Por la Quinta Internacional
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Una nueva Internacional es necesaria, pero a con­­dición de que se conciba como la Primera, y no como la Segunda, Tercera o Cuarta, es decir, sien­­do capaz de aglutinar a todos aquellos que quie­­ran actuar juntos para construir la con­ver­gen­cia en la diversidad. Sin monopolios ideoló­­gicos (lo cual no excluye la formulación de las dis­tintas concepciones teóricas sobre la sociedad que se de­sea construir). El socialismo, en este es­pí­ritu, se concibe como producto del movimiento.

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Información

Editorial
El Viejo Topo
ISBN
9788496831230

3. LA TRAGEDIA DE LAS GRANDES REVOLUCIONES

Las “grandes revoluciones” se distinguen por el hecho de que se proyectan hacia el futuro, en contraste con las otras (las “revoluciones ordi-narias”) que se contentan con responder a las exigencias de las transformaciones que están en el orden del día del momento.
En la época moderna sólo ha habido tres grandes revoluciones importantes (la francesa, la rusa y la china). No quiero ignorar aquí la revolución mexicana de los años 1910-20, precursora en cierto modo de las revoluciones de liberación nacional del tercer mundo a lo largo del siglo XX. La revolución francesa no es sólo una “revolución burguesa” que sustituyó el Antiguo Régimen por el orden capitalista y el poder de la aris-tocracia por el de la burguesía; también es una revolución popular (y singularmente campesina), cuyas reivindicaciones cuestionan el orden burgués. La República democrática y laica radical que se dio por ideal la generalización de la pequeña propiedad para todos, no procede de la lógica simple de la acumulación del capital (basada en la desigualdad), sino que la niega (y lo proclama con lucidez declarando al liberalismo económico como enemigo de la democracia). En este sentido, la revolución francesa contenía ya el germen de las revoluciones socialistas del futuro, cuyas condiciones “objetivas” evidentemente no se daban en la Francia de la época (los seguidores de Babeuf son una muestra de ello).
Las revoluciones rusa y china (con las que se pueden asociar las de Vietnam y Cuba) se asignan el objetivo del comunismo, que también está muy por delante de las exigencias objetivas de la solución de los problemas inmediatos de esas sociedades.
Por ello todas las grandes revoluciones sufren las consecuencias de haberse anticipado a su tiempo. Tras los breves momentos de su radicali-18
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zación llegan los retrocesos y las restauraciones reaccionarias. Así pues, estas revoluciones siempre tienen grandes dificultades para estabilizarse (la estabilización de la revolución francesa necesitó un siglo). En cambio las otras revoluciones (como las de Inglaterra y Estados Unidos) inauguran el despliegue estable y tranquilo del sistema, al contentarse con tomar nota de las exigencias de las relaciones sociales y políticas que ya están estable-cidas en el marco del capitalismo naciente. Sus evidentes compromisos con las fuerzas del pasado y su manifiesta falta de visión de un futuro más lejano hacen que esas “revoluciones” casi no merezcan ese nombre.
A pesar de sus “fracasos” las grandes revoluciones hacen historia —a más largo plazo. Los valores de vanguardia que definían su proyecto permiten que las utopías creadoras sigan siendo un polo de atracción y llevar a cabo la ambición suprema de la modernidad, que es conseguir que los seres humanos sean los sujetos activos de su historia. Estos valores contrastan con los del orden burgués instaurado en otros lugares que promueven comportamientos de ajuste pasivo a las supuestas exigencias objetivas del despliegue del capital y dan todo su poder a la alienación economicista que sustenta esta sumisión.
4. EL PESO DEL IMPERIALISMO, ESTADIO PERMANENTE DE LA EXPANSIÓN
MUNDIAL DEL CAPITALISMO
El despliegue mundial del capitalismo, desde sus orígenes y en cada una de sus etapas, siempre ha sido polarizador. Sin embargo, esta característica del capitalismo realmente existente, que es esencial, siempre ha sido, por lo menos, subestimada debido al eurocentrismo que domina al pensamiento moderno, incluidas las formulaciones ideológicas de vanguardia propias de las grandes revoluciones; y el marxismo histórico de las sucesivas Internacionales sólo escapó parcialmente a esta regla general.
Comprender el inmenso alcance de esta realidad imperialista y sacar todas las consecuencias estratégicas sobre la transformación del mundo que implica, es una primera e ineludible exigencia para todas las fuerzas 19
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sociales y políticas víctimas del despliegue del capitalismo, tanto en sus centros como en sus periferias, ya que el imperialismo no es que haya puesto en el orden del día unas condiciones objetivas maduras para las
“revoluciones socialistas” (o para acelerar evoluciones que vayan en esa dirección) en los centros del sistema mundial, sino los cuestionamientos de su orden a partir de revueltas en sus periferias. No es casualidad que la Rusia de 1917 fuera el “eslabón débil” del sistema, ni que la revolución en nombre del socialismo se desplazara después hacia el Este (China entre otros), y se vieran frustradas las esperanzas puestas por Lenin en un desmoronamiento del Oeste. De hecho estas revoluciones se enfrentan a la vez con la doble y contradictoria tarea de “superar el atraso” (lo que implica recurrir a métodos análogos a los del capitalismo) y de “hacer otra cosa” (“construir el socialismo”). La combinación de estas tareas ha sido en cada sitio lo que ha sido; seguramente hubiera podido ser mejor, en el sentido de que habría permitido el progresivo refuerzo de las aspiraciones comunistas en paralelo con los avances en la superación de su atraso. Esta contradicción real siempre ha estado en el corazón de la formación de las condiciones objetivas de la evolución histórica de las sociedades posrevolucionarias.
Las formas de organización y de acción políticas inventadas en esas circunstancias por los “partidos revolucionarios” (los comunistas de la III Internacional en este caso) partían de la idea que tenía el movimiento sobre la revolución, considerada como “inminente” al darse las condiciones “objetivas”. Así el “partido” debía paliar lo único que faltaba: la constitución de una organización encargada de “hacer la revolución”, lo que implicaba en esas circunstancias que el acento se pusiera en la homogeneidad (después el “monolitismo”) y en una disciplina cuasi militar. Los partidos en cuestión conservaron estas formas de organización incluso cuando la perspectiva del asalto revolucionario inmediato fue abandonada, a partir de finales de los años 1920. Entonces estas formas de organización se pusieron al servicio de otro objetivo prioritario: la protección del estado soviético, tanto desde el interior como desde el exterior. La disolución del Komintern en 1943 viene impulsada por esta misma lógica.
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En las periferias del capitalismo globalizado —que por definición es la
“zona de tempestades” en el sistema imperialista— seguía estando claramente en el orden del día una forma de revolución. Pero su objetivo era por naturaleza, al menos ambiguo y nebuloso: liberación nacional del imperialismo (y mantenimiento de muchas, e incluso las esenciales, de las relaciones sociales propias de la modernidad capitalista). El reto seguía siendo “superar el atraso” y/o “hacer otra cosa” y se repetía en todas las revoluciones ya se tratara de las radicales de China, Vietnam y Cuba o de las que no eran tales en otros lugares de Asia, África y América Latina. Este reto se articulaba a su vez con otra tarea igualmente considerada prioritaria: defender a la cercada Unión Soviética.
5. LA DEFENSA DE LOS ESTADOS POSREVOLUCIONARIOS, ELEMENTO CENTRAL EN LAS DECISIONES DE LAS ESTRATEGIAS DE VANGUARDIA La Unión Soviética, y después China, tuvieron que hacer frente a estrategias de aislamiento sistemático desarrolladas por el capitalismo dominante y por las potencias occidentales. ¿Es necesario recordar que durante un tercio de la breve historia de los Estados Unidos la estrategia de esta potencia hegemónica del sistema capitalista se articuló completamente con el objetivo de destruir a sus dos adversarios, fuesen verdaderamente socialistas o no? ¿Y que Washington consiguió, además de meter en esa lógica y subalternizar a sus aliados, tanto en los otros centros de la tríada (Europa y Japón) como en las periferias, ir sustituyendo progresivamente los poderes surgidos de la liberación nacional con vocación popular por los de las clases compradore?
Así se comprende que al no estar la revolución en el orden del día en otros lugares, la prioridad fuera generalmente la salvaguarda de los estados posrevolucionarios. Las estrategias políticas puestas en marcha en la Unión Soviética de Lenin, de Stalin y de sus sucesores, en la China maoísta y posmaoísta, así como las desplegadas por los poderes de los estados nacionales populistas en Asia y en África (hayan seguido la estela de Moscú, la de Pe-21
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kín o hayan sido independientes) se definieron todas ellas en relación con el asunto central de la defensa de los estados posrevolucionarios.
La Unión Soviética y China simultáneamente han conocido las vi-cisitudes de las grandes revoluciones y han tenido que afrontar las consecuencias de la expansión desigual del capitalismo mundial. Ambas sacrificaron progresivamente los objetivos comunistas originales a las exigencias inmediatas de la superación del atraso económico. Este deslizamiento, abandonando el objetivo de la propiedad social por el que se definió el comunismo de Marx y sustituyéndolo por la gestión estatal, acompañado del declive de la democracia popular, asfixiada por la dictadura brutal (y a veces ensangrentada) del poder posrevolucionario, preparaba la aceleración de la evolución hacia la restauración del capitalismo, que es común en las dos experiencias a pesar de la diversidad de sus evoluciones. En las dos experiencias se le dio prioridad a la “defensa del estado posrevolucionario” y los medios internos utilizados para ello fueron acompañados de estrategias exteriores priorizando esta defensa. Así, los partidos comunistas fueron invitados a alinearse a favor de estas decisiones no sólo en su dirección estratégica general, sino incluso en sus ajustes tácticos del día a día. Esto sólo podía producir un progresivo debilitamiento del pensamiento crítico de los revolucionarios cuyo discurso abstracto sobre la “revolución” (siempre “inminente”) alejaba del análisis las contradicciones reales de la sociedad, debilitamiento apoyado con el mantenimiento de una organización cuasi militar contra viento y marea.
Las vanguardias que rechazaban ese alineamiento y a veces se atre-vieron a mirar de frente la realidad de las sociedades posrevolucionarias, tampoco renunciaron a la hipótesis leninista inicial (la “revolución inminente”), sin tener en cuenta que ésta era desmentida de forma ca-da vez más visible por los hechos. Así ocurrió con el trotskismo y los partidos de la IV Internacional. También fue así en un buen número de organizaciones revolucionarias activistas, inspiradas unas en el maoísmo y otras en el guevarismo. Los ejemplos son numerosos desde Filipinas hasta India (los naxalitas), desde el mundo árabe (con los nacionalis-22
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tas árabes y sus émulos de Yemen del Sur) hasta América Latina (guevarismo).
6. CONSTRUCCIÓN NACIONAL Y/O CONSTRUCCIÓN SOCIALISTA EN LAS
PERIFERIAS RADICALIZADAS
Los grandes movimientos de liberación nacional en Asia y en África, en conflicto abierto con el orden imperialista, se enfrentaron, al igual que los que impulsaron revoluciones en nombre del socialismo, con las conflictivas exigencias de la “superación del atraso” (la “construcción nacional”) y de la transformación de las relaciones sociales a favor de las clases populares. Sobre este segundo aspecto los regímenes “posrevolucionarios” (o simplemente post-independencia conquistada) fueron menos radicales que los poderes comunistas, razón por la que califico a estos regímenes de Asia y África como “nacional-populistas”. Estos regímenes además se inspiraron a veces en formas de organización (partido único, dictadura no democrática del poder, gestión estatal de la economía) llevadas a cabo previamente en las experiencias del “socialismo realmente existente”. Y diluyeron su eficacia por sus confusas opciones ideológicas y por los compromisos con el pasado que aceptaron.
En esas condiciones tanto los regímenes establecidos como las vanguardias críticas (el comunismo histórico en los países en cuestión) fueron invitados a su vez a apoyar a la Unión Soviética (y en menor medida a China) y a beneficiarse de su apoyo. La constitución de este frente común contra la agresión imperialista de los Estados Unidos y de sus socios europeos y japoneses fue claramente beneficiosa para los pueblos de Asia y de África. Este frente antiimperialista abría al mismo tiempo un margen de autonomía para las iniciativas de las clases dirigentes de esos países y para la acción de sus clases populares. La prueba la proporciona lo que ha ocurrido tras el desmoronamiento soviético. Incluso antes de que éste ocurriera, las clases dirigentes que optaron por “Occidente” (el principal ejemplo es el de Sadat) alimentando la ilusión de que ese giro les sería 23
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favorable (en el caso egipcio argumentando que los Estados Unidos tenían el 90 % de las cartas decisivas para la cuestión palestina y que su amistad permitiría “darle la vuelta” a la situación de manera favorable para la causa árabe y palestina…) finalmente no consiguieron nada; al contrario, su capitulación favoreció el despliegue de estrategias ofensivas del imperialismo (y, en el caso de Egipto, reforzó el eje Washington-Tel Aviv).
Muy discutibles eran las condiciones que imponía la Unión Soviética a las fuerzas políticas comprometidas junto a las clases populares en los países aliados (y singularmente a los partidos comunistas). Se hubiera podido imaginar que en este frente antiimperialista tales partidos con-servasen una completa autonomía en su movimiento, reconociendo así la dualidad conflictiva de los intereses y de los proyectos sociales de los socios participantes en el frente. Y es que las clases dirigentes impulsaban en este marco un proyecto que en definitiva era de naturaleza capitalista aunque “nacional”, mientras que la satisfacción de los intereses de las clases populares exigía superar esta perspectiva, que tenía unos límites muy estrechos, como ha demostrado la historia. Sin embargo la elección del estado soviético alimentó las ilusiones del proyecto capitalista nacional, debilitando así la expresión autónoma de las clases populares. La invención de la supuesta “vía no capitalista” expresaba esa elección.
Sin duda entonces —en la época de Bandung (1955-1975)— era difícil distinguir entre los intereses de los poderes y los de los pueblos. Esos poderes acababan de salir de inmensos movimientos de liberación que hicieron fracasar al imperialismo con formas antiguas (“coloniales” y “se-micoloniales”) y a veces de verdaderas revoluciones asociadas a esos movimientos (China, Vietnam, Cuba). Todavía estaban “próximos” a sus pueblos y disfrutaban de una fuerte legitimidad.
Los comunistas árabes, en su gran mayoría, también aceptaron las propuestas de la dirección soviética: en el mejor de lo casos convertirse en “ala izquierda” de los regímenes nacional-populistas antiimperialistas.
Con un apoyo muy poco crítico, casi incondicional. Dos ejemplos de esa elección: la autodisolución del partido comunista egipcio en 1965, con la ilusoria esperanza de reanimar al partido socialista de Nasser, y el ali-24
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neamiento de Jaled Bagdache en Siria con la tesis de que lo único que estaba en el orden del día era la construcción nacional, borrando su calificación de capitalista. Ya expresé mi opinión al respecto en otros sitios, sobre todo con motivo de la publicación en Egipto de las memorias de numerosos militantes de la época. Mi conclusión era que el comunismo árabe, en su conjunto, no salió del marco esencial del proyecto “nacional-populista”, ignorando que éste se inscribía en una perspectiva que finalmente era estrictamente capitalista. Esta opción no fue coyuntural y “oportunista”; fue de naturaleza estructural y traducía las deficiencias originales de esos comunismos en cuestión, la ambigüedad de sus ideologías y finalmente su ignorancia sobre las clases populares cuyos intereses sociales inmediatos y a largo plazo deberían haber defendido. El resultado de esta infeliz opción fue que los comunistas perdieron su credibilidad cuando los regímenes nacional-populistas llegaron a sus límites históricos y entraron en una fase de erosión de su legitimidad. Al no haberse planteado la izquierda comunista una alternativa más allá del populismo nacional, se creó el vacío en el escenario político y se abrió la puerta al desastroso despliegue del Islam político.
Sin duda, algunos comunistas árabes de aquí y de allá rechazaron este alineamiento incondicional con la defensa de la política del estado soviético. Los ejemplos de los “Qawmiyin” y de sus émulos en Yemen del Sur y los de algunos otros núcleos “maoístas” dan testimonio de ello. Pero tampoco se salieron de la hipótesis original del leninismo, es decir, que la “revolución era inminente”. En esto compartían la visión de los gueva-ristas en América Latina y de los naxalitas en la India. El fracaso de los valerosos movimientos que inspiraron demuestra a posteriori que la tesis leninista procedía de simplificaciones trágicas y que era errónea.

7. LA CONTRIBUCIÓN DEL MAOÍSMO

El marxismo de la Segunda Internacional, obrerista y eurocentrista, compartía con la ideología dominante de la época una visión lineal de la 25
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historia según la cual todas las sociedades deben pasar primeramente por una etapa de desarrollo capitalista (con lo cual la colonización —que de este modo era “históricamente positiva”— era su germen) antes de poder aspirar al socialismo. Era totalmente ajena a la idea de que el “desarrollo” de unos (los centros dominantes) y el “subdesarrollo” de otros (las periferias dominadas) eran indisociables como las dos caras de una moneda, resultados inmanentes ambos de la expansión mundial del capitalismo.
Ahora bien, la polarización inherente a la globalización capitalista
—factor principal por su alcance social y político a escala mundial—
interpela sobre la visión que podemos tener acerca de la superación del capitalismo. Esta polarización está en el origen de la adhesión de fracciones importantes de las clases obreras y sobre todo de las clases medias (cuyo desarrollo se ve favorecido por la posición de los centros en el sistema mundial) de los países dominantes, al social-colonialismo. Simultáneamente, dicha polarización transforma las periferias en “zona de tempestades” (según la expresión china) que están en rebelión natural y permanente contra el orden mundial capitalista. Ciertamente, rebelión no es sinónimo de revolución, pero al menos abre una posibilidad de ésta. Por otro lado, los motivos para el rechazo del modelo capitalista tampoco faltan en el centro del sistema tal y como ilustró 1968. Sin duda la fo...

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