Vida del señor de Molière
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Vida del señor de Molière

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  1. 232 páginas
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Vida del señor de Molière

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Índice
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Información del libro

Junto a El maestro y Margaritay La guardia blanca, esta es una de las más importantes obras de ese singular genio llamado Mijaíl Bulgákov. Novela que destila amor: por el teatro, por Molière, por la libertad. Todo Molière está aquí: su difícil juventud, su ingreso en los salones de la nobleza, sus turbadoras relaciones con su propia hija, la llegada final a la Corte, los ataques de la Iglesia.Pero también está su siglo, un siglo bajo el poder ilimitado y autocrático del Rey Sol.

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Información

Editorial
Montesinos
Año
2007
ISBN
9788496831070
Categoría
Literature
Categoría
Classics

MIJAÍL BULGÁKOV

Vida del señor de Molière

Vida del señor de Molière 8/3/07 11:17 Página 4
Vida del señor de Molière 8/3/07 11:17 Página 5

MIJAÍL BULGÁKOV

Vida del señor

de Molière
Traducción de Ricardo San Vicente
M O N T E S I N O S
Vida del señor de Molière 8/3/07 11:17 Página 6
Edición propiedad de Ediciones de Intervención Cultural Diseño: Miguel R. Cabot
Revisión Técnica: Isabel López Arango
ISBN-13: 978-84-96831-07-0
Depósito Legal: B-14.174-07
Imprime Limpergraf
Impreso en España
Vida del señor de Molière 8/3/07 11:17 Página 7
PRÓLOGO
MI CHARLA CON LA COMADRONA
¿Quién me impediría decir
entre risas la verdad?
HORACIO
Molière fue un célebre escritor de comedias francesas durante el reinado de Luis XIV
ANTIOJ KANTEMIR
Cierta comadrona que había aprendido su arte en la Casa de Maternidad de Notre-Dame de la Pitié en París bajo la dirección de la célebre Louise Bourgeois, asistió el 13 de enero de 1622 a la encantadora señora Poquelin, Cressé de soltera, en el parto de su primer hijo, un niño prematuro, de sexo varón.
Me atrevería a afirmar sin temor a equivocarme que de haber podido yo explicar a la digna partera a quién estaba ayudando a nacer, es posible que de la emoción la mujer hubiera ocasionado al niño, y por tanto a Francia entera, un daño irreparable.
Así que presten atención: llevo puesta una larga bata con enormes bolsillos, sostengo en mi mano una pluma, de ganso, no de metal. Unas velas de cera arden ante mí y tengo el cerebro enfe-brecido.
¡Señora! —le digo yo— ¡trate al bebé con más cuidado, no olvide que ha nacido antes de hora! La muerte de esta criatura signifi-caría una pérdida penosísima para su país.
—Por Dios, pero ¿qué dice usted? ¡La señora Poquelin bien puede parir otro!
—La señora Poquelin nunca alumbrará un hijo como éste, ni en varios siglos ninguna otra señora.
—¡Me asombra usted, caballero!
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—También yo estoy perplejo. Compréndalo, señora: dentro de tres siglos, en un país lejano, me acordaré de usted tan sólo por haber tenido en sus brazos al hijo del señor Poquelin.
—Niños de más renombre han pasado por mis manos.
—¿Qué entiende usted por más renombre? ¡Este niño llegará a ser más conocido que su monarca hoy reinante, Luis XIII, y más famoso que el siguiente, al que llamarán, señora, Luis el Grande y Rey Sol! Buena mujer, existe un lejano país, que usted no conoce, llamado Moscovia. Está poblado de gentes que hablan una lengua extraña a sus oídos. Pues bien, pronto en ese país penetrarán las palabras de quien usted ahora ha ayudado a nacer. Cierto polaco, bufón del zar Pedro I, las traducía —ya no de la suya sino de la lengua alemana— al idioma bárbaro.
Este fubón, apodado el Rey de los Samoiedos, garabateará con su pluma crujiente unas torcidas rayas: Gorgibus. — “¿Conviene acaso dispendiar tan grande suma de dinero en vuestras caras considerables? Díganme más bien qué mal han ocasionado a estos señores que les muestro y que ahora veo en saliendo de mi casa con tan grande vergüenza...”
Con tan extrañas expresiones el traductor del zar ruso nos quiere transmitir las palabras que esta criatura escribirá en la comedia Las preciosas ridículas.
Gorgibus. — “¿Realmente es muy necesario hacer tanto gasto para engrasaros el hocico? Por favor; decidme: ¿qué habéis hecho a esos caballeros que los he visto salir con tanta frialdad?”
En la “Relación de las comedias existente en el Departamento de Asuntos Extranjeros del mes de mayo, día 30, del año 1709” se señalan entre otras, obras como estas: la farsa El doctor apaleado (o también El doctor obligado) o La raza de Hércules, o los descendien-tes de Júpiter. No es difícil reconocerlas. La primera es Le Médecin malgré lui ( El médico a palos), una comedia de su criatura. La segunda es Amphytrion, suya también. Este Amphytrion es el mismo que el señor de Molière y sus cómicos representarán en París 8
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en presencia de Piotr Ivánovich Potiomkin, enviado del zar Alekséi Mijáilovich.
Así que ya ve, en este mismo siglo los rusos conocerán al hombre que usted ha ayudado a nacer. ¡Oh devenir del tiempo! ¡Oh efluvios de la ilustración! Las palabras de este niño se traducirán al alemán, se traducirán al inglés, al italiano, al español, al holandés.
Al danés, al portugués, al polaco, al turco, al ruso...
—¡No es posible, señor!
¡No me interrumpa, señora! ¡Al griego! Al griego moderno, quiero decir. Pero también al griego antiguo. ¡Al húngaro, al rumano, al checo, al sueco, al armenio, al árabe!
—¡Señor, me asombra usted!
—¡Oh, esto aún no es nada. Podría nombrarle decenas de escritores traducidos a lenguas extranjeras que ni siquiera merecen verse publicados en su propio idioma. Pero a él no sólo lo traducirán, sino se crearán obras sobre él, sólo sus compatriotas las escribirán por decenas. También las escribirán los italianos, y entre ellos Carlo Goldoni —un hombre que, como se decía, había nacido entre los aplausos de las musas—; también los rusos escribirán sobre él.
Se harán imitaciones de sus obras, se escribirán nuevas versiones, y no sólo en su país, sino también en otros. Sabios de todo el mundo publicarán estudios detallados de sus comedias y se esfor-zarán por seguir paso a paso su misteriosa existencia. Demostrarán que este hombre que ahora entre sus brazos no da más que débiles señales de vida influirá sobre muchos escritores de siglos futuros, entre ellos algunos compatriotas míos —seguro desconocidos para usted aunque no para mí— como Griboiédov, Pushkin y Gógol.
Tenéis razón: saldrá del fuego indemne aquél que con vosotros logre pasar un día respire el mismo aire
y en él conserve la razón.
¡Moscú, no he de volver jamás!
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¡Huyo, no miro atrás, y por el mundo he de buscar algún rincón para mi alma ultrajada!
Son las estrofas finales que escribió mi compatriota Griboiédov en La desgracia de ser inteligente.
Por todas partes traicionado, hundido en la injusticia, saldré de este abismo donde el vicio triunfa para buscar algún rincón del mundo apartado donde no me impidan ser un hombre honesto.
Y éstas son unas estrofas del final de El Misántropo de su mismo Poquelin.
¿No se parecen estos dos finales? ¡Válgame Dios! ¡No soy un entendido, que los sabios lo aclaren! Estos le contarán hasta qué punto el Chatski de Griboiédov se parece a Alceste-Misántropo, por qué a Cado Goldoni se le tiene por un discípulo de este mismo Poquelin, y otras muchas cosas sabias e interesantes. Yo no entiendo mucho de todo esto.
Me interesan otras cosas: las obras de mi personaje se representan durante tres siglos en todos los países del mundo y Dios sabe cuándo dejarán de aparecer en escena.
¡Esto es lo que me interesa! ¡Ya ve, señora, qué hombre saldrá de esta criatura!
Sí, a propósito de las obras. Una señora muy respetable, madame Aurore Dudevant, más conocida por cierto bajo el nombre de George Sand, se contará entre los que escriban obras sobre mi personaje.
Al final de esta obra, Molière alzándose dirá:
—Sí, quiero morir en casa... Quiero bendecir a mi hija.
Y el príncipe de Condé se acercará a él para darle la réplica:
—¡Apoyaos en mí Molière!
El actor Du Parc —el cual, viene al caso aclarar, cuando le llegue la muerte a Molière ya no estará en este mundo exclamará entre sollozos: 10
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—¡Oh, perder al único hombre que he llegado a querer!
Las damas tienen una manera conmovedora de escribir ¡qué le vamos a hacer! Pero tú, mi pobre y sangrante maestro, ¡tú no qui-siste morir en ninguna parte, ni en tu casa ni fuera de ella! ¡Y, en cualquier caso, difícil sería que, cuando de tu boca brotó como un torrente la sangre, expresaras el deseo de bendecir a tu hija Madeleine que a pocos interesaba!
¿Quién escribe con más sentimiento que las damas?
Quizá algún que otro hombre: un autor ruso, Vladímir Rafaílo-vich Zótov, creará un desenlace no menos conmovedor:
—Llega el rey. Quiere ver a Molière. ¡Molière! ¿Qué le pasa?
—Ha muerto.
Un príncipe que corre al encuentro de Luis XIV exclamará:
—¡Majestad! ¡Molière ha muerto!
Y Luis XIV quitándose el sombrero diría:
—¡Molière es inmortal!
¿Qué podemos objetar a estas últimas palabras? Sí, en efecto, un hombre que vive cuatro siglos es indudablemente inmortal. Pero el problema está en saber si el rey le reconocía así.
En la ópera Aréthuse, compuesta por el señor Campra, se afirma lo siguiente:
—¡Si los dioses rigen el cielo, Luis gobierna la Tierra!
Aquel que gobernaba la Tierra jamás se quitaba el sombrero ante nadie, a excepción de las damas. Como tampoco hubiera ido a ver al agonizante Molière. Y, en efecto, no fue; ni lo visitó ningún príncipe. Aquél que regía los destinos de la Tierra sólo consideraba inmortal su persona; pero en eso, creo yo, se equivocaba. Era mortal como los demás y por consiguiente ciego. De no ser así, tal vez hubiera ido a visitar al moribundo, porque en el futuro seguramente hubiera visto cosas muy interesantes y quien sabe si hubiera desea-do entonces incorporarse a la auténtica inmortalidad.
Hubiera visto en un lugar del actual París, allí donde confluyen en estrecha cuña las calles de Richelieu, Thérese y Molière, a un 11
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hombre inmóvil sentado entre columnas. Abajo, a dos mujeres en mármol blanco con pergaminos en las manos. Y, más abajo aún, unas cabezas de león y debajo de ellas la copa seca de una fuente.
¡Aquí está el galo astuto y seductor, el cómico y dramaturgo del rey! ¡Aquí está con su peluca de bronce y con sus lazos de bronce en los escarpines! ¡Aquí lo tienen, el rey del teatro francés!
¡Oh, señora mía! ¿Qué me cuenta usted de no sé qué niños de renombre que alguna vez tuviera en sus brazos? ¡Compréndalo señora, el niño que ha ayudado a nacer hoy en casa de los Poquelin no es otro que el señor Molière! ¡Así que vaya con cuidado, se lo ruego! Dígame, ¿ha llorado? ¿Respira? ¡Vive!
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I
EN LA CASA DE LOS MONOS
Así pues, hacia el 13 de enero de 1622, en París, el señor Jean-Baptiste Poquelin y su esposa Marie Poquelin Cressé tuvieron un esmirriado niño prematuro. Lo bautizaron el 15 de enero en la iglesia de Saint-Eutasche y en honor al padre lo llamaron Jean-Baptiste. Los vecinos felicitaron a Poquelin, y en el taller de tapi-cería se supo que había llegado al mundo un nuevo tapicero y vendedor de muebles.
Cada arquitecto tiene sus fantasías. En las esquinas de la agradable casa de tres pisos coronada con una puntiaguda techumbre de dos alas, que se encontraba en un chaflán de las calles de Saint-Honoré y de Vieilles-Etuves, el constructor del siglo XV colocó unas esculturas de madera: unos naranjos con sus ramas cuidadosa-mente podadas y bajo los árboles una fila de monos que arranca-ban los frutos dorados. Ni que decir tiene que la casa recibió de los parisinos el sobrenombre de casa de los monos. ¡Qué caros le cos-tarán más tarde al comediante Molière esos micos!
En más de una ocasión las gentes bien pensantes comentarían que no había nada de sorprendente en la carrera del hijo mayor del honorable Poquelin, ese chico que se había hecho bufón de feria.
¿Qué se puede pedir a un hombre que había crecido en compañía de monos y de muecas simiescas? Sin embargo, en el futuro, el 13
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comediante no renegaría de sus monos. Ya en el ocaso de su vida, al diseñar su escudo, que no se sabe por qué se le antojó, dibujó en él a los colilargos amigos que protegían la casa paterna.
La casa se encuentra en un ruidoso barrio comercial del centro de París, no lejos del Pont-Neuf. El propietario de la casa, donde también vivía y trabajaba, era el tapicero de la Corte y pañero Jean-Baptiste, su padre.
Con el tiempo el tapicero consiguió un nuevo título, el de ayuda de cámara de Su Majestad el Rey de Francia. Título al que hizo honor y que más tarde legó en herencia a su hijo mayor Jean-Baptiste.
De Jean-Baptiste padre se rumoreaba que además de comerciar con sillones y tapices se dedicaba también a prestar dinero con sus buenos intereses. No veo yo en ello nada censurable, siendo él co-mo era un hombre de negocios. Pero las malas lenguas aseguraban que Poquelin padre exageraba un poco con los porcentajes y que, al parecer, el dramaturgo Molière al describir al repugnante avaro Harpagon se inspiró en su propio padre. Sí, el mismo Harpagon que intentaba endilgar a uno de sus clientes, a cambio de dinero, todo género de trastos viejos, hasta un cocodrilo disecado relleno de paja que, en opinión del avaro, podía muy bien colgarse como adorno en el techo.
¡Me niego a creer en estos cuentos! El dramaturgo Molière no mancilló el recuerdo de su padre, ni yo tampoco estoy dispuesto a hacerlo.
Poquelin padre era todo un comerciante, un representante des-tacado y respetable de su digno gremio. El hombre se dedicaba a comerciar, y sobre la entrada de la tienda de los monos ondeaba un estandarte en el que se veía otro mono.
En el primer piso, algo oscuro, donde se encontraba la tienda, olía a pintura y a lana, en la caja tintineaban las monedas, durante todo el día venía la gente para elegir tapices y alfombras. Burgueses y aristócratas visitaban la tienda de Poquelin padre. En el taller, cuyas ventanas daban al patio, flotaba una densa nube de 14
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polvo, se amontonaban tirados por el suelo sillas, trozos de madera troquelada, recortes de cuero y de tela; en medio de este caos daban martillazos, cortaban con las tijeras, trabajaban los artesanos y aprendices de Poquelin.
En las habitaciones del segundo piso, situadas sobre el pendón, reinaba la madre. Allí se oían sus continuas toses y el frú-frú de sus fal-das de gros de Naple...

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