La isla de los pingüinos
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La isla de los pingüinos

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La isla de los pingüinos

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En esta parodia de la historia de la civilización, Anatole France ha elegido como protagonista a un animal gracioso y endomingado que recuerda a la caricatura de los burgueses de finales del XIX y principios del XX: los pingüinos. La isla de los pingüinos arranca con un episodio hilarante: el bautizo por error, a cargo de san Maël, de los pingüinos del ártico. A partir de ahí, Anatole France describe en forma novelada los rasgos más notables de la historia de la humanidad, mezclando el amor y la guerra, el poder absoluto y la revolución, la religión y la especulación financiera, incluso insinuando la guerra nuclear y denunciando los rasgos característicos del actual proceso de globalización, que a lo que se ve, no son nada nuevos. Es difícil a veces contener la risa al leer este texto heredero de Rabelais y Swift y que se anticipa a Orwell.Anatole France recibió el Premio Nobel en 1921. Académico desde 1896, defendió a Zola —vilipendiado por su defensa de Dreyfus— con entusiasmo, se convirtió en un ardiente militante socialista (soy socialista por placer, diría) y fue uno de los fundadores del periódico L'Humanité en 1904. Proust lo convertiría, bajo el nombre de Bergotte, en uno de los personajes de En busca del tiempo perdido. Más agnóstico que ateo, más liberal que progresista, más libertino que enamoradizo, más moralista que filósofo, en sus últimos años se había convertido en el escritor más odiado por los surrealistas. Murió en 1924. Su sillón en la Academia fue ocupado por un escritor que estaba artísticamente en sus antípodas: Paul Valéry.Amarga a veces, pero siempre impregnada de humor negro, La isla de los pingüinos parece haber sido escrita para los lectores de hoy.

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Información

Editorial
Montesinos
Año
2013
ISBN
9788415216469
Categoría
Literature

LOS ORÍGENES

I

VIDA DE SAN MAËL
Maël, nacido en el seno de una familia real de Cambray, a los nueve años fue enviado a la abadía de Ivern para que allí estudiara las letras sagradas y las profanas. A los catorce años re nunció a su herencia e hizo votos para servir al Señor. Re par -
tía su tiempo, siguiendo el reglamento, entre la entonación de him nos, el estudio de la gramática y la meditación acerca de las verdades eternas.
Un perfume celeste pronto reveló en el claustro las virtudes de este religioso. Cuando el bienaventurado Galo, el abate de Ivern, marchó al otro mundo, el joven Maël le sucedió en el gobierno del monasterio. Allí creó una escuela, una enferme-ría, una hospedería, una fragua, todo tipo de talleres, astilleros para la construcción de naves y obligó a los religiosos a rotu-rar los terrenos contiguos. Con sus propias manos cultivaba el huerto de la abadía, trabajaba los metales e instruía a los novi-cios, y así transcurría su vida, apaciblemente, como un río que refleja el cielo y fecunda los campos.
Al atardecer, este servidor de Dios tenía la costumbre de sentarse al borde de un acantilado, y aquel sitio aún es conocido como la silla de san Maël. Bajo sus pies, unas rocas que aseme -
jaban negros dragones, completamente cubiertas de algas verdes y fucos rojizos, ofrecían resistencia a la espuma de las olas con sus pechos monstruosos. Observaba cómo el sol pe netraba en el océano como una roja hostia que con su sangre gloriosa 17
teñía de púrpura las nubes del cielo y la cresta de las olas. En lontananza, una línea de un azul oscuro señalaba las costas de la isla de Gad, donde santa Brígida, que había recibido el velo de manos de san Maël, gobernaba un convento de monjas.
Enterada de los méritos del venerable Maël, santa Brígida le solicitó que le enviara una obra salida de sus manos, por esti-marla un preciado presente. Maël le fundió una campana de bronce y, cuando estuvo concluida, la bendijo y la echó al mar.
La campana fue sonando llevada por las olas hasta las costas de Gad, donde santa Brígida, avisada por el sonido del bronce, la recibió piadosamente y, seguida de sus monjas, la llevó a la capilla del monasterio en solemne procesión, acompañada por el canto de los salmos.
Era así como el santo varón acrecentaba a cada paso sus virtudes. Ya habían transcurrido dos tercios de su existencia y es -
peraba pacientemente el fin de sus días en la tierra rodeado de sus hermanos espirituales, cuando le fue revelado que la sa bi -
duría divina lo había dispuesto de otra forma y que el Señor lo convocaba a emprender trabajos menos apacibles pero no in -
feriores en mérito.
II
VOCACIÓN APOSTÓLICA DE SAN MAËL
Un día en que paseaba meditabundo por una ensenada reco-leta en la que unas rocas que se internaban en el mar formaban un dique natural, vio un receptáculo de piedra que flotaba como una barca sobre las aguas.
Fue en un barreño semejante en el que san Guirec, el venerable san Colombán y tantos religiosos de Escocia e Irlanda fueron a evangelizar la Armórica. Hacía poco que santa Avoye, procedente de Inglaterra, había remontado el río Auray sobre un mortero de granito rosado en el cual más tarde introduci-rían a los niños para fortalecerlos. San Vouga se trasladó de 18
Hiber nia a Cornualles sobre una roca cuyos fragmentos, conservados en Penmarch, curan la fiebre de los peregrinos que apoyen la cabeza en ellos. San Sansón entró en la bahía del Monte San Michel en un barreño de granito que más tarde sería conocido como la escudilla de san Sansón. Por esta razón, el ver el re ceptáculo de piedra, el santo varón Maël comprendió que el Se ñor lo destinaba al apostolado de los paganos que aún po blaban la costa y las islas de los bretones.
Entregó su báculo de fresno al santo varón Budoc, invistién-dolo así con el gobierno de la abadía. Después, provisto de un pan, un tonel de agua dulce y un libro de los Santos Evan ge -
lios, subió al barreño de piedra que lo condujo lentamente a la isla de Hoedic.
Azotada sin tregua por los vientos, los hombres que la habitan, sumidos en la mayor miseria, se dedican a la captura de peces en las oquedades de las rocas y cultivan legumbres con penoso esfuerzo en huertos arenosos en los que abundan los guijarros y están protegidos por vallas de piedras rústicas y setos de tamarindos. Una higuera colosal de extensas ramas, a la que sus habitantes rendían culto, crecía en una hondonada de la isla.
El santo varón les dijo:
—Adoráis este árbol porque es bello. Ello quiere decir que sois sensibles a la belleza. Pues bien, vengo a revelaros la belleza oculta.
Y les enseñó el Evangelio. Después de haberlos instruido los bautizó con la sal y el agua.
Las islas de Morbihan eran más numerosas en aquel entonces, lo que se debe a que muchas de ellas se han sumergido en el mar. San Maël evangelizó en sesenta de ellas. Después, y siempre en su barca de granito, remontó el río Auray. Tras tres horas de navegación, desembarcó ante una casa de estilo romano. Una tenue columna de humo brotaba de la techumbre. El santo varón traspasó el umbral, en el que había grabado un perro con las patas tensas y expresión amenazante. Lo recibió el anciano matrimonio constituido por Marcos Combabus y 19
Valeria Moerens, que allí vivían del producto de sus tierras.
Rodeaba el patio interior un pórtico con columnas pintadas de rojo desde la base hasta mediana altura. Adosada a la pared había una fuente revestida con caracolas, y bajo el pórtico se alzaba un altar con un nicho donde el propietario de la casa había colocado unos pequeños ídolos de barro cocido blan-queados con cal. Algunos mostraban las figuras de unos niños, otros representaban a Apolo o a Mercurio y varios tenían la forma de mujeres desnudas en ademán de recogerse el pelo.
Pero el santo varón Maël descubrió en medio de ellos la imagen de una joven madre que sostenía a un niño sobre sus rodillas, por lo que de inmediato expresó:
—Ésta es la Virgen, la madre de Dios. El poeta Virgilio la anunció en versos sibilinos antes de que hubiera venido al mundo y con voz angelical cantó Jam redit et virgo. De ella se hi cieron entre los gentiles figuras proféticas como ésta que tú, Marcos, has colocado en este altar. No cabe duda de que ella ha protegido tus modestos lares. Así es cómo los que observan con exactitud la ley natural se preparan para el conocimiento de las verdades reveladas.
Marcos Combabus y Valeria Moerens, instruidos por este discurso, se convirtieron a la fe cristiana. Fueron bautizados junto con su joven liberta Caelia Avitella, a la que amaban más que a la luz de sus ojos. Todos los colonos renunciaron al paganismo y fueron bautizados en el mismo día.
Marcos Combabus, Valeria Moerens y Caelia Avitella llevaron desde entonces una vida colmada de virtudes. Murieron en los brazos del Señor y fueron admitidos en el canon de los santos.
A lo largo de treinta y siete años, el bienaventurado Maël evangelizó a los paganos de tierra adentro. Hizo construir doscientas dieciocho capillas y setenta y cuatro abadías.
Pero un día, mientras predicaba el Evangelio en la ciudad de Vannes, supo que los monjes de Ivern se habían apartado de las reglas de san Galo en su ausencia. De inmediato, con el celo de la gallina que reúne a sus polluelos, regresó junto a sus hijos 20
extraviados. Contaba ya noventa y siete años, y aunque su espalda presentaba los estragos del paso de los años, sus brazos aún eran fuertes y sus palabras fluían con la abundancia con que cae la nieve sobre los hondos valles.
El abate Budoc devolvió a san Maël el báculo de fresno y le informó del lamentable estado en que se hallaba la abadía.
Entre los religiosos había surgido una disputa motivada por la fecha en que debía celebrarse la fiesta de Pascua. Unos se incli-naban hacia el calendario romano y los demás querían adoptar el griego, por lo que los horrores de un cisma cronológico dividían al monasterio.
A lo anterior se añadía otro motivo de desórdenes. Las religiosas de la isla de Gad, que tristemente habían abandonado sus virtudes primitivas, venían con frecuencia en barcas hasta las playas de Ivern. Los religiosos las recibían en la hospedería y como consecuencia de ello se sucedían actos escandalosos que consternaban a las almas piadosas.
Cuando terminó su detallado informe, el abate Budoc concluyó en estos términos:
—Después de la llegada de estas monjas, nuestros hermanos han perdido la inocencia y no conocen lo que es el descanso.
—Así lo creo —respondió el bienaventurado Maël—. La mu jer es una trampa hábilmente elaborada: con sólo olerla caemos en ella. Por desgracia, la atracción de esas criaturas se ejerce de lejos aún más poderosamente que de cerca. Inspiran con más fuerza el deseo cuanto menos lo satisfacen. De ahí estos versos de un poeta dedicado a una de ellas: Cuando estás cerca, huyo de ti;
ausente te tengo más presente.
»Por eso podemos comprobar, hijo mío, que los encantos del amor carnal surten más efecto en los solitarios y en los religiosos que en los hombres que van libremente por el mundo. El demonio de la lujuria me ha tentado toda mi vida de diferentes formas, y las más fuertes tentaciones no me las produjo el 21
encuentro con una mujer, incluso bella y perfumada, sino la imagen de una mujer ausente. Aún hoy, cargado de años, a punto ya de cumplir los noventa y ocho, el Enemigo me induce a pecar contra la castidad, aunque sólo sea con el pensamiento. De noche, cuando siento frío en mi lecho y mis huesos helados se entrechocan con un ruido sordo, escucho voces que declaman el segundo versículo del tercer Libro de los Re -
yes: Dixerunt ergo ei servi sui: Quoeramus domino nostro regi adolescentulam virginem, et stet coram rege et foveat eum, dor-miatque in sino suo, el calefaciat dominun nostrum regem. Y el diablo me muestra una chiquilla en flor que me dice: “Soy tu Abisag; soy tu sunamita. ¡Oh, mi señor!, hazme un sitio en tu lecho”.
»Creedme —añadió el anciano— que sólo con una ayuda muy grande del cielo puede un religioso conservar su castidad de obra y de pensamiento.
De inmediato se dedicó a restablecer la inocencia y la paz en el monasterio. Ajustó el calendario según los cálculos de la cronología y la astronomía e hizo que los monjes lo aceptaran.
También envió a las hijas caídas de Santa Brígida a su monasterio, pero lejos de echarlas con brutalidad, hizo que las con-dujeran a su nave con cánticos de los salmos y letanías.
—Respetemos en ellas —decía— a las hijas de Brígida y a las esposas del Señor. Cuidémonos de imitar a los fariseos que fingen despreciar a los pecadores. Es menester humillar a estas mujeres por sus pecados y no por sus personas. Avergonzarlas por lo que hicieron y no por lo que son, porque a fin de cuentas son criaturas de Dios.
Y el santo varón exhortó a sus religiosos a observar fielmente las reglas de su orden.
—Cuando la nave no obedece al timón —les dijo— el escollo la reduce a la obediencia.
22
III
LA TENTACIÓN DE SAN MAËL
Apenas el bienaventurado Maël acababa de restablecer el orden en la abadía de Ivern, cuando supo que los habitantes de la isla de Hoedic, sus primeros catecúmenos y los preferidos de su corazón, habían retornado al paganismo y volvían a depositar coronas de flores y cintas de lana en las ramas de la higuera sagrada.
El barquero que traía tan dolorosas noticias expresó el temor de que pronto estos hombres descarriados pudieran destruir, valiéndose del hierro y el fuego, la capilla que se había levantado cerca de la costa de su isla. El santo varón decidió visitar cuanto antes a sus hijos infieles con la finalidad de devolverlos a la fe y de impedir que se entregasen a sacrílegos actos de violencia. Cuando se dirigía a la solitaria bahía donde estaba vara-da su barca de piedra, volvió la vista hacia los astilleros que ha -
bía fundado treinta años atrás y donde a esta hora se oía el ruido de las sierras y los martillos.
Fue entonces cuando el Diablo, que nunca se cansa, salió del astillero, se acercó al santo varón haciéndose pasar por un religioso nombrado Sansón, y lo tentó en estos términos:
—Padre, los habitantes de la isla de Hoedic no cesan de pecar.
Cada instante que transcurre los aleja más de Dios. Pronto van a destruir la capilla que levantásteis con vuestras veneradas ma -
nos en la costa de la isla. El tiempo apremia. ¿No creéis que vuestra barca de piedra os llevará más deprisa si dispone de un ti món, un mástil y una vela para que el viento pueda empujar-la? Vuestros brazos aún están fuertes y preparados para conducir una embarcación. También sería conveniente añadirle una proa cortante en la parte frontal a vuestra barca apostólica.
Sois bastante sabio como para que a vos mismo se os haya ocurrido esta idea.
—Es verdad, el tiempo apremia —respondió el santo va -
rón—. Pero proceder como decís, Sansón, hijo mío, ¿no sería 23
ponerme a la par con esos hombres de poca fe que no muestran confianza alguna en el Señor? ¿No sería desconfiar de los dones de Aquel que me envió el barreño de piedra sin timón ni velamen?
A esa pregunta el Diablo, que es muy versado en teología, respondió con esta otra:
—Padre mío, ¿acaso resulta loable esperar con los brazos cruzados que de lo alto acuda el auxilio y pedirle hasta lo más ínfimo a Aquel que todo lo puede, en lugar de actuar investido de la prudencia humana y de esta forma ayudarse a sí mismo?
—No, ciertamente —respondió el santo anciano Maël— y sería como tentar a Dios no proceder como lo aconseja la prudencia humana.
—Entonces —repuso el Diablo—, ¿no sería más prudente aparejar la barca?
—Lo sería si fuera la única manera de conseguir tal objetivo.
—¡Ah! ¿Estáis dando a entender que vuestra barca es lo bastante rápida?
—Eso depende de la voluntad divina.
—¿Pero cuánto sabéis al respecto? Avanza tan despacio como la mula del abate Budoc. No es más que un trasto. ¿Es que os han prohibido hacer que vaya más rápido?
—Hijo mío, vuestras palabras son luminosas, pero excesivamente incisivas. Debéis tener en cuenta que esta barca de piedra es milagrosa.
—Es cierto, padre mío. Un recipiente de granito que flota en el agua como una tapa de corcho es sin duda algo milagroso. Eso no se puede negar. ¿Qué concluís entonces?
—Grande es mi turbación. ¿Conviene perfeccionar por me -
dios humanos y naturales una máquina tan milagrosa?
—Padre mío, ¿si por azar perdierais el pie derecho y Dios os lo restituyera, sería éste un pie milagroso?
—Sin duda, hijo mío.
—¿Lo calzaríais?
—Seguramente.
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—Pues bien: si creéis que se puede calzar con un zapato un pie milagroso, deberíais estar de acuerdo con que se puede do -
tar de aparejos naturales una embarcación milagrosa. Esto está clarísimo. ¡Ay! ¿Por qué será que los más santos dignatarios han de mostrar momentos en los que los embarga el desfalle-cimiento y la oscuridad? Sois el más ilustre apóstol de Bretaña y por ello podríais ejecutar obras dignas de eterna alabanza.
¡Pero el entendimiento es tardo y la mano perezosa! ¡Adiós entonces, padre mío! Viajad reposadamente y cuando al final os aproximéis a las costas de Hoedic, podréis observar cómo hu mean las ruinas de la capilla levantada y consagrada por vues -
tras manos. Los paganos la habrán librado al fuego junto con el diácono que allí dejasteis, al que hallaréis hecho una mor cilla.
—Estoy sumido en la mayor confusión —dijo el ...

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