Ascanio
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Ascanio

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Ascanio

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Información del libro

Utilizando episodios de la vida de Benvenuto Cellini, el gran escultor y orfebre florentino del siglo XV, Alexandre Dumas escribió una de las mejores novelas salidas de su pluma: Ascanio. Sus personajes son fascinantes: no sólo el propio Cellini, fogoso, iluminado, violento hasta llegar al crimen, pero también íntegro, humano, devoto de los que ama; sino también la peligrosa e intrigante duquesa d'Etampes, amante del rey Francisco I y capaz de cualquer artimaña; Ascanio, el alumno preferido de Cellini, atrapado entre dos amores; Colombe, dulce y encantadora, obligada por el preboste de París a un matrimonio contra su voluntad; e incluso Carlos V, quien necesita atravesar Francia para someter a los rebeldes de Gante y que para garantizar su seguridad está dispuesto a ceder al rey francés el ducado de Milán. Novela trepidante, Ascanio contiene elementos de novela histórica, de novela de capa y espada, y también de folletín. Los lectores que inicien su lectura no podrán abandonarla.

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Información

Editorial
Montesinos
Año
2006
ISBN
9788496356641
Categoría
Literature
Categoría
Classics

A S C A N I O

ALEXANDRE DUMAS
AS CA N I O
Traducción de Emilio Hernández Valdés

M O N T E S I N O S

Título original: Ascanio
Edición propiedad de Ediciones de Intervención Cultural Revisión técnica: Isabel López Arango
Diseño: Elisa N. Cabot
ISBN: 84-96356-64-7
Depósito Legal: B-10.187-2006
Impreso por Novagràfik
Impreso en España
CAPÍTULO I
LA CALLE Y EL TALLER
Eran aproximadamente las cuatro de la tarde del 10 de julio del año de gracia de 1540 en París. Más exactamente, dentro del recinto de la Universidad, en la en trada de la iglesia de los Agustinos, cerca de la pila bautismal situada junto a la puerta.
Un corpulento y agraciado joven de tez morena, cabellos largos y grandes ojos negros, vestido con una sencillez plena de elegancia, que como única arma llevaba un pequeño puñal con un mango maravillosamente labrado, se hallaba allí de pie, y sin duda por piadosa humildad no se había movido de aquel sitio durante todo el tiempo que había durado la misa de vísperas. Inclinada la frente y en actitud de devota contemplación, no sé que palabras murmuraba muy quedo, seguramente sus plegarias, porque hablaba en un tono tan bajo que sólo él y Dios po -
dían saber lo que decía. Pero, no obstante, como el oficio llegaba a su fin, alzó la cabeza y los que estaban más cerca de él pudieron escuchar estas palabras pronunciadas a media voz:
—¡De qué forma tan abominable dicen los salmos estos monjes franceses! ¿No podrían cantar mejor ante Ella, que debe estar habituada a escuchar el canto de los ángeles? ¡Ay!, esta angustia ya termina, pues la misa de vísperas ha concluido.
¡Oh Dios, Dios! ¡Permite que hoy sea más feliz que el domingo anterior y que esta vez sus ojos al menos me concedan una mirada!
Esta última plegaria no está en absoluto mal encaminada, porque si aquélla a quien va dirigida alza los ojos hacia aquel que se la envía, podrá apreciar la más adorable cabeza de adolescente que jamás haya soñado al leer esas bellas fábulas mitológicas, tan de moda en esa época gracias a los hermosos poemas del maestro Marot, y en las que se cuentan los amores de Psique y la muerte de Nar ci so.
En efecto, y como ya hemos dicho, bajo su traje sencillo y de color oscuro, el joven al que acabamos de introducir en la escena es de una belleza significativa y de una elegancia suprema. Además, tiene en la sonrisa una dulzura y una gracia infinitas, y su mirada, que aún no intenta ser atrevida, es al menos la más apasionada que puedan lanzar dos grandes ojos de dieciocho años. Sin embargo, con 7
el ruido de las sillas que anuncia el final del oficio, nuestro enamorado (porque con las pocas palabras que ha pronunciado, el lector ya ha podido darse cuenta de que tiene el derecho a que como a tal se le reconozca), nuestro enamorado, como les decía, se apartó un tanto hacia un lado y observó pasar a la multitud que se deslizaba en silencio, compuesta por graves mayordomos, respetables matronas que ya han adquirido aires de discreción y chiquillas agradables. Pero no era esto lo que había hecho asistir a ese sitio al agraciado joven, porque su mirada no se animó y sólo avanzó con prisa cuando vio acercarse a una joven vestida de blanco acompañada por una dueña, pero una dueña de casa respetable, y que parecía conocer sus funciones; una dueña bastante joven, bastante jovial y de muy buena presencia, a fe mía. Cuando las dos damas se acercaron a la pila bautismal, nuestro joven tomó agua bendita y se la ofreció galantemente.
La dueña dio muestras de la más amable de las sonrisas, ejecutó una reverencia en señal de agradecimiento, tocó los dedos del galancete, y para gran decep-ción de éste, ella misma le ofreció a su compañera esa agua bendita de segunda mano, mientras que esta última, a pesar de la fervorosa plegaria de la que había sido objeto tan sólo unos minutos antes, mantuvo bajos los ojos todo el tiempo, puesto que sabía que allí se encontraba el joven. En cuanto la damisela se alejó, éste dio unas pataditas en el suelo, al tiempo que murmuraba: “¡Vaya, tampoco me vio esta vez!” Lo que demuestra que el apuesto joven, como creemos haber dicho ya, apenas contaba dieciocho años.
Pero dejando a un lado su contrariedad, nuestro desconocido se apresuró a descender los escalones de la iglesia; y al ver que después de haberse bajado el velo y dado el brazo a su doncella, la distraída belleza había tomado hacia la derecha, él también hizo lo mismo a toda prisa, no sin dejar de observar que ése era también su rumbo. La joven avanzó a lo largo del muelle hasta el Puente Saint-Mi -
c hel, trecho que aún coincidía con el de nuestro desconocido. Luego atravesó la calle de la Barillerie y el Puente du Change. Puesto que ése seguía siendo el camino que debía seguir nuestro desconocido, la siguió como a su sombra. La sombra de toda muchacha bonita es siempre un enamorado. Pero, ¡qué contrariedad!
A la altura del Grand-Châtelet, ese bello astro —del cual nuestro desc ono cido se había convertido en satélite—, se eclipsó súbitamente. Una pequeña puerta de la prisión real se abrió, diríase que por sí misma, tan pronto como la doncella la golpeó y volvió a cerrarse inmediatamente.
El joven permaneció desconcertado un instante, pero como era un muchacho muy decidido cuando no tenía a su lado una linda jovencita que lo apartara de su resolución, no tardó mucho en determinar lo que iba a hacer. Un guardia con la pica al hombro se paseaba con aire de gravedad ante la puerta del Châtelet. Nues -
tro desconocido joven hizo lo mismo que este digno centinela, y luego de alejarse hasta cierta distancia para que no se notara su presencia, aunque no tan lejos como para perder de vista la puerta, comenzó heroicamente su guardia amorosa.
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Si el lector ha montado guardia alguna vez en su vida, habrá podido observar que uno de los recursos más efectivos para abreviar ese ejercicio es hablar consigo mismo. Ahora bien, no cabe duda de que nuestro joven estaba habituado a hacerlas, porque en cuanto comenzó la suya se espetó el monólogo siguiente:
—Con seguridad no es aquí donde ella vive. Esta mañana, después de la misa, al igual que los dos domingos anteriores en que no osé seguirla más que con la vista —¡tonto que fui!—, no giró a la derecha en el puente, sino a la izquierda, hacia el lado de la Puerta de Nesle y del Pré-aux-Clercs. ¡Entonces qué diablos vino a hacer al Châtelet! Vamos a ver. Puede que a visitar a un prisionero, probablemente su hermano. ¡Pobre muchacha! Entonces debe estar sufriendo mu -
cho, porque sin duda es tan buena como bella. ¡Ya lo creo que tengo un gran deseo de abordarla y preguntarle, para que me diga con franqueza qué es lo que ocurre y entonces ofrecerle mis servicios! Si se trata de su hermano, se lo cuento al maestro y le pido que me aconseje. Cuando uno se ha evadido del castillo de San Ángel, como lo hizo él, se sabe cómo se sale de la cárcel. Entonces, en cuanto me lo diga, saco de ahí al hermano. Luego de un servicio como ése, el her mano se convierte en mi amigo en cualquier circunstancia. Cuando después me pre-gunte qué puede hacer por mí, que tanto hice por él, le confieso que amo a su her -
mana. Me la presenta, caigo de rodillas a sus pies, y vamos a ver si entonces ella no acaba por mirarme a los ojos.
Sólo cuando se le observa adentrarse por tales vericuetos es posible comprender que el pensamiento de un enamorado no tiene límites. Pero también nuestro joven quedó asombrado al escuchar que ya daban las cuatro y llegaba el re levo del turno de guardia.
El nuevo centinela comenzaba su ronda y el joven reanudó la suya. El recurso le había resultado demasiado bueno para dejar de seguir empleándolo, así que rea -
nudó su monólogo, ahora centrado en un soliloquio no menos fecundo que el primero:
—¡Qué bella es! ¡Qué gracia tienen sus gestos! ¡Qué pudor se observa en sus movimientos! ¡Cuánta pureza se aprecia en sus líneas! Nadie más en todo el mun -
do que el gran Leonardo da Vinci o el divino Rafael habrían sido dignos de repro -
ducir la imagen de esta blanca y casta criatura, y aun ellos tendrían que haberlo hecho cuando se hallaban en la plenitud de su talento. ¡Oh, Dios, por qué no soy pintor en lugar de cincelador, escultor, esmaltador, orfebre! Si fuera pintor, primeramente no necesitaría tenerla ante mi vista para hacer su retrato. Vería en todo momento sus grandes ojos azules, sus lindos cabellos rubios, su tez tan blanca, su talle tan fino. Si fuera pintor la incluiría en todos mis cuadros, como hacía Sanzio con la Fornarina y Andrea del Sarto con Lucrecia. ¡Y cuánta diferencia hay entre ella y la Fornarina! Ninguna de las dos es digna de desabrocharle los cor-dones de sus zapatos. En cuanto a la Fornarina…
El joven no tenía modo de acabar con sus comparaciones, y, como era de espe-9
rar, todas eran ventajosas para su amada. Y en eso volvió a escucharse el sonido que señalaba nuevamente la hora.
Se efectuó el relevo del segundo centinela.
—Las seis. ¡Es curioso lo rápido que pasa el tiempo! —murmuró el joven—.
Y si así pasa esperándola, ¡cómo sería si lo pasara junto a ella! ¡Ay, junto a ella el tiempo no existiría, sería como estar en el paraíso! Si estuviera junto a ella, la con-templaría y así pasarían las horas, los días, los meses, la vida. ¡Qué vida tan feliz sería esa, Dios mío!
Y el joven permaneció en éxtasis, porque ante sus ojos de artista, aunque ausente en realidad, pasó su amada.
Relevaron al tercer centinela.
Ya daban las ocho en todas las parroquias y las sombras comenzaban a descender, porque todo nos autoriza a pensar que, trescientos años atrás en julio oscurecía más o menos a las ocho, lo mismo que en nuestros días. Pero lo que quizás más nos asombre es la fabulosa perseverancia de los amantes del siglo XVI. Todo era poderoso en aquel entonces, y las almas jóvenes y vigorosas no se detenían menos a medio camino en las cuestiones del amor que en lo referente al arte y la guerra.
Por demás, la paciencia del joven artista, porque ahora ya conocemos su profesión, fue finalmente recompensada cuando vio abrirse de nuevo, por vigésima vez, la puer ta del Châtelet, pero esta vez para dar paso a aquella que él esperaba. La misma matrona se hallaba nuevamente a su lado, y a ellas se sumaban ahora dos arqueros de la gendarmería que las escoltaban a diez pasos. Retornaron por el mismo trayecto recorrido tres horas antes, a saber, el Puente du Change, la calle de la Bari lle -
ríe, el Puente Saint-Michel y los muelles, salvo que, además, pasaron frente a la iglesia de los Agustinos, y a trescientos pasos de allí, en un sitio apartado, se detu vieron frente a un enorme portón, junto al cual podía verse una puerta de servicio más pequeña. La doncella tocó y un portero vino a abrir. Los dos arqueros, luego de un profundo saludo, retomaron la ruta del Châtelet y nuestro artista volvió a encontrarse por segunda vez inmóvil frente a una puerta cerrada.
Allí hubiera permanecido probablemente hasta el siguiente día, porque había reanudado la cuarta serie de sus sueños. Pero la casualidad quiso que uno que pa -
saba un tanto bebido viniera a tropezar con él.
—¡Eh, amigo! —dijo el que pasaba—. Sin que me considere indiscreto: de -
cid me si sois un hombre o un poste. Si sois un poste, estáis en todo vuestro derecho y, por tanto, os respeto; pero si sois un hombre, ¡echaos a un lado y dejadme pasar!
—Excusadme —respondió el joven distraído—, no conozco bien esta gran ciudad que es París y…
—¡Bueno!, entonces eso ya es diferente! El francés es hospitalario. Soy yo quien os pide perdón. Así que sois forastero. Como ya me habéis dicho quién sois, es justo que os diga quién soy. Soy estudiante y me llamo…
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—Perdón —interrumpió el joven artista—, pero antes de saber quién sois, qui siera saber dónde estoy.
—En la Puerta de Nesle, querido amigo, ahí tenéis la mansión de Nesle —di -
jo el estudiante mostrando con la vista el gran portón hacia el que el forastero no había dejado de mirar.
—Muy bien. Y para ir a la calle Saint-Martin, donde habito —dijo nuestro enamorado, por decir algo, y esperando librarse de su compañero—, ¿qué rumbo de bo tomar?
—¿La calle Saint-Martin decís? Venid conmigo, que os voy a acompañar, hacia allá precisamente me dirijo, y en el Puente Saint-Michel os indicaré vuestro camino. Pues os diré que soy estudiante, que vengo del Pré-aux-Clercs y que me llamo…
—¿Sabéis a quién pertenece la mansión de Nesle? —preguntó el joven desconocido.
—¡Vaya! ¡Lo que es no saber de la misa la media! La mansión de Nesle, joven, pertenece al rey nuestro señor, y actualmente está en manos del preboste de París, Robert d’Estourville.
—¡No me digáis que ahí es donde vive el preboste de París!
—Yo no os he dicho en ningún momento que el preboste de París viva ahí, hijo mío. El preboste de París vive en el Grand-Châtelet.
—¡Ah! ¡En el Grand-Châtelet! Entonces es eso. ¿Pero cómo se entiende que el preboste viva en el Grand-Châtelet y que el rey le ceda la mansión de Nesle?
—Pues la historia es como sigue. El rey, ved vos, mucho tiempo atrás le había dado la mansión de Nesle a nuestro magistrado, hombre en extremo venerable, que cuidaba de los privilegios y atendía los asuntos de la Universidad de la manera más paternal, ¡magnífico era su proceder! Infortunadamente, este excelente ma -
gistrado era tan justo, tan justo… con nosotros, que hace dos años abolieron su cargo, to man do como pretexto que se dormía en las audiencias. Por consiguiente, al ser suprimido su cargo, se le dio al preboste de París la función de proteger la Universidad. ¡Vaya protector, a fe mía! ¡Si no nos protegemos nosotros mismos!
Ahora bien, dicho preboste… ¿Me seguís, hijo mío? Dicho preboste, que es bastante trapacero, consideró que si lo encargaban de las funciones del magis trado también debía heredar sus propiedades, por lo que sencillamente tomó po -
sesión del Grand-Nesle y del Petit-Nesle, todo esto con la protección de la se -
ño ra d’Étampes.
—Sin embargo, de acuerdo con lo que me decís, no lo ocupa.
—Claro que no… el muy roñoso. Aunque, según me parece, ahí se aloja una hi ja o una sobrina de ese viejo Casandro, una niña bonita, que no sé bien si se llama Columba o Columbina, a la que tiene encerrada en un rincón del Petit-Nesle.
—¡Ah!, no me digáis eso —dijo el artista, que apenas podía respirar, ya que era la primera vez que oía pronunciar el nombre de su amada—. Esa usurpación 11
me parece un abuso escandaloso. ¡Cómo va a ser eso! ¡Una mansión tan inmensa para alojar nada más que a una jovencita y su dama acompañante!
—¿Y de dónde venís, forastero, que no sabéis que se trata de un abuso en toda regla que mientras nosotros los estudiantes nos hacinamos seis en un maldito tugurio, un gran señor abandone a la mala hierba esta inmensa propiedad con sus jardines, sus patios y su frontón?
—¡Pero no me digáis que también hay un frontón!
—¡Magnífico, hijo mío, magnífico!
—Pero, en definitiva, esta mansión de Nesle, ¿es o no es propiedad del rey Fran -
cisco I?
—Por supuesto, ¿pero qué es lo que queréis que haga con su propiedad el rey Francisco I?
—Que la dé a otros, puesto que el preboste no la habita.
—¡Bueno!, pues entonces que se la pidan para vos.
—¿Os gusta la pelota vasca?
—Me priva.
—Pues os invito a venir y sostener un partido conmigo el próximo domingo.
—¿Dónde?
—En la mansión de Nesle.
—¡Vaya! Si sois monseñor, el gran regidor de los castillos reales. ¡En ese caso, vale la pena que al menos sepáis mi nombre! Me llamo…
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