El juego del escondite
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El juego del escondite

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  1. 414 páginas
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El juego del escondite

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Información

Editorial
Montesinos
Año
2008
ISBN
9788496831896
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

WILKIE COLLINS

EL JUEGO DEL

ESCONDITE
Traducción de Esther Pérez Pérez
M O N T E S I N O S
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Edición propiedad de Ediciones de Intervención Cultural Diseño: Miguel R. Cabot
ISBN: 978-84-96831-89-6
Depósito legal: B-44989-08
Imprime: Trajecte
Impreso en España
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A CHARLES DICKENS
dedica esta historia,
en muestra de admiración y afecto
su amigo,
EL AUTOR.
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PREFACIO A LA EDICIÓN REVISADA
Esta novela ocupa el tercer lugar, en orden cronológico, entre las obras de ficción que he escrito. A continuación contaré cómo fue recibida cuando vio la luz por primera vez.
Infortunadamente para mí, El juego del escondite se publicó originalmente en 1854, coincidiendo con el inicio de la Guerra de Crimea. Toda Inglaterra seguía absorta ese grave acontecimiento nacional; y los nuevos libros —algunos de ellos de pretensiones mucho mayores que el mío— encontraron a la generalidad de los lectores embargados por sentimientos de preocupación o indiferencia. Mi pequeña aventura en el terreno de la ficción, naturalmente, se resintió de la adversa influencia de la época. La demanda de los libreros bastó apenas para vender la primera edición, y ahí concluyó la distribución de esta novela en su forma original.
A partir de esa fecha, el libro ha estado, para utilizar la palabra técnica,
“agotado”. En diversos momentos me llegaron propuestas para republicar-lo; pero me abstuve resueltamente de hacer uso de ellas por dos razones.
En primer lugar, deseaba esperar a que El juego del escondite hiciera su reaparición en un pie de perfecta igualdad con mis otras obras. En segundo lugar, estaba decidido a reservármela hasta que pudiera beneficiarse de una cuidadosa revisión, realizada a la luz de la experiencia posterior del autor. El momento para el logro de esos dos objetivos se ha presentado ahora. El juego del escondite, en esta edición, guarda una absoluta uniformidad con la serie de mis novelas que comenzara con Antonina, El secreto y La dama de blanco, y que continuara con Basil y La reina de corazones. Mi proyecto de revisarla, a la vez, ha sido atenta y rigurosamente ejecutado. He resumido, y en muchos casos omitido, varios pasajes que aparecen en la primera edición y que demandaban de la paciencia del lector más de lo que ahora considero deseable cuando escribo un libro; y, en un aspecto importante, he alterado 9
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el final de la historia para hacerlo, espero, más satisfactorio y completo de lo que era en su forma original.
Con las ventajas, por tanto, que mi diligente revisión ha podido apor-tarle, El juego del escondite reclama ahora, tras un intervalo de siete años, una nueva posibilidad de ser tenida en cuenta. No me parece adecuado —especialmente en esta época de universal autoaplauso— aclarar por qué creo que mi libro merece más atención que la que obtuvo, debido a circunstancias accidentales, cuando se publicó por primera vez. Ni puedo consentir tampoco en escudarme tras las opiniones favorables que muchos de mis hermanos escritores —y muy notablemente el gran autor a quien está dedicado El juego del escondite— expresaron sobre estas páginas cuando las escribí originalmente. Le dejo al lector la tarea de comparar esta novela —especialmente en lo que concierne a la concepción y el trazado de los personajes—
con las dos ( Antonina y Basil) que la precedieron; y la de decidir entonces si mi tercera incursión en el terreno de la ficción, con todos sus defectos, fue o no un avance en lo referido al Arte en relación con mis esfuerzos previos. Este es todo el favor que pido para una obra que escribí hace algún tiempo con anheloso cuidado, que corregí posteriormente sin que me temblara la mano y que ahora, finalmente, dejo para que haga su segunda travesía por el mundo de las letras tan útil y prósperamente como pueda.
Harley Street, Londres, septiembre de 1861
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CAPÍTULO INICIAL
EL DOMINGO DE UN NIÑO
A la una menos cuarto de una húmeda tarde de domingo, en noviembre de 1837, Samuel Snoxell, criado del señor Zachary Thorpe, de la Plaza Baregrove, en Londres, salió por la verja que rodeaba la plaza con tres paraguas bajo el brazo para recoger a su amo y su ama a las puertas de la iglesia al final del oficio matutino. Snoxell había recibido detalladas instrucciones de la doncella acerca de la distribución de los tres paraguas: el nuevo de seda debía ser entregado al señor y la señora Thorpe; el viejo, igualmente de seda, era para el señor Goodworth, padre de la señora Thorpe; y el de algodón debía conservarlo el propio Snoxell para la especial protección del “señorito Zack”, quien tenía seis años de edad y era el único hijo del señor Thorpe.
Escuchadas esas instrucciones, el criado partió rumbo a la iglesia.
La mañana había sido hermosa para ser noviembre; pero antes del mediodía el cielo se había encapotado, la lluvia había empezado a caer, y la inveterada niebla de la estación se había posado sórdida sobre las calles húmedas, en todo lo que abarcaba la vista. El jardín ubicado en el centro de la Plaza Baregrove —con su césped bien cortado, sus arriates desnudos, sus flamantes bancos rústicos, sus arbolitos secos que aún no habían crecido hasta la altura de las rejas que los circundaban— parecía desintegrarse en medio de la neblina amarilla y la llovizna constante, y hasta los gatos lo habían abandonado. Las cortinas de casi todas las ventanas estaban corridas; la poca claridad procedente del cielo semejaba la luz vista a través de un cristal empañado; el sombrío tono marrón de las casas de ladrillos parecía más sucio y luctuoso que nunca; el humo en lo alto de las chimeneas se perdía miste-riosamente en la niebla circundante, que se espesaba por momentos; los desagües fangosos gorgoteaban; las gruesas gotas de lluvia se escurrían audi-blemente por donde podían. No había ningún objeto, grande o pequeño, ninguna basura puesta puertas afuera, que interrumpiera el espectáculo de 11
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deprimente uniformidad en forma y sustancia que brindaba la plaza. Ningún ser viviente se movía sobre el pavimento empapado, con excepción del solitario Snoxell, quien avanzó trabajosamente hasta llegar a una calle en forma de herradura, donde la terrible soledad dominical lo rodeó también, lúgubremente húmeda. A continuación se incorporó a una calle en la que había algunos establecimientos cerrados y allí, al fin, ciertas consoladoras señales de vida humana atrajeron su atención. Vio al barrendero que se ocupaba de limpiar los excrementos de los caballos en los cruces de las calles (libre hasta que terminara el oficio en la iglesia) dedicado a fumar su pipa bajo el pasaje techado que conducía a un callejón de antiguas caballerizas convertidas en viviendas. Divisó, a través de unas persianas entreabiertas, a un aprendiz de farmacéutico entregado a sus ensoñaciones con un libraco sobre el regazo. Pasó junto a un marinero, un mozo de cuadra y dos vendedores ambulantes de frutas y verduras que daban cansinos paseos ante la puerta de una taberna cerrada. Oyó el pesado “clop clop” de pies calzados con gruesas botas que avanzaban a sus espaldas, y una voz recia que gruñía:
“¡Vamos, lárgate o te llevo presa!”, y al volverse a mirar, vio a una vendedo-ra de naranjas, culpable de obstruir la desierta acera al sentarse en el bordi-llo, conducida por un policía y seguida con aire admirativo por un chiquillo harapiento que chupaba una cáscara de naranja. Después de detenerse un momento para contemplar con melancólica curiosidad a los tres inte-grantes de esa procesión dominical cuando pasaban a su lado, Snoxell estaba a punto de doblar una esquina para incorporarse a la calle que desembocaba en la iglesia cuando frenó en seco su avance al llegar a sus oídos una serie de agudos gritos proferidos por una voz infantil.
El criado quedó inmóvil un instante, presa del asombro, y después se sacó el paraguas nuevo de seda de debajo del brazo y dobló la esquina a toda velocidad. Sus sospechas no eran infundadas. Allí estaba el mismísimo señor Thorpe, con talante severo, de camino a casa bajo la lluvia antes de que el oficio religioso hubiera concluido. Llevaba de la mano al “señorito Zack”, quien marchaba a pasos dobles a su lado, protestando, con el sombrero puesto de cualquier manera sobre la cabeza, tan alejado de su padre como podía y aullando todo el tiempo en el tono más alto que le permitían un par de pulmones muy potentes.
El señor Thorpe se detuvo al llegar junto a Snoxell y le arrancó el paraguas de las manos al tiempo que con impetuosidad desacostumbrada le decía cortante:
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—Ve a buscar a tu ama, sigue hasta la iglesia —y después continuó camino a casa, arrastrando a su hijo con más rapidez que antes.
—¡Snoxy! ¡Snoxy! —llamó a gritos el señorito Zack volviéndose hacia el criado, de modo que comenzó a trastabillar y a tropezar con las piernas de su padre a cada tercer paso—. ¡Me he portado muy mal en la iglesia!
—¡Ah! Así parece —musitó Snoxell sarcástico al tiempo que proseguía su camino. Tras expresar así su opinión, el criado se aproximó al pórtico de la iglesia y aguardó hosco, en medio de los demás sirvientes y sus paraguas, a que saliera la congregación.
Cuando el señor Goodworth y la señora Thorpe salieron de la iglesia, el anciano caballero, indiferente a las apariencias, echó mano con fuerza al despreciado paraguas de algodón, porque era el más grande, y condujo a su hija en triunfo a la casa protegido por él. La señora Thorpe iba en silencio, y suspiró con aire quejumbroso una o dos veces cuando la atención de su padre se desviaba hacia las personas que pasaban por la calle.
—Estás sufriendo por Zack —dijo el anciano caballero volviendo la vista de repente hacia su hija—. ¡No te preocupes! Déjamelo a mí. Yo me encargaré de interceder por él esta vez.
—¡Es muy desalentador y muy chocante ver cómo se comporta, después del cuidado que nos hemos tomado con su crianza! —dijo la señora Thorpe.
—¡Tonterías, querida! No, no quise decir eso, te ruego que me perdones.
Pero, ¿quién puede sorprenderse de que un niño de seis años se canse de un sermón de cuarenta minutos de reloj? ¡Hasta yo estaba cansado, aunque no fui tan franco como para hacerlo evidente, cosa que sí hizo el niño. ¡Vamos!
¡Vamos! No discutamos: intercederé por Zack esta vez y no se hable más del asunto.
El anuncio del señor Goordworth acerca de sus conciliadoras intenciones en lo referido a Zack pareció surtir muy poco efecto en la señora Thorpe; pero no volvió a mencionar el tema, ni ningún otro, durante el resto de la fatigosa caminata en medio de la lluvia, la niebla y el fango hasta llegar a la Plaza Baregrove.
La fisonomía de las habitaciones, como la de los hombres, tiene misteriosas peculiaridades. Hay multitud de aposentos, todos aproximadamente de las mismas dimensiones, todos amueblados de modo similar, que, no obstante, difieren completamente unos de otros en su expresión (si es que puede emplearse ese término). Esas habitaciones reflejan los diversos caracteres de sus habitantes mediante sutiles variaciones del efecto que producen 13
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los muebles, generalmente comunes a todas, como a menudo ocurre con la infinitesimal variación de ojos, narices y bocas, tan sutilmente tenues que resultan imperceptibles. La sala de la casa del señor Thorpe estaba amueblada de manera ordenada, limpia, confortable y sensata. Era de un tamaño mediano. Contenía el aparador, la mesa, el espejo, el guardafuegos de volutas, la repisa de mármol sobre la chimenea con su reloj, la alfombra con su sobrealfombra y las cortinas detrás de las ventanas para impedir que se viera hacia adentro, típicos de todas las salas respetables de la clase media londinense. Y, sin embargo, era una habitación de aspecto severo; una habitación que parecía no haber sido nunca acogedora, nunca divertida, nunca nada que no fuera estrictamente confortable y serenamente aburrido; una habitación que parecía ser tan incapaz de un acto misericordioso, de un fácil perdón dictado por el exceso de afecto a un transgresor de cualquier tipo —juvenil o no—, como si se tratara de una celda de Newgate o de una cámara de tortura de la Inquisición. Quizás el señor Goodworth se sintió afectado en ese sentido por la sala (especialmente en medio del clima de noviembre) en cuanto entró en ella, porque aunque había prometido interceder por Zack, y aunque el señor Thorpe estaba solo junto a la mesa y por tanto era accesible a cualquier petición, con un libro entre las manos, el anciano caballero vaciló incómodo durante un par de minutos y dejó que su hija hablara primero.
—¿Dónde está Zack? —preguntó la señora Thorpe, lanzando una mirada rápida y nerviosa a su alrededor.
—Está encerrado en mi vestidor —respondió su esposo sin alzar los ojos del libro.
—¡En tu vestidor! —se hizo eco de sus palabras la señora Thorpe, tan sorprendida y horrorizada como si hubiera recibido un golpe en vez de una respuesta—. ¡En tu vestidor! ¡Santo cielo, Zachary! ¿Y cómo sabes que el ni-ño no ha cogido alguna de tus navajas?
—Están bajo llave —respondió el señor Thorpe con un levísimo reproche en la voz y la más fúnebre compostura en sus maneras—. Antes de dejarlo me aseguré de que el niño no pudiera alcanzar nada peligroso. Está encerrado, y seguirá encerrado, porque…
—¡Vamos, Thorpe! ¿No se lo dejarás pasar esta vez? —lo interrumpió el señor Goodworth entrometiéndose audazmente en la conversación con su petición de indulgencia.
—Si me hubiera dejado usted continuar, señor —dijo el señor Thorpe, 14
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quien siempre llamaba a su suegro “señor”— habría dicho simplemente que tras explicarle a mi hijo (en los términos, téngalo en cuenta, que me parecieron más adecuados para que me comprendiera) la vergüenza que suponía para sus padres y para él mismo su comportamiento de esta mañana, le di como tarea aprenderse de memoria tres versículos de la Selección para niños de textos de la Biblia, y escogí para ello los versículos que me parecieron más pertinentes, si es que puede confiar en mi juicio sobre el asunto, para hacerle entender cuál debe ser su conducta futura en la iglesia. Se negó de plano a aprenderse lo que le indiqué. Por supuesto, me era imposible permitirle a mi propio hijo (cuyo carácter desobediente siempre ha sido, Dios lo sabe, fuente de preocupación y ansiedad constante para mí) que retara mi autoridad; de modo que lo encerré, y encerrado seguirá hasta que me obe-dezca. Querida mía —dijo dirigiéndose a su esposa y entregándole una llave— no tengo ninguna objeción, si así lo deseas, a que vayas y veas qué puedes hacer para vencer la obstinación de este malhadado niño.
La señora Thorpe tomó la llave y subió de inmediato; subió a hacer lo que han hecho todas las mujeres desde los tiempos de la primera madre; a hacer lo que hizo Eva cuando Caín se mostrara desobediente en su infancia y llorara en su regazo; en resumen, subió a hacer entrar en razón a su hijo.
Cuando su esposa cerró la puerta, el señor Thorpe buscó cuidadosamente en la página abierta sobre su rodilla el lugar donde se había quedado, lo encontró, retrocedió un momento a los últimos renglones de la hoja prece-dente y continuó con su libro, sin prestarle la menor atención al señor Goodworth.
—¡Thorpe! —exclamó el anciano volviendo a lanzarse de cabeza, pero esta vez en medio de la lectura y no de la conversación de su yerno—.
Puedes decir lo que se te antoje, pero tus ideas acerca de la crianza de Zack están completamente equivocadas.
Con la expresión más calmada que pueda imaginarse, el señor Thorpe levantó la vista de su libro; y tras colocar cuidadosamente un abrecartas entre sus páginas, lo colocó sobre la mesa. Después cruzó una pierna sobre la otra, apoyó los codos en los brazos de su asiento y entrelazó los dedos de las manos. En la pared que le quedaba enfrente colgaban varias litografías con los retratos de predicadores distinguidos, pertenecientes o no a las estructuras oficiales de la Iglesia Anglicana, representados en su mayoría como hombres muy corpulentos de pelo enhiesto, vueltos hacia el espectador con aire de inquisidor, y con gruesos libros entre las manos. El señor Thorpe le 15
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clavó la vista a uno de esos retratos —el nombre que aparecía al pie del grabado era el del reverendo Aaron Yollop— con una levísima sonrisa en el rostro (nunca se le había visto reír) y con un aspecto y unas maneras que expresaban tan a las claras como si lo hubiera dicho: “Este anciano está a punto de decir algo impropio o absurdo; pero es el padre de mi esposa y es mi deber soportarlo, y, por tanto, estoy perfectamente resignado a oírlo.”
—No sirve de nada que adoptes esa actitud, Thorpe —refunfuñó el anciano caballero—; a mi edad no hay proceder que me impida hacer lo que me propongo. Supongo que puedo tener una opinión, como cualquier persona; y no veo por qué no habría de expresarla, sobre todo si tiene que ver con el hijo de mi hija. Quizás sea muy poco razonable por mi parte, pero creo que debo tener voz de cuando en cuando en lo que concierne a la educación de Zack.
El señor Thorpe hizo una respetuosa inclinación, dirigida en parte al señor Goodworth y en parte al reverendo Aaron Yollop.
—Siempre me sentiré feliz, señor, de escuchar cualquier expresión de su opinión…
—Esta es mi opinión —lo interrumpió el señor Goodworth—: no tiene sentido que lleves a Zack a la iglesia hasta que tenga unos cuantos años más de los que tiene ahora. No niego que puede haber algunos niños, aquí y allá, que a los seis años sean tan pacientes y tan… (¿cuál es la palabra para un niño que sabe mucho más de lo que debe saber a su edad? ¡Un momento!
¡La tengo! Precoz: esa ...

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