Palpando la oscuridad
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Palpando la oscuridad

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  1. 320 páginas
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Palpando la oscuridad

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Información del libro

Chiapas. Año 1993. Desde el corazón de la vasta selva Lacandona y los Montes Azules –rico enclave en biodiversidad y por ello punto de interés para las multinacionales farmacéuticas–, crece el rumor de un demonio ancestral. Casi como furtivos, trabajan allí biólogos rastreadores de prodigios patentables, sin escrúpulos sobre el saber antiguo de los chamanes mayas e indiferentes a la miseria y a la sigilosa agitación revolucionaria que se urde en la región. Magia, ciencia y azar acompañarán y desvelarán el viaje interior –traumático, revelador–, en paralelo al de los hechos, de un puñado de vidas en tránsito hacia su propio destino.Novela de acción e intriga que apela por igual a la emoción y al pensamiento, Palpando la oscuridad es el retrato dinámico y complejo de unos personajes rotos; cautivos del fracaso, el abandono y la debilidad. Actuando la trama como catalizador –intensa, trepidante– Javier Alonso nos muestra el paisaje íntimo de una soledad, la descomposición que acompaña a toda ambición ciega, el camino en pos de una conformidad imposible y el duelo moral del hombre enfrentado a sí mismo.Javier Alonso (Las Palmas de Gran Canaria, 1955). Artista plástico, diseñador gráfico, portadista e ilustrador. Freelance ligado por muchos años al mundo editorial cultural bajo su apellido materno, creó imágenes para textos periodísticos, educativos y literarios; dio primera forma a la revista de literatura Quimera, y más tarde a la revista El Viejo Topo en su segunda etapa. Colaboró con diversas editoriales (Montesinos, Lumen, Santillana, Alhambra-Longman, Eumo…) y con instituciones públicas de Cataluña y Canarias, así como en el proyecto Eurolingua para la Migros, en Suiza. Ha ilustrado textos y adaptaciones juveniles de Arthur Conan Doyle, Chejov, Ovidio, Dostoievski, Virgilio y otros. Tras superar un contratiempo de salud que devendría en cierre meditado de su etapa gráfica, se diplomó en Educación Social e inició su tránsito a la inversa –de la imagen a la palabra–, haciendo de la literatura su nuevo medio creativo. Palpando la oscuridad es su primera novela.

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Información

Editorial
Montesinos
ISBN
9788492616732
Categoría
Literature

JAVIER ALONSO

Palpando la

oscuridad
Montesinos
Aceytuno:Maquetación 1 06/07/10 10:21 Página 6
© Javier Alonso Fdz.-Aceytuno, 2010
Email: alonsofa@hotmail.es
Edición propiedad de Ediciones de Intervención Cultural/Montesinos Diseño de la colección: Miguel R. Cabot Ilustración de portada: Javier Aceytuno ISBN: 978-84-92616-73-2
Déposito Legal: B-24.668-2010
Imprime: Limpergraf
Impreso en España
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la auto rización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de De rechos Re-prográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
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A Leo, a Sandra, a Adrián
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Preámbulo

Su mirada vaga cautiva por las luces de la calle, los semáforos, el rótulo animado de la pizzería y la larga hilera de coches que des-ciende por la avenida Langstrasse hacia el parque. Se separa del cristal para no empañarlo más con su aliento. Al instante, el velo neblinoso se desvanece devolviéndole el holograma de su propio rostro. Se encuentra desmejorada, acaso demasiado mayor, descuidada y maltratada por el insomnio; perdida en el vacío de la casa, en la ausencia de Paula, tan lejos de allí. Sonríe y borra su reflejo posando de nuevo la mejilla sobre el vidrio frío. Piensa en Paula y vuelve a sonreír. A esa hora la supone ya junto a su padre, aunque nada más puede imaginar pues ella nunca estuvo en esas tierras cálidas. Sin embargo, insiste otra vez con los ojos cerrados.
Chiapas. La selva Lacandona. Desde esa ventana helvética casi la misma lejanía de un cielo estrellado.
En ese momento que la latitud convierte en mediodía, la joven Paula recorre entre campos de maíz y pastos verdes las cercanías de la jungla centroamericana. El todoterreno en el que viaja acaba de cruzarse con una pequeña avioneta cientos de metros por encima; un hecho inadvertido y sin significado aparente, aunque sólo en ese instante temprano en el que todo está por suceder y no hay lugar para ninguna clase de certezas. Esto es siempre así cuando se ha escogido el trayecto fuera de la seguridad de los viajes recreativos, esos en los que todo ha sido preparado, en los que cada huella se ha dispuesto cuidadosamente precediendo a los pasos que la siguen.
También es el único modo en que se resuelven algunas preguntas difíciles; el viaje ciego, sin mapas, sin luz; una y otra vez la misma pre-
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gunta palpando la oscuridad; a tientas, arañando la tierra y el alma en pos de la verdad que oculta la pátina de aliento que atrapa un cristal.
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Uno

Un millar de gotas de agua, estirándose en forma de agujas paralelas, se hacían pasto sistemático de dos escobillas gastadas en una secuencia de vaivén ajena a la atención del piloto. Ésta estaba volcada en el cuadro de instrumentos, donde sólo quedaban en servicio unos pocos relojes entre huecos dejados por controles que fueron objeto un día de un inútil intento de reparación, y jamás volvieron.
El sudor incomodaba sus ojos pequeños y reconcentrados. Todo le era molesto, incluido el grueso bigote sobre sus labios carnosos y oscuros, ahora con mueca de disgusto. Pero al mismo tiempo que au menta -
ba su inquietud por el deterioro de las condiciones de vuelo, el hom bre se resistía a abandonar la charla que, minutos antes, había ini cia do con su pasajero. Él era ante todo un tipo sociable y conversador con el pasaje, por desgracia ocasional al carecer de la correspondiente licencia de aerotaxi. Pero alguna ventaja habría de tener el ganarse la vida donde la pobreza y el abandono lavan de antemano cualquier posible pecado, donde nadie pierde el tiempo en ponerse puntilloso con la ley.
Agachó un poco la cabeza, algo de lado, y se pasó la mano por el cráneo, bruñido en esa parte como si ese gesto habitual lo hubiera ido definiendo entre el resto deshilachado de una pelambrera negra.
—Me cuesta entender, señor, qué trae a la gente de estudios como usted a esta tierra olvidada de Dios. Aquí se lo digo yo todo, no en contrará más que miseria. Y hasta dónde yo he visto, la pobreza no les llama a ustedes el interés...
El pasajero demoró unos instantes su respuesta. Intentaba ser pedagógico. Luego dijo:
—Mírelo así. ¿Dónde escondería usted un diamante? ¿Creería fácil descubrirlo dentro de un humilde vaso de agua? La naturaleza
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—prosiguió el pasajero— esconde tesoros en sencillos lugares como éste, tesoros para la ciencia con los que algunos terminan haciendo negocio… y hasta comprando finalmente esos diamantes. ¿Lo comprende ahora?
El hombre mayor, enjuto y casi anciano, había pronunciado sus palabras despacio, con delicada atención presta a corregir su acento extranjero. Aguardó entonces sin resultado el efecto de su sencilla explicación de colegio. Luego, perdiendo el interés y casi dirigiéndose hacia sí mismo, añadió:
—...pero yo no he venido a Chiapas para eso.
En realidad al piloto le seguían ocupando, bien a su pesar, otras cuestiones relacionadas con el vuelo. Superadas las zonas de pastos y maizales, el paisaje se había hecho más escarpado y el pequeño aeroplano se veía más y más comprometido por las turbulencias. Él jamás era descortés, aunque la gente que no le conocía bien considerara a veces sus maneras algo toscas, propias de un hombre de limitada instrucción. La evolución del viaje, sencillamente, estaba confirmando sus peores pronósticos.
—Pues creo que no va a poder ser, mister. Ya lo ve usted, esto está muy feo... ¡Qué carajo, ya le dije por la mañana que era tontería de tontos! —dijo meneando la cabeza, como si al fin hubiera llegado a una decisión sobre el asunto.
—Falta ya poco, siga usted por favor...
La voz desde el asiento trasero no transmitió inquietud, sino impaciencia. Mantenía los ojos muy abiertos, azules bajo unas cejas blancas y muy pobladas, siguiendo la escena tras unas gafas de montura ligera con movimientos casi imperceptibles. Su impecable indumentaria, de acorde color claro para el clima tropical, contrastaba con un as -
pec to en cierto modo desaliñado, barba de una semana, pajiza y blanca como su pelo antes rubio y ya canoso, medianamente largo y despeinado, casi indigente.
El viejo extrajo entonces de su cartera de mano un sobre con fo -
to grafías tamaño A-4, entre las que se puso a rebuscar. Se trataba de fo tos aéreas de tonalidad verde oscuro, ortofotografías sobre las que podían observarse numerosas anotaciones hechas con rotulador. Los ele -
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men tos orográficos de esas fotografías y los relieves que se deslizaban ba -
jo las alas del avión empezaron a indicar coincidencias ante la mirada ex-perta del hombre. Entonces, éste prosiguió con la misma tranquilidad:
—Amigo, vamos a modificar nuestro plan de vuelo.
—¿Qué carajo plan de vuelo? Para mí está muy clarito el plan
—re plicó el piloto con sorpresa—, nos volvemos ahorita y nos toma-mos una cervecita fría en casa de la vieja. ¡Sí señor! ...ya le dije que no le prometía nada, y los pesos... pues yo se los devuelvo nomás descon-tando el fuel.
—No se preocupe usted. Fíjese... descienda ahora hasta los cien metros de altitud y métase por la garganta que viene a su derecha.
El piloto hizo un gesto de fastidio y volvió a mesarse la cabeza, igual que cuando algún turista ocasional le pedía que retrocediera para repetir una foto. Nada le molestaba más que los caprichos imprudentes del pasaje. Y con más motivo bajo el zarandeo continuo del aparato por aquellas turbulencias que, en algún momento, parecían capaces de descoyuntarlo como un frágil paraguas en medio de una ventolera.
—¿Qué carajo me dijo que era, viejito? ¿biólogo? Pues déjeme a mí lo del aeroplano... y lo digo con respeto ¿eh, compadre?
El viejo ignoró el comentario tensándose ligeramente.
—Ahora... ya, ya... ¡a la derecha! ¡hágalo! ¡hágalo usted!
La voz sonó enérgica, en alguna medida autoritaria. El piloto respondió con la sumisión profunda de quien se ha pasado la vida recibiendo órdenes sin chistar, pero sin privarse tampoco de proferir toda clase de maldiciones mientras el aparato hacía el giro con dificultad y a bandazos.
—¡Mierda, viejo! ¿Se vino para matarse?
—Observe... espere... el avión ya casi no vibra, las turbulencias quedan arriba... ¿lo ve? Baje ahora a 80 metros y reduzca gases... sí, sí...
—continuó el viejo alternando la vista de la ventanilla con la fotografía que sostenía ante él.
—¡La chingada...! —profirió el piloto percatándose de la vera -
ci dad de esta observación—. Sí... ahí la clavó, no vibra... y qué… no hay más aeródromo por aquí que el de Los Picos, y ése, amigo, cae p a ra
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el otro lado y más arriba... —dijo queriendo mostrar cierto aire de sufi -
cien cia. Luego completó:
—Mire usted lo que le digo. Llevo cinco años acá cubriendo el servicio postal, conozco la región. Estos barrancos son para las serpientes, compadre, no para los aviones.
El viejo se mantenía ahora totalmente ajeno a aquellos comentarios. Su rostro casi parecía despedir luz. El dedo largo y esquelético reproducía sobre la foto el movimiento del avión sobre el paisaje.
—Va demasiado rápido... reduzca velocidad, baje más y despliegue los flaps...
—¿Desplegar el qué? ¡Óigame gringo, no se ofenda! ¡No me va a meter en una chingada! Ahorita me lo va a aclarar ¿quiere que cuelgue la avioneta en los árboles?
El pasajero no respondió. La garganta forrada de vegetación empezó a estrecharse al tiempo que las paredes tomaban altura. El avión se metía directamente en un estrecho canal montañoso. Justo al frente, la misma garganta se abría en dos. El piloto hizo ademán de tirar de la palanca de mando hacia sí, apretando gases para salir inmediatamente del desfiladero, pero su inmutable acompañante le cortó tajantemente:
—¡No! ¡No! Tome el paso de la izquierda, ahí está la pista de aterri zaje. ¡No cometa errores fatales!
—¿La pista de…?
El piloto juzgó aquello ya del todo excesivo y se dispuso a rebe-larse. No estaba dispuesto a dejarse conducir, ni por un instante más, por los caprichos de un posible viejo maníaco o un demente senil.
—Esto se acabó amigo ¡está usted loco de remate! —profirió elevando el aparato unos metros.
El viejo, entonces, se acercó desde atrás y le habló con un tono grave y urgente que clavó directamente en su oído:
—Escuche esto bien, señor. No podrá superar la pared que le viene delante, sólo hay una opción. A la izquierda y al claro. Tome tierra ahí o despídase de esa cerveza para siempre. Usted puede y sabe hacerlo. ¡Hágalo ahora si no quiere que su avión imite el vuelo de una pelota de frontón!
—¡Carajo gringo! —soltó el gordo al tiempo que cambió de golpe
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la trayectoria, casi rozando la selva reptante sobre las paredes de roca encaramadas y rezumantes de humedad. La avioneta crujió por los cuatro costados y se sintió un golpe en el tren de aterrizaje, sin duda contra alguna rama débil. Actuó sobre el mando de gases y entonces el sonido del motor se atenuó.
—¡¡Gringo chingón!! —vociferó el piloto fuera de sí—. ¿Qué es usted un narco? ¡Yo no me meto en asuntos feos! ¿sabe? ¿Me matará después? ¿así nomás? —balbuceó sin pensar, sintiendo que nada de aquello era normal.
Justo ante el avión apareció el claro, poco definido pero suficiente. También lo bastante creíble como para que el piloto enmude-ciera. Se trataba de una pista de vuelo realmente, a saber obra de quién unos meses atrás. Posiblemente el propio Ejército Federal, narcotrafi-cantes, o algún grupo insurgente de la vecina Guatemala o del propio Chiapas. La vegetación hacía amagos por recuperarla de nuevo, pero no había sido engullida aún por el empuje expansivo de la jungla. Delante, tal y como el pasajero había anunciado, una imponente mole rocosa impedía cualquier otra opción que no fuera la toma de tierra inmediata. El piloto se concentró en nivelar las alas y bajar los alerones de aterrizaje mientras el suelo se acercaba peligrosamente a las ruedas.
Un trozo de liana pendía todavía de una de ellas como una guirnalda de feria. El viejo ahora parecía tranquilo, imperturbable, satisfecho.
Sin prisas, guardó las fotografías en su cartera un segundo antes de que la rodadura derecha impactara contra el suelo mojado perdiendo su adorno vegetal. A continuación la otra rueda, y tras unos saltos de-crecientes todo el aparato entró en seísmo. El resto fue fácil y transcu -
rrió bastante rápido, no mucho más incómodo que esas viejas gua guas que circulan con la amortiguación rota por caminos sin asfaltar. Finalmente el aeroplano se detuvo y sólo quedó en pie el ronroneo del motor.
El piloto cerró el contacto, abrió la portezuela, y sacó su cuer-pazo de la cabina avanzando unos pasos en silencio. Se detuvo de cara a la mole de roca húmeda, de espaldas al avión, se llevó una mano a la cabeza y buscó con la otra en el bolsillo su paquete de cigarrillos.
—¡Gringo pendejo! —le oyó susurrar el viejo mientras conse-
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guía salir también y estirar el cuerpo entumecido. Se acercó a él y se puso a su lado frente a la roca, como si ambos observaran un monumento o una vista turística.
—Relájese, no le voy a matar —empezó diciendo el viejo con sor na—. Soy biólogo, ya le dije. Doctor por la M. G. U. en Lomono-sov, Mos cú. Y no gringo, sino ruso, que es diferente.
El otro seguía contenido, con el paquete de cigarrillos en la ma -
no. El viejo prosiguió dispuesto a calmarlo:
—Le felicito amigo, es usted un gran piloto. Me di cuenta ense -
guida. Sé reconocer un buen pilotaje igual que el caballo reconoce la ha bilidad de su jinete nada más se sienta en su grupa. Nunca le habría pedido nada fuera de sus posibilidades, esté seguro de eso...
El gordo giró el rostro hacia su acompañante recomponiéndose bajo los halagos:
—¿También sabe manejar aviones, viejito? Suéltese.
—Fuí oficial del Ejército Rojo en nuestra “Guerra Patriótica”, la Segunda Guerra Mundial, como ustedes la conocen mejor —prosiguió el in sólito pasajero—. Piloto de caza, Medalla al Valor... ¡han pasa -
do tantos años! ¿Sabe? Hoy me ha hecho usted revivir aquello, créa me, le estoy muy agradecido por eso.
—¡Carajo el gringo! —dejó escapar el gordo en tono más relajado—. No sé de que guerra me habla, pero nos ha faltado una miajita así para acompañar a los Santos... ¿entiende? ¡Yo me dedico a llevar correo y paquetes! ¡la chingada! no a las medallitas y esa mierda... esto vale más papeles ¿eh compadre?
El viejo esbozó una sonrisa discreta. Luego prosiguió reacio a abandonar su discurso:
—Me derribaron cinco veces los aviones nazis sobre el área de Slo-vensk. Quizás sea el único piloto de entonces que pueda contarle esto...
—¡Pues sí era malo pues! —estalló ya el piloto en carcajadas con el encendedor delante del cigarrillo—. ¿Le dieron la medallita para re-tirarle y no quedarse sin aviación?, ¡ja, ja, ja... el pe...

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