El hijo de la sierva
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El hijo de la sierva

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  1. 224 páginas
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El hijo de la sierva

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Información del libro

"Me siento mucho mejor porque he leído a Strindberg… No lo he leído por leerlo, sino por apretarme contra su pecho… ¡Esa furia, esas páginas conseguidas a fuerza de puños!" Estas palabras de Frank Kafka ahorrarían cualquier comentario sobre la obra de August Strindberg si no fuera porque todo lo dicho por el autor checo encuentra una confirmación deslumbrante y certera en El hijo de la sierva, novela autobiográfica que cubre los años de infancia y adolescencia del futuro autor de Infierno y Alegato de un loco. Ciertamente existe, en El hijo de la sierva, una voluntad demoledora y un ataque sin paliativos contra el orden familiar y la hipocresía social.El conocido pasaje bíblico de Abraham y su sierva es utilizado aquí por Strindberg como comentario a una vida pletórica de crisis y experiencias que lindan con lo patológico; al ser trasladadas de la realidad humana al texto literario merced a una escritura ejemplar y rica en toda clase de hallazgos estéticos, se convierten, como elocuentemente previó Kafka, en la catarsis dolorosa pero necesaria de las más oscuras esencias del ser humano.

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Información

Editorial
Montesinos
Año
1981
ISBN
9788485859115
Categoría
Literature
Categoría
Classics

AUGUST STRINDBERG

El hijo de la sierva

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AUGUST STRINDBERG

El hijo de la sierva

Traducción de Soledad Farías y W. F. Torres Silva M O N T E S I N O S
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Título original: Tjänstevqvinnasson Edición propiedad de Ediciones de Intervención Cultural/Montesinos Diseño: Miguel R. Cabot
Revisión técnica: Isabel López Arango ISBN-13: 978-84-96831-18-6
Depósito Legal: B-25.333-07
Imprime Novagràfik
Impreso en España
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Nota sobre esta traducción

No sólo hijo de Agar como Ismael, Johan —memoria en el labe-rinto infantil de su demiurgo— es también un “hombre feroz como el asno salvaje del desierto”, un onagro. Así lo sugiere la referencia bí-blica de la connotación decimonónica de Tjänstevqvinnasson, el título que Strindberg eligió para su “Historia de un alma (1849-1867)”.
Cabe señalar, desde luego, que la alusión no se extingue allí. Se sumerge en los entresijos del relato, deja huella, se integra en la pecu-liar visión de mundo del autor; pues, a pesar de su tormentoso peregrinaje vital, de su permanente contradicción, un trasfondo religioso signa su escritura. No en vano, casi un cuarto de siglo después —retomando nuestra alusión para revelar sus contor-nos— y en Stora Landvagen ( El camino real) escribe: “Aquí yace Ismael, el hijo de la sierva”. El hijo de la sierva: así hemos traducido el título intentando conservar su matriz original pese a otras posibilidades nominativas, quizás menos sugerentes, con las que se le suele reseñar en las enciclopedias literarias.
Es el necesario “hasta cierto punto” que recomienda Octavio Paz a traductores profanos y gentes del oficio. De allí que, en esta lectura, para guardar la máxima fidelidad al texto y, naturalmente, haciendo caso omiso, de las encontradas opiniones críticas sobre el descuidado estilo strindbergiano, lo artificioso de su frase o las limitaciones que impone su excesiva fidelidad al pasado, hayamos respetado los apenas reconocibles desacuerdos del punto de vista y, 7
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sobre todo, las abruptas irrupciones de algunos pasajes en presente. Estas últimas son más bien recursos de escritor y tienen una significación precisa: el apelar al uso del presente tan propio del teatro le confiere mayor intensidad a la acción, le permite impactar más al lector, asumir la infancia y la adolescencia —tan caras a los románticos— desde una innovadora perspectiva y, por tanto, exa-minarlas en toda su cruel desnudez. Tal vez así se le reste agilidad a la narración, tal vez se la torne en apariencia fragmentaria. Pero
¿acaso el estéril paisaje del alma de un condenado a muerte puede expresar impasiblemente su crucifixión? De eso se trata aquí; Kaf-ka lo atestigua: “Me siento mejor porque he leído a Strindberg...
No lo he leído por leerlo, sino por apretarme contra su pecho...
Esa furia, esas páginas conseguidas a fuerza de puños”.
Por otra parte, hemos añadido brevísimas notas cuando el relato lo exigía y donde lo creíamos imprescindible para facilitar su ubi-cación histórica. Asimismo, queremos agradecer las valiosas observaciones de Sanna Törnqvist y su versión del Prólogo con el que Strindberg mismo acompañó su ciclo de novelas autobiográficas.
S. F. y W. F. T.
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Prólogo del autor

Esta es la historia de sesenta años de vida de un ser humano. La primera parte (El hijo de la sierva, Tiempo de fermentación, La habitación roja, El autor) fue escrita a los cuarenta. Entonces me creía a las puertas de la muerte y no le encontraba sentido a la existencia; me consideraba un ser innecesario y malogrado. Por aquella época sólo me alimentaba el desolado concepto del mundo que posee un hombre medio impío. No obstante, quería contemplar objetivamente mi situación, hacer un balance, librarme quizás de falsas acusaciones.
Mientras trabajaba iba descubriendo, sin embargo, un cierto plan y una cierta intención en mi heterogénea vida y, a la vez, recobraba el deseo de vivir, empujado, sobre todo, por la curiosidad de ver qué iba a pasar y qué final tendría destino semejante.
Vivía en tierra extraña, olvidado y olvidando, ocupado por completo en las ciencias naturales luego de abandonar la labor literaria, y entonces, durante 1896, me encontré en un período al que he llamado Infierno —el mismo título con el que fue publicado el libro que le dio un giro a mi vida. Leyendas (1898) prosigue la descripción de ese proceso de aniquilamiento por el que pasaba y que fue reemplazado por una etapa de febril producción de numerosos dramas, poemas y novelas.
En todos ellos encontramos diversos tipos de autores pero, en cualquier caso, cada uno es la expresión adecuada de su época, sus movimientos, contramovimientos y engaños. Tachar y corregir ahora lo 9
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que desapruebo y detesto sería falsificar lo escrito y por esta razón se publican los documentos originales casi tal como fueron creados.
Me he preguntado si sería correcto dejar salir este “fuego” otra vez, pero tras una madura reflexión he optado por la indiferencia: un hombre con conceptos morales claros y con profundo conocimiento de las ideas más elevadas no se deja engañar por sofismas y el que está al borde de la desesperación apenas puede encontrar algún apoyo en estas observaciones que, además, ya han sido refutadas.
Si el autor, en realidad, como lo ha creído algunas veces al experi-mentar con puntos de vista o al encarnarse en distintos personajes, ha entrado en contradicción consigo mismo o si una providencia ha experimentado con él, es algo que el lector informado debe deducir en el texto. Pues los libros han sido escritos con toda sinceridad; naturalmente, no por completo porque esto es imposible.
De todas maneras, aquí se confiesa lo que nadie ha exigido y se asume la culpa aunque tal vez esta no sea tan grave puesto que el autor fustiga hasta sus pensamientos más íntimos.
Bastante veraces son también las relaciones entre los personajes pero no pueden ser enteramente fieles. Cuando a esta edad reco-rro lo que escribí a los cuarenta años, algo me resulta desconocido, como si acaso no hubiese tenido lugar. Por tanto, he olvidado ciertos detalles de mi infancia durante los últimos años, pero estoy casi seguro de que a los cuarenta los recordaba. Y, además, una historia puede ser contada de muchas maneras, ilustrada desde muchos puntos de vista, coloreada o descoloreada.
Si el lector encuentra aquí alguna historia narrada de otra forma en otra de mis obras, debe recordar lo que ahora le indico.
Este es el análisis de mi larga y cambiante vida, los ingredientes de mi labor literaria, la materia prima.
El que quiera ver el resultado deberá leer el Libro azul que es la síntesis de mi vida.
AUGUST STRINDBERG
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I

El miedo y el hambre

Entraba el siglo en su segunda mitad. El tercer estado, luego de conquistar, con la Revolución de 1792, una parte de los derechos del hombre, hubo de tener en cuenta la existencia de un cuarto y un quinto estado que deseaban ocupar su propio sitio. Empero, co-mo la burguesía sueca había colaborado con Gustav III para llevar a cabo la revuelta real (que desde mucho tiempo antes se había gestado dentro de ella bajo el venerable patronazgo del ex-ja-cobino Bernadotte), ésta había contribuido a mantener en jaque a nobles y funcionarios, por quienes Carl Johan, instintivamente inclinado hacia la clase inferior, sentía odio y respeto.* Sin embargo, tras las convulsiones de 1848, el movimiento cayó en manos del déspota ilustrado Oscar I. Al prever este monarca la inevi-tabilidad del cambio quiso aprovechar la ocasión para atribuirse el honor de consumar las reformas. Sometió a la burguesía gracias a una libertad industrial y comercial acordada, obviamente, bajo ciertas restricciones; reconoce las prerrogativas de la mujer y concede a las hermanas iguales derechos que a los hermanos, sin disminuir las cargas de éstos como jefes de familia. Su gobierno
* Se trata del Mariscal napoleónico y amigo personal del Emperador, Jean-Baptiste Bernadotte (1763-1844), que luego de detener una campa-ña militar contra Suecia, llegó a ser rey de ese país bajo el nombre de Carl XIV Johan (N. de T.).
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se apoya en la burguesía contra la oposición conformada por Hartmansdorff, la nobleza y el clero.
La sociedad se basa aún en las clases, en los grupos que, surgidos de manera natural a partir de oficios y profesiones, permanecen en conflicto. Tal sistema mantiene una cierta apariencia democrática, al menos dentro de las clases elevadas. Además, se desconocen los intereses comunes que asocian a los altos círculos; el nuevo orden de batalla, entre las clases superior e inferior, no aparece todavía.
Estas circunstancias impiden que la ciudad tenga entonces un barrio donde la clase superior habite ella sola toda una mansión, aislada por el precio de los alquileres, la magnificencia de las escaleras y la severidad de los porteros. Por esta razón la casa del cementerio de Santa-Clara es en esa época, hacia 1850, a pesar de su situación ventajosa y sus fuertes impuestos, un falansterio enteramente democrático. El edificio forma un cuadrado alrededor del patio. La fachada que da a la calle está habitada: la planta baja por el barón, el piso superior por el general, el segundo por el consejero de Estado, que es el propietario, el tercero por el tendero y el cuarto por el Jefe de cocina del difunto rey Carl-Johan. En el ala izquierda, sobre el patio, viven el carpintero, el administrador, un pobre diablo. En el ala derecha residen el comerciante en cueros y dos viudas; la tercera ala está ocupada por el intermediario y su personal.
Fue en el tercer piso de esa enorme casa donde el hijo del tendero y la sirvienta tomó conciencia de sí mismo, de la vida y sus deberes. Sus primeras sensaciones, hasta donde pudo recordar más tarde, fueron el miedo y el hambre. Tenía miedo a la oscuridad, tenía miedo a los golpes, miedo a no hacer nada correcta-mente, miedo a caerse, miedo a tropezar, miedo a estorbar. Tenía miedo a los puños de sus hermanos, a las palizas de los criados, a las reprimendas de la abuela, al látigo de su madre y al bastón de su padre; tenía miedo al asistente del general que permanecía en 12
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el rellano con su casco en punta y su sable, miedo del administrador cuando jugaba en el patio cerca del cajón de las basuras, miedo del consejero de Estado, el propietario, a quien nunca se le veía, puesto que siempre estaba en el campo y que, precisamente por esta causa, era tal vez el más temido. Pero por encima de él, de sus poderosos privilegios, por encima de los privilegios de la edad de sus hermanos y hasta del tribunal supremo de su padre (sobre el cual estaba, sin embargo, el administrador que le tiraba de los cabellos y le amenazaba con el dueño), por encima de todos ellos, incluso del asistente con su casco en punta, estaba el general.
Sobre todo cuando salía de uniforme con su tricornio y su pena-cho. Entonces el niño no sabía cómo era un rey, pero sabía que el general visitaba el palacio del rey. Los criados tenían la costumbre de contar historias de reyes y le mostraban el “tití del rey”.* Como su madre se complacía haciéndole recitar la oración de la tarde y aunque no podía hacerse una clara idea de Dios, sospechaba que Él estaba necesariamente por encima del rey.
A decir verdad, el miedo del chico no tenía nada de extraño, pues las tempestades que afligían a sus padres mientras su madre le llevaba en el vientre podrían haber tenido alguna influencia sobre él. ¡Y qué tempestades aquéllas! Tres hijos nacidos antes del matrimonio y Johan justamente en la época por la que anuncia-ban la boda. Quizás no había sido deseado, menos aún cuando la bancarrota precedió su nacimiento. Vino al mundo en un inqui-linato donde sólo quedaban, como testigos devastados de un
* Como en la Casa Real sueca se acostumbra a tener un tití para diversión del rey, lo exótico de este hecho llamaba poderosamente la atención de los niños y terminó por convertirse en una broma: se les preguntaba a los pequeños si querían ver el tití del rey; naturalmente, como era de esperar, ellos respondían que sí; entonces se les mostraba un espejo que se había mantenido escondido tras la espalda y en él el niño se veía como el tití del rey (N. de T.).
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antiguo esplendor, una cama, una mesa y algunas sillas. El tío paterno acababa de morir disgustado con su hermano porque éste se aferraba a su unión libre: el padre amaba a su mujer y en lugar de romper el lazo lo estrechó para toda la vida. Era de naturaleza poco comunicativa y tal vez por esto de una voluntad fuerte. Aristócrata de nacimiento y vocación, contaba con un viejo árbol genealógico según el cual su familia noble se remontaba hasta siglo XVII. Desde entonces, sus antepasados habían sido sacerdotes; todos provenían de Jämtland; se habían unido con noruegos, tal vez con fineses.
Con el transcurso del tiempo, habían surgido muchas mezclas. La abuela paterna era de origen alemán, hija de un carpintero; el abuelo paterno era tendero en Estocolmo, jefe de la guardia civil a pie, venerable de la francmasonería y gran admirador de Bernadotte (si era al francés, al mariscal o al amigo de Napoleón a quien dirigía su culto, es algo que no se ha aclarado todavía). La madre de Johan, en cambio, era hija de un pobre sastre; su abuelo la había iniciado en la vida como criada y más tarde como moza de fonda; en esta situación la había encontrado el padre de Johan. Aunque era demócrata por naturaleza, admiraba a su marido porque procedía de “buena familia”. Si lo amaba como su salvador, como su esposo o como jefe de la familia, aún no se sabe y es difícil de establecer. El padre tuteaba al criado y a la dalecarliana y los sirvientes le llamaban patrón. A pesar de las desilusiones, nunca se abandonó a la pena aunque se refugiaba en la resignación religiosa ( ¡Era la voluntad de Dios!) aislándose en su casa. Cada día atesoraba una secreta esperanza de salvación.
Era profundamente aristocrático hasta en sus menores hábitos.
Su rostro había adquirido una expresión de nobleza. Llevaba barba, la piel fina y se peinaba a lo Louis-Phillippe. Además, tenía quevedos, estaba siempre bien vestido y le gustaba la ropa limpia. El criado que lustraba sus botas debía llevar guantes durante el trabajo ya que sus manos eran consideradas poco pulcras para poder tocar las botas del amo.
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La madre seguía siendo demócrata en su fuero interno. Iba siempre sencillamente vestida pero con mucha pulcritud. Los vestidos de los niños debían mantenerse limpios y sin remiendos aunque sin lujos. Su trato con las domé...

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