Memoria de la niebla
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Miguel Enciso, antiguo secretario del Príncipe de Viana, decide, ya al final de su vida, enviar un largo despacho a la reina Blanca de Navarra, madre de don Carlos. En su relato explicará las copiosas controversias que la inoportuna vida de don Carlos arrastró: las horas dedicadas a los estudios, la adversidad de un matrimonio estéril, la incierta proclamación en Pamplona y los desafíos que le enfrentaron a su padre, el rey Juan II de Aragón, las guerras que su figura desencadenó y las paces que firmó y vio inmediatamente rotas. Habla también de las circunstancias de la muerte del Príncipe en Barcelona, hecho singular y definitivo pues, de no haber sucedido, la unidad peninsular seguramente no se hubiera forjado. El secretario Enciso, que no esconde la amargura de saberse olvidado en un rincón del reino, aporta, además, otro dato relevante: el Príncipe, hombre de su época, ha tenido varios hijos naturales, pero uno de ellos, nacido en un pueblo costero de Mallorca, acaba de llegar a las Indias Occidentales y lleva por nombre Cristóbal Colón.Y Enciso explica a la reina las vicisitudes de la vida de Cristóbal, causa de su desgracia, cómo aprendió a navegar, dónde fueron sus primeros pasos, quiénes eran los colones y cuál su auténtica condición.Aunque novela, Memoria de la niebla es una ficción verosímil, periódicamente confirmada por algunos especialistas en el tema, sobre uno de los puntos más oscuros de la historia moderna, el origen de Colón y los acontecimientos que hicieron que los Reyes Católicos atendieran y ampararan a su sobrino, el Almirante de las Indias.Fernando del Castillo Durán (Barcelona, 1961) ganó el premio Ámbito Literario con Lepsis y ha publicado El organista de Montmartre y El sable torcido del general, ambas en Montesinos, además de los ensayos Recetario de cocina aristocrática renacentista, Los locos de Felipe II y Crónicas de Indias.

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Información

Editorial
Montesinos
ISBN
9788492616497
Categoría
Literature

FERNANDO DEL CASTILLO DURÁN

Memoria

de la niebla
Relación de los días del
Príncipe de Viana y de su hijo,
Cristóbal Colón, el Almirante
Montesinos
Memoria de la niebla:Maquetación 1 21/12/09 10:49 Página 6
© Fernando del Castillo Durán, 2009
Edición propiedad de Ediciones de Intervención Cultural/Montesinos Diseño de la cubierta: Miguel R. Cabot ISBN: 978-84-92616-49-7
Déposito Legal:B-994-10
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Proemio

A la muy alta y muy esclarecida doña Blanca de Evreux, Rei na y Señora natural de Navarra, viuda de don Martín de Sicilia y esposa de don Juan II de Aragón, serenísima princesa.
Aquí empieza esta relación de los días del Príncipe, don Car los de Viana, vuestro hijo, y del hijo de vuestro hijo, Cris tóbal Colón, al que algunos dan en designar, desde ha -
ce no tanto, Almirante, que yo, Miguel Enciso, secretario, nuevamente he escrito, y que firmo en este úl timo día del mes de marzo de 1493, a los ochenta y nueve años de mi edad, viejo, ciego y cauto.
Señora, otros historiadores principian hablando de los antiguos hebreos, griegos y romanos, y franceses, yo, de ello, poco os diré, pues de nada serviría, y mi facultad es dé -
bil y mi vista no ve y no debo detenerme en contemplar al -
cázares ajenos, pues ya la sombra me turba y he de pensar que se acerca el fin de mis horas.
Por eso, he dado en conocer estas letras como Me moria de la niebla, y así ha de ser porque me veo en bre ña pelada, 7
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solo y perdido, sin nada y sin nadie, rodeado de aire, y en el aire, humo.
No caben, por tanto, presentaciones ni elogios, ni la ba -
ba del aplauso mostrenco, pues de sobra me conocéis y, de sobra sabéis, Señora, de mi lealtad. De niña os conocí y os he visto crecer, igual que a vuestro hijo, el Príncipe, y al hi -
jo de vuestro hijo, el Almirante, y a mí me habéis visto ma -
durar y envejecer.
Tenga yo, en consecuencia, la claridad que deseo para mi pluma, que ya es pedir, dada la oscuridad en la que me ha llo, sito en plaza clausurada, sin recursos y gastado. Sólo debo adelantaros, y en ello me va la ciencia de cuanto escribo, que no he de mentir, pues no dejo deudos ni hijos, ni sobrinos, y mis parientes y mis amigos, si los tuve, encane-cieron hace tanto que ya los vivos no los recuerdan.
Así, sin más vueltas ni enredos, anhelo que vuestra Ma -
jes tad empiece a leer mi pobre trabajo, si está en el real áni -
mo.
No hallaréis, Señora, en este memorial, la lisonja con la que los de abajo suelen vestir el halago cuando se refieren a los de arriba, como tampoco la ofensa ni el desaire, pero sí tro pezaréis con la pureza, que siempre anda expuesta, del su ceso despojado, árido, acaso, sin dormición ni pretexto, simple bulto. Ya sé que, con tal proceder, me pierdo, mas no me engaño, que ya es mérito de escribidor.
No abuso de opinión, que es gusto común, aun que la tengo, pero la guardo, y si la doy, será con reparo y advertencia, y desde mi lugar.
Una última cosa deseo añadir, y es que sólo temo que 8
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sea cierto algo que he oído postreramente, y es que habéis muerto. No obstante, me apresuro a decir que no he de dar crédito a habladurías que siempre meten los maledicientes, y no por obsequio, que jamás sería suficiente, sino por no dudar de tan alta Princesa. Además, torpes, añaden, en su despropósito, que finasteis hace mucho. Pero no os preocu-pe el disparate de los protervos, en cuyo caletre siempre ca -
be la ceguedad y la ligereza, no es para ellos para quien se es cribe, sino, muchas veces, a causa de ellos.
Ved, Señora, qué poco se diferencia la vida de la muerte, no sabemos ni el límite, ni cuándo llega, ni si se va y nos deja.
Yo mismo, doña Blanca, no sé si estoy vivo o si he muerto o si la muerte me ha dejado por ahora, absorto y sin tiempo pa -
ra semejantes negocios y menesteres, empeñado en esta Me -
moria, y poco inclinado a morir, trámite obligado, lo sé, pero in trascendente, si se tienen según qué deberes.
Mas, paso a lo que vengo, y he de evitar prolijidades, que siempre fueron ilusorias y sólo a medias soportables, por que la falsificación empieza por la picardía del fingimiento, que inventa apariencias, y acaba por creer lo que no es veraz y vuelve indiscutible lo que sólo fue delirio.
Tened el convencimiento de que quise andar por caminos rectos, separado de estorbos, y que el único ar bi trio que seguí fue el de mi conciencia, sin mella de trampa ni embuste, y si erré o me desorienté, me aparté o me per dí, fue porque mi poca facultad y mi recuerdo me deso rien taron, apartaron y per-dieron, y aunque el desacertar es hu mano, en punto a memoria-listas, es caída gravísima e irre parable.
Señora, abrigad mi testimonio pero, con el sentir de otros, 9
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adobadlo y cread el propio, que sin duda será el principal de todos y el más perfecto.
Ante vuestra Majestad me inclino y beso los pies, MIGUEL ENCISO,
Secretario del Príncipe
Felanitx, a 31 días de marzo del año del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo de 1493
Mallorca.
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Capítulo I

Sabed, serenísima Reina, que en aquel verano de 1454, las cosas no iban bien. Se había perdido gran parte de la tierra y cada día llegaban noticias de levantamientos, apostasías, rebeldías y abiertas traiciones. Era probable que no volvié-ramos a ver las montañas azules de Navarra, tan queridas, ni sus sotos, ni sus valles, ni sus nubes, ni sus pájaros.
La causa del Príncipe se batió en Munárriz, a escasas ocho leguas de Pamplona, donde hubo grande batalla.
Quebrado salió el ejército y don Carlos tuvo que cruzar la muga y meterse en tierra de franceses, por no ser visto por su padre, vuestro esposo, el rey don Juan.
El camino, como nos habían dicho, se hacía malo nada más acabar los pueblos, aunque el Príncipe, al menos el Príncipe, aguantaba con el aire digno de su señorío. Sabía, desde luego, que iba al destierro. Sabía que al sur, al este y al oeste le esperaba su padre, vuestro augusto esposo, con un ejército infinito y extranjero. Sabía, incluso, que su planta no tornaría a hollar esta tierra.
Sin embargo, su entereza no nos producía admiración, 11
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pues el Señor no debe dejarse dominar por las pasiones y jamás ha de mostrar, como prueba de altitud, marca de aba-timiento. Sólo veíamos, en su trágica firmeza, que se hallaba tanto más melancólico.
Por tal motivo, un cierto día, al pasar por Ayerbe, dio en preguntar si tenía el poblado hombres músicos. Con tes -
taron dos o tres, que acaso fueran juglares, y anduvieron cantando y danzando. Pero, pasados unos momentos, nuestro Señor los despidió en seguida, pagó lo que pudo, que bien poco fue, y se retiró a su tienda.
Salvaba las largas horas recogido en el gabinete de cam-paña. Y es que habíamos dispuesto un carro tirado por dos mulas y cerrado a los polvos de los caminos que, con unos aros de fierro, levantaba una carpa que quería asemejar cierta cá mara. Escasamente cabía el Príncipe entre sus libros, una me sa con algunos objetos fijados por clavos al fuste y un par de tinglados de madera donde don Carlos colgaba los ma nuscritos hasta secarse. Viéndolo allí sentado, se le hela-ba el alma a uno. ¡Qué poca cosa para tan grande Señor!
Caminábamos poco y avanzábamos lentamente, en par te debido al trabajo de nuestro Señor, que nos mandaba detener muchas veces y que, después de un rato, que seguramente empleaba en escribir lo que durante el viaje había ido cavilando, salía a dar un paseo que él llamaba re -
conocimiento. En esos momentos, se le veía sobrio y siempre gra ve.
Y es que don Carlos, pese a todo lo que sucedió y a lo que estaba entonces por acontecer, no había perdido la confianza. Se veía Señor del Reino, y se veía en el trono. En el 12
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viaje, no habíamos salido de Navarra y todavía aprovecha-ba para tomar notas acerca de las cosas del Reino, a vuestra Majestad sí tengo que decíroslo. Por eso preguntaba a los aldeanos y les inquiría sobre hambres y guerras. Iba a haber escrito, fijaos, Señora, que les molestaba, pero no debo pensar algo tan extremo. También curioseaba para saber si advertían quién era el rey y señor de aquellas tierras, y ellos, desconocedores y pacatos, le daban largas o le contradecían.
Un día, cerca de Yesa, nos encontramos un rebaño que sesteaba en el camino, ajeno a viajes y destierros. Nuestros arrieros y los soldados gritaron al pastor y ya lo apartaban a golpes cuando el Príncipe, desde el estribo de su carro, les llamó la atención.
—¿Qué hay con el paisano, capitán Nuño Sánchez? —di -
jo, dirigiéndose al Nuño Sánchez que vuestra Majestad co -
noce, pues es el mismo que durante algún tiempo sirvió en el palacio de Olite y después en Pamplona, y que tanto y tan bien se distinguió contra franceses y aragoneses, a pesar de aquella afectación suya tan amarga y hasta de aquel disimulo o soberbia que siempre era ceremonia, y tantas ve ces petulancia, y que jamás logré sufrir.
Como comprenderéis, el capitán se sintió molesto por se mejante llamada y no contestó, y siguió arreando al ganado y al pastor.
—¡Capitán! ¡Ante el Príncipe!
Dio la voz el propio don Carlos, y Nuño Sánchez se vio ya atado a una rueda del carro y azotado hasta las médulas.
Acudió, por fin, y de hinojos ante su Señor, pidió perdón.
Don Carlos, que es hombre de tamaño más que mediano, 13
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no quiso ni dar siquiera reprimenda, escarmiento o bufido a su oficial, y apoyándole la mano en el hombro, pasó de lar go y se dirigió al pastor.
—¡Paisano! —gritó—, ¿qué se da para que no dejes pasar a la comitiva del Príncipe?
—Señor —contestó el otro, sin menoscabo de emoción—, aquí no hay más Príncipe que uno, y ése no sois vos, y a mi Se -
ñor natural le conozco bien, y tampoco sois vos.
—¿Y quién es ese Príncipe? —dijo don Carlos.
Una cosa debo añadir, Majestad, y es que, justo después de que hablara así, pude llegar a su lado y, aunque no me escuchó, le aseguré que no había mejor medio para herirse que ir preguntando por ahí a todos los terruñeros si sabían de alta política o si había visto cruzar las huestes y los ga -
llardetes de los aragoneses, en fin, toda la máquina de guerra que desde la maldita batalla de Munárriz, como oleadas negras de un mar inagotable, enviaba don Juan.
—El Príncipe al que me refiero es mi señor don Carlos
—alto y claro contestó el pastor y, a continuación, se santi-guó.
Vuestro hijo no quiso mostrar su gozo, hurtó la cara y siguió preguntando.
—¿Y por qué te persignas?
—Porque se dice que pronto lo han de llevar preso a Aragón, y que allí le han de dejar, solo y aherrojado, en al -
gún castillo de Cataluña. Y también se dice que le ha de su -
plantar un aragonés, medio hermano suyo, o su padre, que le quiere poco. Y se oye que hemos de perder los fueros y las libertades del reino, y que a lo mejor vendrá el francés.
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—¿Y tú, qué piensas? —interpeló otro vez don Carlos, contra mi voluntad y contra mi consejo.
—Que no lo he de permitir. Que mi Príncipe es don Carlos de Viana y que yo soy leal.
Así de sencillo habló el simple. Yo, Señora, he de re -
conocer que me quedé admirado de aquella su llaneza e ingenuidad, porque de no haber sido aquel Señor el que en verdad era, en ese momento, pastor y rebaño habrían ido a pa rar a algún barranco profundo, descabezado uno y muertos a lanzadas los borregos. Pero don Carlos estalló, y digo estalló, en aplausos y alegrías.
—Éste, señores, es el navarro que yo quiero —dijo, vol-viéndose a todos nosotros, y todavía añadió—. ¿Cómo no he de reinar sobre una casta así, sin miedo, leal hasta la en -
traña, joven y capaz?
Y, dirigiéndose al pastor, le habló de esta manera:
—Yo soy, hombre libre, el Príncipe que tú quieres. Yo soy Carlos de Viana, Señor de Navarra, tu Rey.
Nunca se podrá saber a través de qué medio el pastor, crédulo y leve, reconoció la majestad en la figura que tenía delante, y por qué razón creyó palabras tan insólitas, dichas entre jarales y rodeado de ovejas y cabras. Pero, habiendo oído el parlamento de vuestro hijo, se hincó de rodillas, y rezó. Después, inclinado ante la mirada blanca de don Car -
los, besó la mano de éste y salió corriendo, para sorpresa de todos. Os diré, Señora, que en seguida allí hubo quien so -
llozaba, y también quien se mofaba, que de todo advertí.
Don Carlos, presto, mandó a buscarlo. Y cuando lo tuvo otra vez ante sí, le confirmó que, desde ese momento en 15
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adelante, sería hombre libre y se llamaría, tal como juzgaba, leal, y le preguntó por su nombre de bautismo.
—Andrés —contestó llanamente el pastor.
—Pues, por encima de eso —dijo, magnánimo, el Prín -
cipe—, yo he de aumentar tu condición, ya que tan noble-mente te conduces, y en virtud de ello te dirás, ya para siempre, Andrés Leal, y tendrás por escudo de armas, como hidalgo que yo confirmo has de ser, un roble y un can dormido entre sus raíces.
A continuación, don Carlos hizo venir al escribano, que tomó nota de lo dicho y lo sucedido, y a mí me mandó que jurara como testigo. Luego, ordenó al capitán Nuño Sán -
chez que se acercara al pueblo de Andrés Leal para que en su nombre pregonara y proclamara, con acompañamiento de tambores, o sea, del único tambor que teníamos, que desde la fecha todos respetaran al nuevo hidalgo como a noble protegido por el Príncipe de Viana.
Ved, Señora, con cuánta majestad procedía vuestro hijo, y con qué solemnidad, el que andaba a trastierra, exiliado ...

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