o en un cajón colgado de una reja, o debajo de unos aparatos de aire acondicionado: cualquier lugar es bueno para vivir.
Bombay es, también, una locura, el caos permanente: se calcula, porque nadie lo sabe con exactitud, que cada día llegan a la ciudad tres mil familias, procedentes de cualquier lugar de la India.
No tienen un lugar para vivir: tendrán que construir su chabola al lado de otras decenas de miles. Los responsables municipales llevan años intentando registrar a los chabolistas para impulsar un programa de sencillas viviendas. Así, en los últimos diez años han construido treinta mil viviendas y pretenden seguir levantando otras cinco mil al año. Es un trabajo de Sísifo, interminable: con arreglo al censo, se cree que en Bombay malvive un millón de familias esperando una casa. Sin olvidar que el precio del terreno es similar al de Londres o París.
Cuando comienza el día, seis millones de personas se dirigen desde el norte de la ciudad hacia el sur: Bombay apenas tiene cuatro kilómetros de este a oeste, de costa a costa, pero se extiende a lo largo de decenas de kilómetros de sur a norte, y el caos del tráfico es permanente, afectando al desarrollo económico de la ciudad. El sistema de cercanías, el BST ( Bombay Suburban Transport System), y los autobuses, luchan cada jornada con esa enorme ma-sa de gente que se desplaza. Bombay no dispone de metro, (a dife-13
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rencia de Calcuta), debido a las características insulares de parte de la ciudad y al perfil de una difícil costa. Las aceras están ocupadas por decenas de miles de personas que viven en ellas, y por miles de pequeños comercios (fritangas, buhoneros, quincallería). Tras sus precarios puestos de comerciantes pobres, tienen camastros para dormir, y allí desarrollan la vida. No es una ciudad para pasear.
Una mujer joven, vestida con un sari de color calabaza, estaba sentada en el pretil, ante el mar Arábigo. Se arreglaba el moño, sonreía y el viento agitaba el tejido suave del sari. El mar, que no era de color de vino, sino de ceniza, estaba agitado. Enfrente, se veía el final de uno de los cabos de la península, al otro de lado de la Back Bay, con su extremo lleno de vegetación y los edificios de apartamentos del Malabar Hill, el refugio de los ricos de Bombay. Las palmeras acaricibian el aire húmedo, aunque yo no lo notaba, resguardado tras los grandes ventanales del hotel. La mujer miraba el horizonte, ajena a mi espionaje.
Algunos jóvenes caminaban por el pretil de cemento, ancho co-mo un sendero, igual que en el malecón de La Habana. Otros, estaban sentados. La mujer del sari de azafrán era una mancha de color, y, por alguna razón, yo no podía apartar la vista de ella. De repente, empezó a llover: eran los monzones, furiosos, interminables. La joven no se movió, mientras el agua empapaba sus ropas.
Siguió mirando el horizonte, ajena por completo a cuanto sucedía a su alrededor. Parecía una imagen de la propia Bombay, eterna, aunque fuera joven; inmóvil, aunque millones de personas transi-taran por sus calles; tranquila, aunque la furia de los monzones parecía terminar con el mundo. Esa lluvia inesperada sorprendía en cualquier parte. Un día tuve que refugiarme, a la carrera, en un caserón, frente al Instituto de Ciencias, mientras veía agitarse las ramas de los árboles, que parecían a punto de ser arrancados de cuajo por el viento. Fueron apenas unos minutos de lluvia, pero suficientes para comprobar la fiereza del monzón, que, sin embar-14
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go, no sorprendía a los habitantes de Bombay, que seguían caminando, o permanecían parados bajo un precario techo, como si estuvieran quietos, impávidos, ante el coloso de Gomateshvara, en Karnataka.
En la Puerta de la India, el Gateway of India del imperio británico, los barquitos de pasajeros se afanaban en medio de la mugre que flotaba en el agua, y algunos hombres ofrecían prismáticos a los turistas occidentales que miraban el mar. El último destacamento de soldados ingleses atravesó esa puerta en febrero de 1948, cuando la India era ya una joven nación independiente. Es posible que Ki-pling, nacido en Bombay, pensase muchas veces en estos muelles, cuando, ya adulto, rememoraba su infancia feliz en la ciudad, in-merso después en sus recomendaciones a los Estados Unidos y en su defensa del imperio y del colonialismo (no en vano fue amigo de Cecil Rhodes y del primer Roosevelt), con su carga del hombre blanco, y temiese la marcha del ejército británico que había desarrollado el gran juego del siglo XIX que ya empezaba a ser un recuerdo del pasado cuando él recorría Asia. No tuvo tanto tiempo Jean Cocteau para mirar la bahía de Bombay, adonde llegó en 1936: según su propia confesión, apenas dispuso de cuatro horas para ver la ciudad, en su periplo alrededor del mundo en ochenta días, siguiendo las páginas de Julio Verne. Pese a su escaso tiempo, parece que Cocteau tenía gran capacidad de observación: se da cuenta de que los pobres de la India insisten menos que los egipcios para reclamar las limosnas, y que, aunque muestren menos “bajeza”, son más peligrosos.
Sin embargo, Cocteau apenas nos deja seis páginas impresionistas sobre su paso por Bombay. A su vez, Salman Rushdie, nacido también en Bombay, dejó pronto la ciudad, para estudiar en Gran Bretaña. Su libro Hijos de la medianoche es la historia de un niño que nace en el momento preciso de la independencia de la India, aunque fue la publicación de sus Versos satánicos la que lo llevaría a las primeras páginas de los periódicos: el libro fue prohibido en 15
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la India y en otros países al ser considerado ofensivo para la figura de Mahoma. Por añadidura, su condición de musulmán que había abandonado la religión hizo que el ayatolá iraní Jomeini dictase un decreto religioso llamando a la ejecución del escritor. Desde entonces, Rushdie no puede pasear tranquilo, no ya por Bombay, sino por ninguna ciudad del mundo.
Ahora, en la Puerta de la India caía una fina lluvia, y unos niños descalzos reían, jugando. Parecían niños de la calle, era difícil ave-riguarlo, o, tal vez, eran hijos de las familias que vivían por allí, cerca de la Puerta: en una de las rejas que separan los jardines que rodean a la estatua de un prócer o de un militar, delante de Rajkavi Ghushan Marg, había ropa tendida, muy cerca del Bombay Yacht Club, uno de los restos del imperio británico. Una joven, chiquita, me ofreció flores. Eran unas pulseras hechas con flores de nardos, blancos, olorosos. Me las regaló. A unos pasos, estaba el lujo del Taj Mahal, donde se alojan los árabes ricos que llegan desde el golfo pérsico: viajan a Bombay para conocer la lluvia.
Dentro del hotel, las grandes alfombras, con sofás y tresillos, sillones de cuero y el rumor de la riqueza, amortiguaban el sonido de la lluvia y la furia de la pobreza, y no hacía calor: la atmósfera pe-gajosa de Bombay quedaba detenida en la puerta.
Recordé una visita anterior a Bombay. Una muchedumbre estaba ante la entrada del Taj Mahal, contenida por soldados. Hacía poco que los disturbios habían causado centenares de muertos en la ciudad, y la situación todavía era tensa. Yo veía a aquella muchedumbre pobre mezclado entre la gente, en las últimas filas. Los militares, armados con grandes palos, con sus pistolas al cinto, no dejaban pasar a nadie. Podía pensarse que era una protesta, una manifestación en demanda de algo, pero, en realidad, era solamente un grupo de personas concentradas ante el aroma de la riqueza, viendo ante ellas a quienes pertenecían a otro mundo, donde no había dificultades, ni hambre, ni problemas. Concentradas con la esperanza, tal vez, de recibir alguna dádiva, de parti-16
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cipar de alguna forma en la fortuna de quienes se alojaban allí.
Entonces me abrí paso, crucé las barreras hacia el hotel: nadie me detuvo. Me di cuenta de que acababa de traspasar una línea invisible, pero más persistente, más sólida, que cualquier frontera.
Muchos autores citan el hotel Taj Mahal en sus páginas, desde Pier Paolo Pasolini hasta V. S. Naipaul, pasando por Octavio Paz o Antonio Tabucchi.
Sin embargo, ahora no había rastro de soldados ante las puertas del Taj Mahal, aunque nadie con aspecto de ser pobre intentaba entrar. La ciudad parecía más tranquila, aunque no habían pasado tantos años desde los disturbios y matanzas, en 1992, que fueron una explosión de locura. Los orígenes son confusos, pero en los inicios del torbellino se encuentran dos partidos políticos: el Shiv Sena (el ejército de Siva), una organización de extrema derecha, específica de Bombay y su región, y el partido nacionalista hindú Bharatiya Janata, también lleno de extremistas. El fanatismo de los seguidores del Bharatiya Janata había llevado a la completa destrucción de una mezquita, la Babri Masjid, en una pequeña ciudad, Ayodhya (donde los hinduistas creen que nació Rama, una de las encarnaciones de Visnú) alegando que la mezquita estaba construida sobre una parte del santuario Ram Janma-bhumi, supuesto escenario del nacimiento de Rama. La caída de las tres cúpulas de la mezquita es servida por la televisión a toda la India y a otros países del mundo, y algunos dirigentes hinduistas, en medio de una gran exaltación, llaman a los millares de personas presentes a luchar contra los musulmanes. Las consecuencias de esos hechos no se hicieron esperar: en la India, e incluso en otras partes del mundo, se organizaron protestas que culminaron en disturbios y enfrentamientos entre hinduistas y musulma...

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