Rumias, graznidos y gorjeos
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Rumias, graznidos y gorjeos

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  1. 160 páginas
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Rumias, graznidos y gorjeos

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Información del libro

Si el talento poético de José Viñals ha sido ya ampliamente reconocido (entre otros, ha obtenido los premios Jaime Gil de Biedma y Vilafranca del Bierzo), su excelente obra narrativa y ensayística es ya considerable. Novelas ("Nicolasa verde o nada"; "Padreoscuro"); libros de relatos ("Miel de avispa"; "Ojo alegre y viejísimo"); ensayos ("El príncipe manco"; "Huellas dactilares") son testimonio de la calidad de su prosa."Rumias, graznidos y gorjeos" está integrado por un conjunto de relatos caracterizados por lo que el propio Viñals denomina "el júbilo de narrar". Porque, en efecto, su prosa es jubilosa, tanto cuando describe las ganas de vivir de un anciano como cuando nos conmueve describiendo la soledad del hombre que perdió a su amada. Irónico y tierno, Viñals desciende hasta los entresijos del corazón humano, sus virtudes y defectos, balanceándose entre la memoria y la fantasía; el amor y el desamor; la ausencia y la presencia; la muerte y la vida.

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Información

Editorial
Montesinos
Año
2001
ISBN
9788495580092
Categoría
Literature

M O N T E S I N O S

Edición propiedad de Ediciones de Intervención Cultural Diseño: Elisa N. Cabot
ISBN:84-95580-09-8
Depósito Legal: B-24.362-2001
Imprime Novagràfik
Impreso en España
Printed in Spain
Dedico este libro a algunos de mis peores amigos: Pedro Pont Vergés,
Esteban Peicovich,
Manuel Lombardo,
Juan Manuel Molina Damiani,
Cristóbal López Carvajal.
Nada se pierde haciéndolo
pues estos cuentos son tan malos como ellos.
EL ANDARÍN
Hubo en Buenos Aires en los años 70 y 80 una bella colección editorial llamada “Papeles del Andarín”.
¿No tendrá el nombrado personaje algo que ver con esto?
El Andarín dijo que cuando uno abandona la casa en la que se ha vivido, había que llamarse. Había que llamarse cada uno por su nombre, y había que hacerlo por dos razones: una, para que el alma de la persona no se quedase atrapada dentro de la casa y sufriera; dos, para que el alma atrapada no fuera una molestia para los nuevos moradores que pudieran venir a habitarla. Lo primero era razonable; lo segundo, delicado. No sé si dijo alma o espíritu; podría ser que no se tratase de cuestiones iguales.
Y había que proceder del siguiente modo: primero vaciar enteramente la casa de todo, absolutamente de to do: cosas, animales domésticos, espejos, muy importante era vaciarla de espejos; hasta de clavos en las paredes sin olvidar nada; después había que limpiar y fregar de modo que to do quedara muy limpio, incluyendo paredes y techos, y aromar la casa si fuera posible, quemando hierbas olorosas, a gus to; in cien so no, porque el incienso es perfume religioso. Des pués, al fi nal, había que meter con cuidado todo en el carro o en el ca mión de mudanzas, último las jaulas con pájaros, y reunir al lado del carro o camión a los restantes animales propios que uno se lleva y, último, último, a todas las personas que se van. Y
había que cerrar todas las puertas y ventanas de la casa menos 9
la puerta de calle. Después, y al final, el hombre de más edad de la familia en retirada, o la mujer, en el caso de que no hu -
biera hombre de antigüedad, debía gritar fuerte y que se es -
cuchara bien, primero el nombre de los animales de la casa, el nombre de las cosas después, en el caso de que las cosas tuvieran nombre, como en algunos países les dan (y el mejor ejemplo que tengo es que en mi casa teníamos una rueca que se llamaba Margarita), y, al final, cada individuo se tenía que llamar a sí mismo por su nombre propio, no por su apodo; todos los individuos de la casa, uno por uno, del ma yor al menor; y si por casualidad hubiera un mudo o niño me nor que no hablase, la madre tenía que llamarlo por su nom bre, y, si no había madre, la persona reemplazante de ma yor paren-tesco o amistad o cercanía con el mudo o niño que todavía no habla.
Así que cuando el Andarín llamó a todos los animales y cosas, como él era solo y único, se llamó a sí mismo con voz sonora:
— ¡Luis María Torres Agüero!
Y con el espíritu de él salió también el espíritu mío, porque habíamos pasado la última noche juntos, hablando y hablando de cosas terribles.
De sueños habíamos hablado, de los sueños de él y de los sueños míos; los míos no valían la pena. Habíamos hablado, de morirse él y morirme yo, cuando nos tuviéramos que morir por gracia de la vida vivida. El se murió; yo me morí en la parte de él que yo tenía en mi naturaleza y que ahora es ausencia de él y empobrecimiento de mí.
Digo que se murió y no que murió, y digo bien. Porque él se murió llamándose desde su alma, y yo no sé si moriré o si me moriré: me gustaría morirme. Me sentaría en un rincón con penumbra, abierta la ventana si llega a haber ventana; sacaría, como se saca agua de un pozo, el poco de alma arrugada que tuviera y me llamaría por mi segundo nombre, que 10
es el que más quiero y el que me tengo reservado para la hora de la muerte, de mañana, de tarde o de noche, que todavía no se sabe; me gustaría de mañana para molestar menos.
No hablo de los sueños hablados entre él y yo, porque de los sueños nada se debe contar, porque está de más, porque la vida de cada uno es lo que más se parece al sueño de cada uno, y al final eso se sabe. Cumplidos o no cumplidos, los sueños son la única verdad de las personas que sueñan. No hay personas sin sueños, pero, si las hubiera, serían como re -
lojes, como perchas.
De la muerte sí que hablamos porque nos importaba demasiado. Demasiado nos importaba. Hablamos menos de los muertos muertos que de los muertos matados. Hablamos de amigos y conocidos. Hablamos primero de Salvador Allende y algo menos de Pablo Neruda. Hablamos de Palomita Alon -
so, del Barba Bournichon, de Rodolfo Walsh, de Ha rol do Conti. Y hablamos de Juan Gelman por su hijo matado, y de Ernie Wilson y Pelusa Aekermann por su hija matada también. Y así, así y no nos alcanzó la noche. No, no nos al canzó.
Oscura noche. No es por el dolor que la recuerdo. La recuerdo por la hermosura de las personas recordadas y por el dolor del vacío del corazón.
Y no estábamos en la Argentina, que es donde debíamos estar, sino en un barrio de Madrid que acababa en unas colinas secas, donde la tarde previa a esa noche habíamos visto a un pastor con sus ovejas y hacía muchísimo frío y no iba a nevar. Siquiera hubiese nevado.
Y bebimos, porque cuando se habla entre amigos se bebe de lo lindo.
Y él se volvía a su país al día siguiente, que no quería volverse para nada, y yo no, yo ya no sé a qué país mío volverme.
Porque él sería el Andarín pero yo, como dije, tengo su parte de andarín en mi parte de no andarín, y yo peregrino, vivo peregrinando, y no tenía sueños de peregrinar, no los tenía.
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Y además que antes que él me lo dijera no sabía yo que ha -
bía que llamarse, y no me llamé cuando me fui de donde me fuera; nunca me llamé por pura ignorancia.
Ahora que lo sé me llamaré, si me queda algo que llamar o al guien a quien llamarme. Si no, no. Yo tengo demasiados ha bi tantes que no se llamaron cuando se fueron. Él tampoco se de be haber llamado en mí, porque no me ha dejado vacío de él.
Muchas personas debieron sacar sus cosas de mi casa de mi alma para que yo fuera hombre más tranquilo de corazón, más limpio y aromado. Pero me han dejado adentro hasta ca -
ballos que cocean, hasta niños abandonados, hasta periódicos clandestinos y papeles, hasta pinceles usados de pocas cer das deshilachadas, hasta pinzas de la ropa con ropas colga das en alambres, hasta canciones de amor, hasta películas de cine, has ta papelitos doblados, hasta cáscaras de nuez de unas Na -
vidades.
Yo soy hombre malocupado, de inquilinato de amigos, en pésimas condiciones de vivienda y habitabilidad, desconcha-do, con grietas, con humedades, con sótano lleno hasta re -
ventar de objetos inútiles, como una mecedora rota y deses-terillada que era de mi abuelo o un friscorno que era de una banda de música de pueblo.
Y así no. Que se llamen o que llamen los que se tengan que lla mar, ancianos o jóvenes o criaturas, y que me desocupen de una vez por todas.
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LINDOS TUS OJOS
Dos precisiones: el norteamericano Salinger tiene un cuento denominado “Boca bonita, lindos tus ojos”; le he usurpado medio título; segunda: en Necochea (Argentina) hablé con Enrique González Tuñón de María Amparo; me dijo que era la Sulamita, ni más ni menos.
Llegado a mayor, Platero tuvo un hijo, un borriquillo precioso al cual muchas malas personas de Moguer hubieran querido llamarle Juanramón. Pues no, se llamó como el polli-no de Sancho Panza, que nadie sabe cómo se llama. Era pe -
queño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.
Cual dos espejos de azabache, cual dos espejos negros de obsidiana donde miraba el Inca sus ojos más negros aún, co -
mo los ojos del Inca en el espejo negro de obsidiana, así tus ojos, María Amparo. “Por el olor de tus suaves ungüentos, un güento derramado es tu nombre, María Amparo”, decía el poeta Raúl González Tuñón, parafraseando lo parafraseable con otros designios. Se puede, está permitido, hay licencia eclesiástica, nihil obstat. Maldita seas, Amparo, te adoro, y más te adoraría si no me pusieras los cuernos. ¡Gitana! Que eres una gitana, que te pareces a Carmen Amaya en todo, me -
nos en el bailar, que eres fea y no se te nota, que son lindos, lindos tus ojos. Como dos escarabajos de cristal negro, co mo hollín de chimenea de fuego de leña, como humo negro de mala entraña, como tizne de caldero negrísimo que chorrea 13
negro sobre negro. Lindísimos, malísimos, maliciosos, per -
ver sos, malditos, negros de espejos de azabache, de borriquillo hijo de Platero. ¡Ay, Amparo!, lírico he despertado esta ma -
ñana, lírico a lo bestia.
Yo digo, digo, perdóname, pregunto, más bien reclamo:
¡Por qué me tienes que condecorar tan oprobiosamente!
¿Dón de pasaste anoche la noche? A ver, dímelo, pelandusca.
Me tienes a mitad de camino entre la náusea y el vómito, entre la puñalada y el desangre. No soy tan moderno, ya ves.
Soy muy, muy antiguo, muy hijodalgo a la española, muy criminal, muy flamenquísimo.
Hoy es preciosa la mañana; el otoño me vuelve loco, lo juro, más que la tan dulzona primavera. Y tú hueles a otoño, cabrona. Desde mi ventana contemplo el huerto; es una ma -
ravilla de frescor. ¡Cómo, cuánto me encantaría tener una cabra o dos! Los árboles de fruto están cuajados; la parra es una delicia, con racimos grandes como muchachitos. He puesto fuego en el hogar sólo para alumbrar tu inconcebible desnudo. Inconcebible no, yo lo concibo perfectamente, sin esfuerzos lo concibo. Y además lo recuerdo, pequeña, no es tan deleznable mi memoria.
Para alumbrar tu desnudo digo: ¿qué desnudo?, si tampoco hoy has de venir; ni ayer, ni mañana, quizá ni en lo que resta del otoño: cuarenta y dos días, una nada, otro sueño arruga-do.
¿Te conté o te contaron que ahora tengo una perra? Pues sí, una Pointer canela y blanca de ojos parecidos a los tuyos pero más redondos y de mirar más suave. Me lame, me lame con devoción, y yo acabaré por lamerla a ella si tú no vienes, que no vendrás.
Dentro de media hora saldré a caminar, como es mi costumbre. Si vinieras y no me hallases no te alarmes, estaré re -
cogiendo níscalos; ya pasó la época de los alcaparrones que tan -
to te gustan; pero tengo, tengo, amor mío, tengo como diez o 14
doce frascos, curados a la manera autóctona, en salmuera y al sol, al asesino sol de la meseta, el que te maduró los ojos, puta mía.
Como bien lo entenderás ésta no es una carta strictu sensu; llevo escritas una o dos centenas parecidas a ésta, más o me -
nos inspiradas. A máquina las escribo, eso sí, porque la pro-lijidad cuenta.
De paso —y no hay reproche alguno en esto—, yo me vine a esta seca soledad para pintar, ¿no? Dijiste que te vendrías con migo, ¿sí o no? Lo dijiste, maligna. Y sí, viniste ¿cuánto tiem po, cuántas veces? Siete días, siete veces en siete meses; eres más bíblica que la serpiente. Y no hablemos de lo que yo he pintado en este tiempo. Todo lo que he pintado es negro sobre negro, como tus ojos chorreantes, feísmo de alta escuela; mierda, si tengo el alma más tierna que un palmito, más, como una sesada. Voy a terminar con lo terrible, en cuanto pueda acabaré con eso. Pintaré crisantemos; no a lo Van Gogh, claro, los pintaré en estilo japonés, ligeros, frescos, y caligrá-ficos.Ya verás, prometido.
No, no saldré a caminar; los níscalos que se pudran. No iré a ninguna parte. Y no es cierto, te han mentido o te he mentido, no tengo ninguna perra; lo que tengo es un fuerte dolor en los cojones, eso tengo. Y una gripe que no me aguanto.
Odio el otoño, es una estación que ni fu ni fa. Y voy a apagar el fuego porque no te espero y, te lo digo de una vez, si vi nieras no serás bienvenida. Eso sí, alcaparrones y vino no te negaré, por supuesto. Por pura educación, por el espectáculo emocionante de tu glotonería, lo más divertido de la tierra.
Si es que la verdad, eres lindísima y no te hace falta bailar co -
mo la Amaya. Eres bella estés o no en trance. En trance me gustas menos porque cierras los ojos. O se te pierden las pu -
pilas hacia arriba y eso es horrible, en serio, horrible y ex tra -
ordinariamente placentero. Eso me hace sentir un supermacho mediterráneo, una especie de Goliat del coito. A veces, ante ti, 15
me he sentido con un solo ojo, como Polifemo. Y es natu ral, se me agolpan los míos ante la inmensa separación de los tuyos; hay un valle entre tus ojos, un valle con una suavísima colina en la que me enloquecería cultivar al mendros o algo así, quizá zarzaparrilla o matalaúva o alhucema; mejor matalaúva, más apropiado.
Hortelano soy, amada, de la tierra que ocupas y estercolas, como aproximadamente decía Miguel Hernández. Los poetas me tienen hasta la coronilla. Odio a todos los poetas, sean del pelaje que sean; los leo para paliar la soledad. Si tú vinieras no leería nada, lo que se dice nada, nada. Tú serías mi li -
bro de cabecera, mi biblia manoseada, mi Vicenta Alei xan dra deglutida. ¡La puta madre, estoy tristísimo, amor! Se me caen las babas. Y no tengo más que treinta años; ni siquiera: vein-tinueve. En enero cumpliré los treinta, el día uno, día de la Circuncisión de Vuestro Señor. ¡Tengo una puntería para las onomásticas!
Cristóbal Rejano es un buen pintor, ha estudiado con se -
riedad y puede considerárselo un auténtico investigador formal. Aunque procede de la abstracción lírica y era (hoy lo es menos) devoto de Mark Rothko, en los días presentes está muy próximo al expresionismo figurativo, con la lejana refe-rencia, inevitable por cierto, de Francis Bacon al fondo. Pero su pintura, voluntariamente o no, es muy española y castiza y pesa sobre ella la corpulencia exagerada de los tenebristas, del Goya negro y sobre todo el recuerdo obsesivo de Gu tié -
rrez Solana. No es esperpéntico pero a veces es monstruoso.
Su línea de fuerza es el dibujo, su preocupación, las gran des composiciones, su debilidad, el color; es fuerte pero contenido; corre hasta los últimos riesgos en el planteamiento formal del cuadro, empasta con vehemencia y vigor pero su paleta es sorda y sombría; creyendo huir del pintoresquismo a la italia -
na, o de la plástica a la francesa, ha llevado la austeridad colo-rística a un punto insostenible. En su obra no hay luz, hay 16
sombras machacadas, penumbras asfixiantes, romanticismo exacerbado (aunque él lo niegue) y drama, dra ma sin tregua y sin alivio. Es profundamente desagradable, por supuesto, pero no insustancial y mucho menos complaciente. Medita mucho, trabaja poco. Jamás ha sentido el puro júbilo de pintar; toda su obra es una lucha dolorosa no exenta de violencia; a veces logra ser estremecedor.
Vive en una pequeña casa de antiguos labriegos a casi dos horas de Madrid, en la falda del Guadarrama; el campo que rodea la casa tiene por frontera natural, al norte, el cauce del Manzanares. Cristóbal Rejano ha logrado hacer de la casa un estudio casi completamente diáfano con muy atractivos rin-cones y desniveles de pisos y techos. Las paredes son de ta -
pial; las ventanas, pequeñas pero numerosas; el solado de la casa...

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