Rusia en la larga duración
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Las reflexiones reunidas en esta obra chocan de frente con los comentarios que circulan actualmente elaborados por la propaganda del coro mediático al servicio de la aristocracia financiera. El Imperio de los Zares, la Unión Soviética, la nueva Rusia son presentados sin cesar como horribles maquinarias despóticas y agresivas, de las cuales los pueblos civilizados de Europa han debido y deberán protegerse, lo cual se consigue en nuestros días gracias a la potencia militar de los Estados Unidos y de la OTAN.Situando a Rusia en el sistema mundial en cada una de las etapas de su evolución, Samir Amin saca a flote una imagen de Rusia muy distinta a la transmitida por la propaganda de los países occidentales. Una Rusia que ha salido de la confusión propia de la era pos soviética y que ha de elegir si se integra en el imperialismo colectivo que más temprano que tarde sumirá al planeta en la catástrofe, o si intenta avanzar en un proyecto de desarrollo soberano capaz de conectar con el despertar del Sur.

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Información

Editorial
El Viejo Topo
Año
2016
ISBN
9788416288717
CAPÍTULO III
Treinta años de crítica del sovietismo
(1960-1990)
Dejando de lado a los individuos con dotes de profetas, nadie puede presumir de no haberse sorprendido con el rápido y absoluto colapso de los sistemas políticos y económicos en Europa del Este y la URSS. Sin embargo, una vez pasada la sorpresa, es útil volver sobre los análisis de estos sistemas que se habían hecho desde hacía unos treinta años. Arriesgándome a parecer inmodesto me atreveré a decir que, desde 1960, me he situado en una corriente de la izquierda, muy minoritaria, que había previsto, a grandes trazos, lo que al fin sucedió bruscamente entre 1989 y 1991. Desde luego, este colapso, que anticipábamos como muy probable, no era el único desenlace posible de la crisis del sistema soviético. No creo en ningún determinismo lineal sin falla en la historia; las contradicciones que atraviesan a cualquier sociedad encuentran siempre solución a través de respuestas distintas en su contenido social, es decir, siempre existió la posibilidad de que el régimen soviético cayese por la derecha (como sucedió) o de que evolucionase (o cayese) por la izquierda. Esta última posibilidad, ahora excluida en el futuro inmediato, sigue manteniendo no obstante una vigencia en la historia, no sólo porque esta nunca tiene fin, sino también y sobre todo porque dudo mucho que la actual solución de derecha estabilice las sociedades del Este, ni siquiera a medio plazo. La lucha para resolver de otra forma sus problemas puede continuar.
Con todo, al releer lo que he escrito sobre estos temas en los últimos treinta años (1960-1990) no puedo dejar de señalar sus puntos débiles y su errores, que la posterior evolución de los acontecimientos permite ahora descubrir.
También habrá que situar estos análisis, opiniones y hasta previsiones, aunque siempre de una probabilidad más o menos grande, en función de las condiciones que rigen las evoluciones producidas. Pues, en el transcurso de estos treinta años, el sistema soviético ha evolucionado, y ha procurado dar respuestas a su crisis, pasando por diferentes fases:
–De la muerte de Stalin (1953), y sobre todo del XX Congreso (1956), a la caída de la experiencia jrushchoviana (1964), el período está marcado por un primer intento de superar el estalinismo, y por el conflicto ideológico y político surgido por este hecho entre Moscú y Pekín.
–El período que sigue –llamado de la “glaciación brezhneviana”– se prolonga hasta la llegada de Gorbachov (1985).
–La tentativa de “perestroika” de Gorbachov, iniciada en 1985, se agota para acabar en unos pocos años colapsando (1989-1991).
Paralelamente, China intentó dar otras respuestas a los problemas de la “construcción del socialismo” –según su propio lenguaje–, sucesivos y distintos: la tentativa maoísta (1961-1976) que culmina en la Revolución Cultural (a partir de 1966), y luego el deslizamiento progresivo que conduce a la estrategia económica y política de Deng Xiaoping, característica de la década de los ochenta.
Estas mismas evoluciones y fases sucesivas han de articularse con las que se produjeron a nivel mundial, tanto en el aspecto de la expansión capitalista (y principalmente en lo relativo a la evolución de la construcción de la Europa de la CEE, la competencia EEUU–Japón–UE, las nuevas formas de la mundialización económica. etc.), como en el de los equilibrios militares entre las dos superpotencias y las respuestas políticas vinculadas a la carrera de armamentos (y sobre todo, en la época de Brezhnev, las iniciativas soviéticas hacia el Tercer Mundo, o en el conflicto con China, así como las estrategias estadounidenses de guerra fría, hasta la carrera de la “guerra de las galaxias” iniciada por Reagan a partir de 1980). Por ello, las decisiones internas y las políticas internacionales se enmarañan a lo largo de estos treinta años.
Desde luego, el sistema soviético no data de 1960 y nuestras reflexiones parten de nuestros análisis de la revolución de 1917 (y de la revolución china), del leninismo, del maoísmo y del estalinismo. Pero nuestra intención aquí no es presentar una nueva lectura de la historia de los setenta y cinco años de existencia de la URSS. No nos extenderemos sobre los cuarenta años del período 1917-1957, en el que las sucesivas fases de la evolución del sistema soviético se articulan con diferentes momentos de la historia mundial, ni siquiera sobre el periodo estalinista de posguerra y las primeras guerras frías.
Igualmente, debo añadir una nota personal a lo que precede. Como egipcio viví la experiencia nasseriana y, sin jactancia por mi parte, quiero recordar que desde 1960 preví que la lógica del sistema nasseriano había de conducir a lo que se desarrolló a partir de 1971 con la “infitah” sadatiana (la “apertura”): el retorno al redil de la compradorización1. (Renové estas preocupaciones a propósito de la primera generación de las otras experiencias “socialistas” en África –Argelia, Mali, Guinea, Ghana–, en la primera mitad de la década de los sesenta). Esta opinión, entonces rechazada como absurda por la gran mayoría de la izquierda egipcia e internacional, me había inducido a acercarme a grandes rasgos a la crítica que el PC chino hacía a la dirección soviética, en lenguaje todavía oscuro desde 1957-1958 y abiertamente en la Carta en 25 puntos (1963), y, luego, a ver en la Revolución Cultural –desde 1966, por lo tanto antes de que 1968 popularizara sus temas en Occidente– el esbozo de una respuesta correcta a la “crisis del socialismo”.
I
1. Sin duda desde 1960, incluso a partir de 1957, dejé de considerar que la sociedad soviética pudiese llamarse socialista, y a considerar el poder como obrero, aun cuando se alegara que estaba “deformado por la burocracia”, según la célebre expresión trotskista. Para empezar, llamé burguesía a la clase (y digo con rotundidad, la clase) dirigente y explotadora. Con esto quiero decir que esta clase (la “nomenklatura”), con todas sus aspiraciones, se miraba en el espejo de “Occidente”, cuyo modelo ansiaba reproducir. Es lo que Mao había formulado con claridad en una frase pronunciada en 1963, dirigiéndose a los cuadros del PC chino: “Vosotros (es decir, vosotros, cuadros del PC chino) habéis construido una burguesía. No lo olvidéis: la burguesía no quiere el socialismo, quiere el capitalismo”.
Saqué las conclusiones lógicas de este análisis respecto al partido y a la actitud de las clases populares para con ese poder. Para mí estaba claro que las clases populares no se reconocían en ese poder (aunque éste siguiera proclamándose socialista), al que consideraban, por el contrario, como su adversario social real, y con toda la razón. En estas condiciones, el partido era un “cadáver en descomposición desde hacía mucho tiempo” y se había convertido en realidad en un instrumento de control social por parte de las clases dirigentes explotadoras sobre las clases populares. Completando el trabajo de las instituciones represivas (el KGB), el PC organizaba redes clientelares de carácter popular (con el control y la distribución de todas las ventajas sociales, incluso las más insignificantes), bloqueando de este modo una posible rebelión. En este aspecto, este tipo de partido no es de naturaleza distinta a la de numerosos partidos únicos del Tercer Mundo, que desempeñan las mismas funciones (con la etiqueta del nacionalismo radical, como el nasserismo, el FLN argelino, el Baaz y una larga lista de partidos en Mali, Guinea, Ghana, Tanzania, etc., o incluso sin esta etiqueta, en países que han optado abiertamente por el capitalismo, como Costa de Marfil). Se trata pues de una forma generalizada, propia de las situaciones en que la burguesía en vías de formación aún no ha establecido su hegemonía ideológica (“la ideología de la clase dominante es la ideología dominante de la sociedad” dice Marx a propósito del capitalismo maduro) y, por eso, no aparece ejerciendo un poder legítimo (que implica un consenso creado por la adhesión de la sociedad a la ideología de su clase dominante).
Este tipo de ejercicio del poder, que divide a las clases populares gracias al clientelismo, tiene un efecto despolitizador, cuyos estragos no hay que subestimar. Los hechos demuestran hoy que la despolitización en la.URSS es de tal magnitud que las clases populares creen que el régimen que se quitan de encima era socialista, y por eso aceptan ingenuamente que el capitalismo es mejor.
Todos los partidos construidos según este modelo se derrumban como un castillo de naipes en el momento en que sus dirigentes pierden el poder de los aparatos del Estado: nadie está dispuesto a arriesgar su vida por la defensa de un sistema de esa naturaleza. Por esta razón, las luchas en la cumbre en este tipo de partido adquieren la forma de revoluciones palaciegas, sin intervención de las bases, que, indefectiblemente, aceptan el veredicto de quienes han vencido. Por eso no había quedado sorprendido con la reconversión inmediata de la “Unión Socialista” [egipcia] del nasserismo en el sadatismo, ni con la desaparición espontánea de otros partidos de la misma índole en numerosos países del Tercer Mundo. Tampoco me sorprendí con la pasividad de que dieron prueba los “millones” de comunistas soviéticos a partir de 1989.
2. Dado que, para mí, ya era evidente que la sociedad soviética no era socialista, siempre me pareció muy difícil calificarla en términos positivos.
No volveré a hablar de las razones que hicieron que me negara a reconocer en ella la aplicación de los principios fundamentales del socialismo, sobre las que me he explayado en numerosas ocasiones. Para mí, el socialismo implica algo más que la abolición de la propiedad privada (lo que es una definición negativa); implica positivamente otras relaciones con el trabajo, distintas de las que definen la condición del salariado, otras relaciones sociales, que permitan a la sociedad en su conjunto (y no a un aparato que actúa en su nombre) señorear su evolución social, lo que a su vez implica una democracia avanzada, más avanzada que la mejor democracia burguesa. En ninguno de estos aspectos la sociedad soviética era distinta de las sociedades burguesas de los países industrializados, y cuando se apartaba de ello lo hacía para peor, al aproximar su práctica autocrática al modelo dominante en las regiones del capitalismo periférico.
No obstante, me negué a calificar a la URSS de capitalista, a pesar del hecho de que su clase dirigente era –en mi opinión– burguesa. Mi argumento es que el capitalismo implica la fragmentación de la propiedad del capital, lo cual constituye la base de la competencia, y que la centralización estatal de esta propiedad impone una lógica de acumulación. Además, en el terreno político mi argumento es que la revolución de 1917 no fue una revolución burguesa, y no lo fue tanto por el carácter de las fuerzas sociales que la protagonizaron como por la ideología y el proyecto social de sus fuerzas dirigentes, y que esta realidad no puede considerarse insignificante.
No doy gran importancia a cual ha de ser la calificación en términos positivos del sistema. Utilicé a este respecto las expresiones sucesivas de capitalismo de Estado y de capitalismo monopolista de Estado, cuyas ambigüedades critiqué, para adoptar finalmente el término neutro de “modo de producción soviético”. Lo que me parecía más importante era la cuestión de los orígenes, de la formación y de la evolución de este sistema y, en este marco, la de su futuro.
No fui de los que alguna vez lamentaron la revolución de 1917 (“No había que hacerla porque no existían las condiciones objetivas de una construcción socialista; había que detenerse en la revolución burguesa”). Porque, para mí, la expansión mundial del capitalismo es polarizante y, por eso mismo, es inevitable que los pueblos que son víctimas de ella –en la periferia del sistema– se rebelen contra sus consecuencias. Uno no puede sino acompañar a estos pueblos en su rebelión. Ahora bien, detenerse en la revolución burguesa es traicionar a estos pueblos, ya que el capitalismo necesariamente periférico que resultaría de ello no permite dar respuestas aceptables a los problemas que han motivado su rebelión.
Las revoluciones rusa y china inauguraron una larga transición cuyo resultado es fatalmente incierto: la dinámica de su evolución puede conducir al capitalismo (central o periférico), como puede hacer progresar, en su propia sociedad y a escala mundial, un avance hacia el socialismo. Lo que es importante, en el marco de este modo de ver las cosas, es analizar la dirección objetiva en que se progresa. Las dos tesis que me parecen importantes en el análisis de la evolución soviética, y que comparto todavía (es cierto que con una minoría de la izquierda comunista), son las siguientes:
–Que la colectivización tal como la aplicó Stalin a partir de 1930 rompió la alianza obrera y campesina de 1917 y dio lugar, a través del fortalecimiento del aparato autocrático estatal, a la formación de la “nueva clase”, esto es, la burguesía estatal soviética.
–Que el propio leninismo, debido a algunas de sus limitaciones históricas, había preparado (involuntariamente) el terreno para que surgiese esta opción funesta. Con esto quiero decir que el leninismo no rompió radicalmente con el economicismo de la II Internacional (por consiguiente, del movimiento obrero occidental, hay que decirlo): entre otras cosas, son prueba de ello, por ejemplo, sus concepciones respecto a la neutralidad social de las tecnologías.
La sociedad de la larga transición se enfrenta realmente con exigencias contradictorias: por una parte, en cierta medida tiene que “alcanzar”, en el sentido de que tiene que desarrollar las fuerzas productivas; por la otra, se propone –en su tendencia al socialismo–“hacer otra cosa”, es decir, construir una sociedad liberada de la alienación economicista, que, por naturaleza, sacrifica “las dos fuentes de la riqueza”: el ser humano (reducido a fuerza de trabajo) y la naturaleza (considerada como inagotable objeto de la explotación humana). ¿Pero puede? Siempre pensé que la respuesta era positiva, pero difícil: en realidad, era un compromiso que había que desarrollar progresivamente en el buen sentido (“para hacer otra cosa”). El economicismo del leninismo contenía en germen una opción que progresivamente iba a hacer prevalecer el objetivo de “alcanzar” sobre el de “hacer otra cosa”.
Mi temprana adhesión –desde 1958– al maoísmo, y luego –desde 1966– a la Revolución Cultural, de la que no reniego, proviene de este análisis de que el leninismo no había roto suficientemente con el economicismo occidental (lo expresé asombrándome de que el propio Lenin se hubiese sorprendido de la traición de Kautsky en 1914). Me adherí pues a las tesis de que Mao restablecía un verdadero retorno a Marx, deformado por el movimiento obrero occidental (y el imperialismo no ha sido un factor secundario en esta deriva), antes de serlo (y de seguir siéndolo, en parte) por el leninismo.
El maoísmo presentaba de ese modo una crítica del estalinismo desde la izquierda, mientras que Jrushchov la había hecho desde la derecha. Jrushchov decía: no se han hecho suficientes concesiones a las presiones económicas (la revolución tecnológica y científica, la mundialización) y a sus implicaciones políticas (dar más poderes a los directores de empresas, es decir, a la burguesía soviética). Jrushchov decía: con estas condiciones, alcanzaremos más pronto. Mao decía: en cada etapa no hay que perder de vista el objetivo final. Éste era el sentido de “poner la política en los puestos de mando” (un sentido que no tiene nada que ver con la fácil acusac...

Índice

  1. Página de título
  2. Portadilla
  3. Copyright
  4. Sumario
  5. Presentación
  6. Capítulo uno: Rusia en el sistema mundial, ¿Geografía o Historia?
  7. Capítulo dos: En los orígenes: la índole del Imperio de los Zares
  8. Capítulo tres: Treinta años de crítica al sovietismo (1960-1990)
  9. Capítulo cuatro: Las respuestas de Lenin y Stalin al desafío del siglo
  10. Capítulo cinco: ¿La salida del túnel?
  11. Capítulo seis: La crisis ucraniana y el retorno del fascismo en el capitalismo contemporáneo
  12. Balance y perspectivas