Azar
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Azar

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  1. 400 páginas
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Azar

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Información del libro

"Azar" es una de las cuatro novelas de Joseph Conrad en que aparece su famoso personaje Marlow. Las otras tres son "El corazón de las tinieblas", "Lord Jim" y "Juventud". De todas ellas, la que conoció mayor éxito en vida de Conrad fue "Azar". Sin duda ese éxito, tanto de crítica como de ventas, le debe mucho a la protagonista de la novela, Flora de Barral, cuya peripecia vital le sirve de pretexto a Conrad para indagar en los misterios más insondables del alma humana.La joven Flora vive atrapada por una serie de hechos a los que inicialmente es ajena, pero que acaban por atar su vida a dos personas, su padre y su esposo, con quienes mantiene una relación de renuncia y sometimiento. Su padre había sido un famoso financiero que había visto cómo su posición y su fortuna se desmoronaban a causa de sus delirantes inversiones. Ahora, su hija era ya su única posesión. La ilimitada generosidad de alma de su marido asfixia a Flora, partida entre las exigencias de su padre y las renuncias debidas a su esposo.A pesar de este angustiado planteamiento, Azar es una novela con final más o menos feliz. Quizá es la única novela de Conrad de la que pueda señalarse eso. Y, como no podía ser menos en una obra del gran escritor polaco, está el mar. Un mar que es escape y refugio, un lugar en el que los seres humanos pueden hallar cobijo y esconder su pasado. Aunque, como Conrad se encarga de demostrar, nadie puede escapar de sí mismo. Ni siquiera en alta mar.

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Información

Editorial
Montesinos
Año
2003
ISBN
9788495776730
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

JOSEPH CONRAD

Azar

Traducción de Denise Despeyroux
y María Teresa Ortega
M O N T E S I N O S
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Título original: Chance
Edición propiedad de Ediciones de Intervención Cultural Diseño de cubierta: Elisa Nuria Cabot ISBN: 978-84-95776-73-0
Déposito legal: B-55.961-07
Imprime Trajecte
Impreso en España
Printed in Spain
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A Sir Hugh Clifford,
Comandante de la Orden
de San Miguel y San Jorge a cuya amistad a toda prueba se debe la existencia de estas páginas
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Quienes sostenían que la fortuna rige todas las cosas no habrían errado de no haber persistido en ello.
SIR THOMAS BROWNE
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NOTA DEL AUTOR
Azar es una de las novelas que tras poco tiempo de haber comenzado dejé de lado durante algunos meses. La empecé de forma impetuosa, como un remero optimista que zarpa al amanecer, pero pronto llegué a una bifurcación del río y encontré necesario detenerme a reflexionar con seriedad sobre qué dirección tomar.
Ambas me parecían fascinantes, al menos en la superficie, y por esa razón mis dudas se prolongaron muchos días. Permanecí flotando en las aguas tranquilas de una plácida especulación, entre esas dos corrientes divergentes de impulsos contradictorios, con la agradable, aunque totalmente irracional, convicción de que ninguna de las dos me arrastraría a la destrucción. Divididas mis simpatías en partes iguales y siendo de la misma magnitud las fuerzas que me inclinaban en una u otra dirección, es por entero evidente que nada más que el mero azar determinó mi decisión final. Es una fuerza poderosa la del mero azar, totalmente irresistible por más que a menudo se manifieste en formas tan delicadas como, por ejemplo, el encanto, ya sea verdadero o ilusorio, de un ser humano. Es muy difícil identificar concretamente lo impondera-ble, pero puedo aventurarme a decir que es Flora de Barral la verdadera responsable de esta novela, que relata, en realidad, la historia de su vida.
En el momento crucial de mi indecisión, Flora de Barral pasó ante mí, pero con tal rapidez que al principio no pude ni siquiera abordarla. Aunque me resistía a renunciar a ella, no veía con claridad de qué modo podía perseguirla, y estaba a punto de desistir a causa del desánimo cuando mi natural simpatía por el capitán Anthony acudió en mi ayuda. Me dije que si aquel hombre se mostraba tan decidido a abrazar un “jirón de niebla”, lo mejor que 11
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yo podía hacer era unirme a él en esa aventura tan eminentemente práctica y loable. Sencillamente seguí al capitán Anthony. Cada uno de nosotros estaba empeñado en capturar su propio sueño. El lector podrá juzgar si lo logramos.
La determinación del capitán Anthony lo condujo por un camino largo y tortuoso; esa es la razón de que este sea un libro largo.
Tampoco negaré que fui yo quien escogió ese camino. Un crítico ha observado que si yo hubiera escogido otro método de composición y me hubiera esforzado un poco más, el relato podría haberse narrado en unas doscientas páginas. Confieso que no percibo con exactitud la pertinencia de esta crítica ni qué tipo de valor puede tener una observación tal. No me cabe duda de que eli-giendo determinado método y haciendo grandes esfuerzos esta historia pudo haberse escrito en el papel de un cigarrillo. De hecho, la historia completa de la humanidad pudo haberse escrito de igual manera, simplemente abordándola con el distanciamiento suficiente. La historia de los hombres de esta tierra desde el comienzo de los tiempos puede resumirse en una frase de patetismo infinito: nacieron, sufrieron, murieron... ¡Y aún así es un gran relato! Pero en las historias infinitamente diminutas de hombres y mujeres que es mi destino en la tierra narrar, no soy capaz de un distanciamiento tal.
Lo que hace memorable este libro para mí, aparte del sentimiento natural que uno tiene hacia su propia creación, es la respuesta que provocó. El gran público respondió generosamente, tal vez en mayor medida que en el caso de cualquier otro libro mío, de la única forma en que el gran público puede responder: com-prando cierto número de ejemplares. Esto me brindó un placer considerable, porque el mayor temor que siempre he tenido ha sido el de pasar sin proponérmelo a la posición de escritor de un círculo limitado, posición que me hubiera resultado odiosa, por arrojar dudas sobre la solidez de mi creencia en la solidaridad de toda la humanidad con las ideas sencillas y las emociones sinceras.
La acogida, considerada como una manifestación de juicio crítico
—dado que sería indignante negar que el gran público posee mentalidad crítica—, fue muy satisfactoria. Comprobé que había conseguido complacer a un cierto número de mentes sin duda ocupadas en atender sus propios asuntos. Resulta reconfortante sentir 12
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que uno es capaz de agradar. Por parte de las mentes cuya tarea consiste precisamente en criticar estos intentos de agradar, esta obra fue muy debatida, convirtiéndose en objeto de un minucio-so análisis que no sólo satisfizo esa vanidad personal que compar-to con el resto de los mortales, sino que alcanzó además mis sentimientos más profundos y despertó mi más agradecido interés. La simpatía indudable que informa las variadas apreciaciones de esta obra fue, me encanta pensar, un reconocimiento a mi buena fe en el desempeño de mi arte, el arte del novelista, ese arte que, al final de su exitosa carrera, un distinguido escritor francés se quejaba de haber encontrado trop difficile! Y es ciertamente demasiado arduo, en el sentido de que el esfuerzo es invariablemente mucho mayor que el posible logro. En este tipo de tarea, condenada de antemano, y por su naturaleza también muy solitaria, la benevolencia es un bien precioso. Puede hacer bienvenida la crítica más severa.
Oír decir que se esperaban cosas mejores de uno puede ser incluso un consuelo en vista de las cosas mucho mejores que uno esperaba de sí mismo en un arte que, hoy en día, ya no puede defenderse de ningún modo con la asunción de algún propósito didáctico.
No pretendo insinuar que alguien, en algún momento, pueda haberme herido —no hablo de insulto, sino de herida— acusan-do a una sola de mis páginas de albergar un propósito didáctico.
Pero cada asunto de la esfera del intelecto y la emoción posee una moralidad propia si se aborda con sinceridad; e incluso el más taimado de los escritores se delataría —y delataría su moral— cada tres frases. Los variados tonos de importancia moral que se han descubierto en mis escritos son muy numerosos. Ninguno de ellos, sin embargo, ha provocado una reacción hostil. Puede haber ocurrido que en algún momento haya pecado contra el buen gusto, pero al parecer nunca lo he hecho contra los sentimientos básicos y las convicciones elementales que hacen posible la vida a la masa de la humanidad y que, estableciendo un criterio juicioso, dejan a su idealismo libertad para buscar formas más sencillas, sentimientos más elevados, propósitos más profundos.
No puedo decir que se haya dado a esta novela ningún cariz moral concreto, pero tampoco creo que nadie haya detectado en ella una intención maléfica. Y es sólo de sus intenciones que puede 13
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responsabilizarse a los hombres. Los efectos finales de lo que hacen están mucho más allá su control. Mi intención con esta obra era interesar a las personas en mi visión de cosas, que se halla indi-solublemente vinculada con el estilo en que me expreso. En otras palabras, deseaba escribir una cantidad dada de páginas en prosa; hablando estrictamente, en eso consiste mi oficio. Lo he realizado a conciencia, con la esperanza de resultar entretenido o, al menos, no insufriblemente aburrido, a mis lectores. Nunca insistiré lo suficiente en el hecho de que cuando me siento a escribir mis intenciones son siempre intachables, por deplorable que pueda llegar a ser el resultado final de este empeño.
1920
J. C.
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PARTE I
LA DAMISELA
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CAPÍTULO I
EL JOVEN POWELL Y SU OPORTUNIDAD
Creo que nos había visto por la ventana cuando salíamos a comer en el bote de una yola de catorce toneladas perteneciente a Marlow, mi anfitrión y capitán. Ayudamos al muchacho que traía-mos con nosotros a amarrar el bote en el embarcadero antes de entrar en la posada de la ribera, donde encontramos a nuestro nuevo conocido comiendo, en digna soledad, a la cabecera de una larga mesa, blanca e inhóspita como un banco de nieve.
La enrojecida tez de su rostro de rasgos bien definidos, adornado por cortas patillas negras bajo una gorra de cabellos rizados de color gris acero, era el único acento cálido en la lobreguez de aquel salón, aún más inhóspito, si cabe, por efecto de un deslucido mantel. Ya lo conocíamos de vista como el propietario del pequeño cúter de cinco toneladas, que al parecer tripulaba él solo; lo creíamos uno más entre la modesta banda de fanáticos sin pretensiones que cruzaban la desembocadura del Támesis. Pero tan pronto como se dirigió al mozo con voz cortante llamándolo “camarero” comprendimos que era un marinero avezado y no un simple navegante aficionado.
Enseguida encontró la oportunidad de reprender al mozo por el descuido con que servía la cena. Lo hizo de manera enérgica y cuando hubo concluido se volvió hacia nosotros.
—Si en el mar —afirmó— realizáramos nuestro trabajo con la misma indolencia con que las personas de tierra realizan el suyo, jamás nos ganaríamos la vida. Nadie nos emplearía. Y, lo que es peor, ninguna nave pilotada con la despreocupación característica de las personas de tierra a la hora de abordar sus asuntos llegaría jamás a puerto.
Al retirarse del mar, le había asombrado descubrir que las personas instruidas no eran mucho mejores que las demás. Nadie 17
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parecía encontrar en su trabajo un motivo de orgullo: desde los plomeros, que eran simples landronzuelos, hasta los periodistas
—considerados por él como una clase especialmente intelectual—
que nunca, ni por casualidad, brindan una versión correcta del asunto más sencillo. En general atribuía esta incompetencia universal de lo que llamaba “la chusma de tierra” a una total falta de responsabilidad y de preocupación por la seguridad.
—Piensan —continuó— que hagan lo que hagan esta pequeña y firme isla no va a zozobrar con ellos, ni a hacer agua e irse a pi-que con sus esposas e hijos a bordo.
A partir de ese momento, la conversación tomó un giro especial, pasando a versar únicamente sobre la vida marinera. En ese tema el marino encontró enseguida afinidad con Marlow, quien siendo apenas un mozo se había hecho a la mar. Mantuvieron un animado intercambio de recuerdos mientras yo los escuchaba. Estuvieron de acuerdo en que la época más feliz de sus vidas había sido la que pasaron de jóvenes en buenos barcos, sin más preocupación en el mundo que la de no perder una guardia por quedarse en el camarote o una ocasión de desembarcar, tras largas horas de trabajo, al arribar a puerto. También estuvieron de acuerdo en lo tocante al momento de mayor orgullo que les había deparado su profesión, profesión que no se abraza jamás por razones racionales y prácticas, sino por el encanto de las románticas evocaciones que inspira. Fue el momento en que aprobaron su primer examen y pudieron dejar atrás al examinador de náutica, marchándose con aquel precioso papelito azul en la mano.
—Aquel día no me hubiera dignado a tratar de prima mía ni a la mismísima Reina —declaró con entusiasmo nuestro nuevo amigo.
En aquella época los exámenes de la Junta Naval tenían lugar en la Casa del Muelle de St. Katherine, en la Colina de la Torre; nos contó que sentía un afecto especial por el paisaje de aquella loca-lidad histórica, con los Jardines a la izquierda, la fachada de la Ca-sa de la Moneda a la derecha, las miserables casitas en ruinas allá al fondo, la parada de coches, los limpiabotas sentados en el borde de la acera y un par de policías fornidos mirando con aire de superioridad las puertas de la taberna Caballo Negro, al otro lado del camino. Este fue el lugar del mundo, nos dijo, en que primero 18
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posó su vista aquel que había sido el mejor día de su vida. Había salido por la entrada principal de la Casa del Muelle de St. Katherine convertido en un flamante segundo oficial, después de haber pasado el peor momento de su vida ante el capitán R., el más temido de los tres examinadores de náutica responsables por aquel entonces de los oficiales del servicio mercante que se titulaban en el Puerto de Londres.
—Todos los que nos preparábamos para la prueba —explicó—
temblábamos de miedo ante la idea de presentarnos ante él. Me tuvo hora y media en la cámara de tortura y se comportó como si me odiara. Con una mano protegía sus ojos de la luz. De repente, se descubrió el rostro y exclamó: “¡Lo harás!” Antes de que pudiera entender lo que quería decir con esa expresión, me extendió el papelito azul por encima de la mesa. Salté de la silla como si quemara.
»—Gracias, señor —le dije al agarrar el papel.
»—Buenos días y buena suerte —gruñó.
»El viejo portero rebuscó con agitación en el guardarropa hasta encontrar mi gorra. Siempre lo hacen. Después me miró fijamente, con insistencia, antes de aventurarse a preguntar, en un tímido susurro:
»–¿Todo ha ido bien, señor?
»Por toda respuesta deposité media corona en la ancha palma de su mano.
»—Bueno —prosiguió con una repentina sonrisa de oreja a oreja—, nunca vi que a alguien lo retuvieran tanto tiempo. Esta mañana suspendió a dos segundos oficiales que se examinaron antes que usted; ninguno de ellos estuvo más de veinte minutos. Ése es el tiempo que suele tomarse.
»Me encontré de pronto en la planta baja sin ser consciente de haber bajado los peldaños, como si hubiera ido flotando por la escalera. El mejor día de mi vida. El día que uno recibe su primer mando no es nada en comparación con aquél. Para empezar, en ese momento uno ya no es tan joven y, además, en nuestro caso, no nos cabe esperar mucho más, ¿sabe? Sí, aquél es el mejor día de nuestra vida, sin duda; pero es tan sólo un día, no más. Lo que viene a continuación es una experiencia del todo ingrata para un joven: el intento de obtener un cargo de oficial sin poder mostrar 19
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nada más que un certificado recién recibido. Es sorprendente entonces lo inútil que resulta ese pedacito de papel que tanto lo había emocionado. Por aquel entonces yo no me había percatado de que un certificado de la Junta de Comercio de ningún modo hace al oficial. Pero los capitanes de los barcos a los que acosaba pidiéndo-les empleo lo sabían muy bien. Ahora eso no me extraña y no los culpo en absoluto. Pero hay que decir que ese “tratar de conseguir un barco” es una empresa de lo más difícil para un joven...
Después continuó contándonos qué cansado y desanimado se había sentido ante aquella decepcionante lección recibida el día más feliz de su vida. Nos explicó que se dedicó a visitar todas las oficinas navieras de la ciudad, donde algún joven empleado de turno le proporcionaba impresos de solicitud que él se llevaba a casa y rellenaba por la noche. Solía salir corriendo justo antes de la media noche para echarlos en el buzón más cercano. Y eso era todo. Según sus propias palabras: Hubiese sido lo mismo haberlos echado, correctamente dirigidos y franqueados, por la rejilla del alcantarillado.
Un buen día, cuando recorría su fatigoso camino hacia los muelles, se encontró con un amigo y antiguo camarada de a bordo, algo mayor que él, en la puerta de la Estación de Ferrocarriles de la Calle Fenchurch.
Ansiaba comprensión, pero su amigo acababa de “conseguir un barco” esa mañana y se dirigía a su casa a toda prisa en ese peculiar estado de júbilo exterior y desasosiego interior propio del marino que, tras muchos días de espera, de repente consigue un empleo. Su amigo tuvo tiempo de expresarle sus condolencias, pe-ro con brevedad. Tenía que embarcarse. Mientras se alejaba, se giró un momento y por encima del hombro, le sugirió: “¿Por qué no vas a hablar con el señor Powell, de la Oficina Naviera?” Nuestro amigo objetó que en su vida había visto al señor Powell. Y el otro, ya casi a punto de doblar la esquina, le gritó un consejo:
—Entra por la puerta privada de la Oficina Naviera y...

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