La hija de Jezabel
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La hija de Jezabel

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La hija de Jezabel

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Información del libro

Un médico francés consigue, en una universidad alemana, recuperar la fórmula de dos de los famosos venenos empleados por los Borgia. Tras su extraña muerte, las fórmulas de los venenos y varios frascos que los contienen desaparecen de su laboratorio. Ese es el punto de arranque de La hija de Jezabel, una novela de trama trepidante poblada de personajes inolvidables, como Madame Fontaine, quien, al igual que la Jezabel bíblica, está dispuesta a todo con tal de conseguir sus propósitos; Jack Straw, nombre de uno de los líderes de las revueltas campesinas de 1380, es el apodo por el que es conocido un loco cuya lucidez a veces resulta sorprendente; la dinámica viuda Wagner, cuyo carácter tenaz la lleva a abanderar a contracorriente la incorporación de la mujer a la empresa en pleno siglo XIX; el sensible e ingenuo señor Engelman, enamoradizo y romántico; la delicada Minna; el severo señor Keller… Y todo ello en un marco de crímenes sin resolver, crímenes que no siempre lo parecen y en los que los muertos no siempre lo están.Wilkie Collins nació en Londres en 1824. Primogénito del paisajista William Collins —sobre quien publicó un libro, Recuerdos de la vida de William Collins, 1848—, cursó estudios de Derecho, profesión que alternó con la de actor y prolífico escritor. A los 26 años publicó su primera novela, Antonina o la caída de Roma (1850), escrita bajo la impresión que le produjo la lectura de la célebre novela de Bulver-Lytton, Los últimos días de Pompeya. En 1860, publica La dama de blanco, novela realmente excepcional, tal vez su obra maestra y una de las más relevantes del siglo XIX, donde se introducen importantes cambios en la estructura del relato, el más significativo de los cuales es la pluralidad del punto de vista —más tarde adoptado y desarrollado por Henry James—, técnica que alcanza su madurez en La piedra lunar (1868). Otras novelas de relieve son Armandale, Doble engaño, El secreto de Sarah, La respuesta es no y Sin nombre. Maestro del relato breve, en su obra destacan, entre otros, El hotel encantado, La mano muerta y La dama de Glenwith Grange.Amigo íntimo de Dickens, con quien colaboró asiduamente, Collins murió en Londres en 1889.

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Información

Editorial
Montesinos
Año
2006
ISBN
9788496356702
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
—El favor que le pido es sencillo —continuó el señor Keller—. El propietario de un establecimiento comercial de Hanau desea establecer relaciones comerciales con nosotros, y nos ha enviado los nombres de varias personas de la ciudad y sus alrededores que pueden dar referencias de él. Es necesario verificarlas. Estamos tan ocupados en la oficina que me resulta imposible ausentarme de Frankfurt o encargarle el asunto a nuestros empleados. He escrito las instrucciones necesarias, y, como sabe, Hanau está a una corta distancia de Frankfurt. ¿Tie ne algún reparo para actuar como representante de la firma en esta cuestión?
Ni que decir tiene que me gratificaba la confianza que me demostraba y que estaba ansioso por demostrar que realmente la merecía.
Quedamos en que partiría de Frankfurt en el primer transporte dispo -
nible en la mañana.
Cuando subíamos hacia nuestros cuartos, el señor Keller me detuvo un momento más.
—No tengo ningún derecho a fiscalizar a quiénes escoge por amigos —dijo—; pero soy lo bastante viejo para poder darle un consejo.
No tenga prisa en relacionarse, David, con la mujer a quien en contré aquí esta noche.
Me dio la mano cordialmente y se marchó. Pensé en la carta de Ma -
dame Fontaine que llevaba en el bolsillo y experimenté la profunda convicción de que persistiría en su negativa a leerla.
Los sirvientes eran los únicos que andaban por la casa cuando me le vanté a la mañana siguiente. Sin que nadie me viera, coloqué la carta en el escritorio del despacho privado del señor Keller. Hecho eso, par -
tí hacia Hanau.
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CAPÍTULO XIV
Gracias a las instrucciones que se me habían confiado, no tuve ninguna dificultad para realizar mi encargo. Me presentaron a ciertas personas, y mi deber consistía en transmitirle al señor Keller a mi regreso ciertas informaciones que ellas me proporcionaron. Todo lo que se requería de mí era fidelidad y discreción.
Al finalizar mi día de trabajo, el hospitalario comerciante cuyas referencias había verificado se negó a permitirme que regresara al hotel.
Había aplazado expresamente la hora de su cena para que me resultara conveniente.
—Sólo estarán los miembros de mi familia y una prima de mi esposa que nos visita en este momento con su hija: Frau Meyer, de Wurtz -
burgo —dijo.
Acepté la invitación, aunque experimentaba la íntima reticencia de todo inglés a enfrentarme a un grupo de desconocidos, y no le con-cedí mayor importancia al encuentro con Frau Meyer, aunque viniera de Wurtzburgo. Aun cuando me presentaron a las damas con toda ce remonia como “el honorable representante del señor Keller, de Frank furt”, fui lo bastante tonto, o estaba demasiado absorto en el asun to que se me encomendara, como para darle demasiada importancia al súbito interés con que Frau Meyer me miró. Frau Meyer era una anciana gruesa y rubicunda, que parecía estar dotada de una inteligencia y unos arrestos zafios; y tenía una hija que prometía, a su debido tiempo, parecérsele punto por punto. Me sentí aliviado de que para la cena me colocaran entre la esposa del comerciante y su hijo ma yor. Me parecían vecinos de mesa mucho más atractivos que Frau Meyer.
Terminada la comida nos retiramos a otra habitación para tomar el café. El comerciante y su hijo, ambos músicos apasionados en sus 91
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horas libres, tocaron una sonata para pianoforte y violín. Yo me en -
contraba en el extremo opuesto de la habitación, admirando unas hermosas copias de grabados de los viejos maestros, cuando una voz a mi lado me sobresaltó con una pregunta inesperada.
—¿Podría decirme, caballero, si conoce al hijo del señor Keller?
Volví la vista y me topé con Frau Meyer.
—¿Lo ha visto últimamente? —continuó, una vez que le respondí que conocía a Fritz—. ¿Puede decirme dónde se encuentra?
Respondí ambas preguntas. Frau Meyer pareció muy satisfecha conmigo.
—Charlemos un poco —dijo, se sentó y me hizo el gesto de que ocupara una silla cercana a la suya.
—Siento verdadero interés por Fritz —prosiguió, bajando la voz pa ra que no la oyeran los músicos en el otro extremo de la habitación—. Hasta hoy, no había sabido de él desde que se marchó de Wurtzburgo. Me complace hablar de él; una vez, hace mucho tiem po, me hizo un favor. Supongo que goza usted de su confianza. ¿Le ha contado porqué su padre lo hizo salir de la Universidad?
Me temo que respondí con aire bastante ausente. La verdad era que ponderaba en mente unas palabras que habían salido antes de los la -
bios de la anciana. “Una vez, hace mucho tiempo, me hizo un favor.”
¿Cuán do había escuchado por última vez esa frase tan corriente? ¿Y
por qué la recordaba de inmediato al volverla a oír?
—¡Ah, su padre hizo una cosa sabia al separarlo de esa mujer y de su hija! —continuó Frau Meyer—. Madame Fontaine le tendió una trampa deliberada al pobre chico para que tuviera que comprometerse en matrimonio. Pero, quizás es usted amigo de ella. En ese caso, me retracto y le presento mis disculpas.
—No es necesario —dije.
—¿ No es usted amigo de Madame Fontaine? —insistió.
Ese intento premeditado de obligarme a responder resultó un fracaso. Era como someterse a un interrogatorio en un tribunal; y, como dice el dicho, me hizo “poner tiesas las orejas”. En el sentido estricto de la palabra, podía considerar a Madame Fontaine como una conocida, pero ciertamente no como una amiga. Al menos por una vez me decidí por la prudencia y dije que no.
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El ancho pecho de Frau Meyer exhaló un profundo suspiro de alivio.
—¡Ah! —dijo—, ahora puede hablar con libertad… por el bien de Fritz, téngalo en cuenta. Usted es joven como él y él estará dispuesto a escucharlo. Haga todo lo posible por secundar la decisión de su padre y por curarlo de su enamoramiento. ¡Le digo con toda franqueza que ese matrimonio sería su ruina!
—Es muy fuerte lo que dice, señora. ¿Tiene algún reparo contra la joven?
—No; es una criatura inofensiva e insignificante: ni más ni menos.
Mis reparos tienen todos que ver con su vil madre.
—Según he oído decir, Frau Meyer, hay más de una opinión sobre el asunto. Fritz está convencido de que Madame Fontaine ha sido ca -
lumniada. Me asegura, por ejemplo, que es la más cariñosa de las ma -
dres.
—¡Bah! ¿Y eso qué significa? Es tan natural en una mujer apegarse a un hijo, cuando lo tiene, como procurarse comida cuando tiene ham-bre. ¿Una madre cariñosa? ¡Y qué! ¡Hasta una gata puede ser una madre cariñosa! ¿Qué le ocurre?
Hasta una gata puede ser una madre cariñosa. Otra frase familiar, y esta vez una frase lo suficientemente llamativa como para indicarle el camino correcto a mi memoria. Al instante recordé la carta anónima dirigida a Fritz. Al instante me convencí de que Frau Meyer, llevada de su deseo de persuadirme, había repetido inconscientemente dos de las frases que ya había empleado, llevada de su deseo de persuadir a Fritz. ¡No hay que asombrarse de que yo experimentara un sobresalto en la silla cuando me di cuenta de que tenía frente a mí a la autora del anónimo!
Le di una excusa —no recuerdo cuál— y me apresuré a reanudar la conversación. No debía desaprovechar la oportunidad de descubrir algo que pudiera resultarle valioso a Fritz (para no hablar del bueno del señor Engelman). Insistí en remitirme a la autoridad de Fritz; le repetí sus afirmaciones relativas al amor por el escándalo que reinaba en Wurzburgo, y a la envidia que los superiores atractivos de Madame Fontaine despertaban entre las damas. Frau Meyer rió con desdén.
—¡Pobre Fritz! —dijo—. Tiene un carácter excelente, pero se deja 93
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convencer tan fácilmente, su amabilidad es tan excesiva. La idea de que todas envidiábamos a la viuda Fontaine es ridícula Es una pérdida de tiempo prestarle atención a ese sinsentido. Aguarde un poco, señor David, y lo verá. Si usted y el señor Keller logran mantener a Fritz apartado de la viuda unos meses más, abrirá los ojos a pesar de sí mismo. Quién sabe si entonces podrá retornar a nuestro lado con el corazón libre y escoger mejor a su futura esposa la próxima vez.
Al decirlo buscó con la vista a su hija, que estaba en el otro extremo de la habitación. La expresión de su rostro delataba que, evidentemente, había planeado, en algún momento, hacerse de Fritz como yerno, y que aún no había abandonado esa esperanza. Era posible que Madame Fontaine fuera una mujer embaucadora y peligrosa. Pero,
¿qué clase de testigo en su contra era esta anciana insultante, la ines-crupulosa autora de un anónimo?
—Profetiza con mucha seguridad sobre lo que sucederá en el futuro —me aventuré a decir.
El rostro encarnado de Frau Meyer se puso aún más encendido.
—¿Quiere eso decir que no me cree? —preguntó.
—Por supuesto que no, señora. Sólo quiero decir que se expresa con mucha severidad sobre la viuda del doctor Fontaine, sin mencionar los hechos en que fundamenta sus opiniones.
—¡Oh!, ¿quiere hechos? Pronto le demostraré si sé o no de lo que hablo. ¿Le ha mencionado Fritz alguna vez, entre las virtudes de Ma -
dame Fontaine, que ha pagado sus deudas? Le diré cómo las ha pagado, como un ejemplo, joven caballero, de que no hablo por hablar. Su admirable viuda, caballero, es muy buena en el arte de fascinar a viejos señores; ¡los idiotas no cesan de enamorarse de ella! Un cierto an -
ciano de Wurtzburgo —casi llegaba a los ochenta, tenga eso en cuenta— fue una de sus víctimas. Recibí una carta esta mañana en la que me informan que lo encontraron muerto en su cama, hace dos días, y que su sobrino es el único heredero de todos sus bienes. El examen de sus papeles ha puesto al descubierto que fue él quien les pagó a los acreedores de la viuda, y que le aceptó un pagaré, ¡ja, ja, ja! ¡Un pagaré de una mujer que no tiene un centavo!, por la suma que le prestara. No hay dudas de que el pobre anciano habría destruido el pagaré de haber sabido que su fin estaba tan próximo. Su súbito fallecimien-94
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to lo ha hecho pasar a manos de su heredero. Se dice que en lo que toca a asuntos de dinero, el sobrino es uno de los hombres más implacables del mundo. Cuando venza el pagaré lo presentará para que se le pague. No sé dónde se encuentra ahora Madame Fontaine. ¡No importa! Tarde o temprano, se enterará de lo que ha sucedido y se verá obligada a encontrar el dinero o resignarse a ir a prisión por deudas.
Esos eran los hechos que tenía en mente, señor David, cuando hablaba de acontecimientos que le abrirían los ojos a Fritz para que pudiera ver la verdad.
Me sometí con toda la humildad posible a la victoria de la dama so -
bre mí. Mis pensamientos estaban con Minna. ¡Qué perspectiva para la inocente y afectuosa joven! Asumiendo que lo que acababa de oír fuera cierto, sin duda había una posibilidad de que Madame Fontaine (disponiendo de tiempo) pudiera encontrar el dinero. Le manifesté esa opinión a Frau Meyer.
—Si no supiera que el señor Keller es un hombre de criterios su -
mamente firmes, yo también pensaría que puede encontrar el dinero —respondió—. Lo único que tendría que lograr sería casar a su hija con Fritz, y el señor Keller se vería obligado a pagar ese dinero en bien del crédito de la familia. Pero es uno de los pocos hombres a los que la viuda no puede manejar con el dedo meñique. Si llega a cono-cerla alguna vez, tenga cuidado. Puede decidir que la influencia de que goza usted con Fritz es un obstáculo en su camino, y darle motivos para recordar que el misterio de la pérdida del botiquín de los venenos de su esposo aún no se ha aclarado. El asunto apareció en los periódicos alemanes, así que sabe a qué me refiero.
Eso ya me pareció que iba más allá de todos los límites de lo conveniente.
—Y usted sabe, señora, que no había evidencias contra ella, que no había nada que la relacionara con el robo del botiquín —respondí cortante.
—¿Ni siquiera sospechas, señor David?
—Ni siquiera sospechas.
Al decir esas palabras me puse de pie. Minna seguía en mis pensamientos. No sólo no estaba dispuesto a seguir escuchando, estaba casi temeroso de hacerlo.
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—Un minuto —dijo Frau Meyer—. ¿En cuál de los dos hoteles de la ciudad está alojado? Quiero enviarle algo para que lo lea esta noche, después de que se haya marchado de nuestro lado.
Le di el nombre del hotel y después nos reunimos con nuestros amigos en el otro extremo de l...

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