El sable torcido del general
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El sable torcido del general

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El sable torcido del general

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Información del libro

El sable torcido del general, novela inspirada en la figura del general Batet, está construida en torno a dos acontecimientos: la actuación de este militar en defensa de la legalidad republicana en el tormentoso mes de octubre de 1934 —el mes que vería el levantamiento asturiano y la proclamación por Companys de la República Catalana—, y su encarcelamiento y ejecución en Burgos, en febrero de 1937, a manos del ejército de Franco y por decisión de éste.Con un brillante lenguaje y un vigoroso ritmo narrativo, la novela mezcla realidad y ficción, dando lugar a un relato verosímil que arranca en los postreros momentos de un hombre cuyo recorrido vital fue ejemplar, pero al que la Guerra Civil puso un cierre aterrador, preludio siniestro de lo que iban a ser los años siguientes.

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Información

Editorial
Montesinos
Año
2006
ISBN
9788496356757
Categoría
Literatura

4:36

El general revisa los bolsillos inferiores. Vacíos. En los superiores encuentra una libreta. Siempre ha llevado una libreta para anotar algunos detalles. Ha sido un hombre meticuloso. Habla poco, lo justo, da órdenes a través de anotaciones manuscritas. Jamás grita.
Tampoco tuvo que gritar el 6 de octubre. Tampoco 10
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aquel 6 de octubre. Entonces, todo el mundo chilla-ba.
Vuelve los ojos a la ventana. Sesenta y seis años dentro de siete meses. Suficiente. Ha vivido. Podría haber muerto mil veces, en Cuba, en África o en Barcelona, en el 34.
Ahora, recuerda.
La Rambla. Gritos y disparos. Habían colocado una ametralladora debajo de Colón, entre los leones.
Tiraban con precisión, manteniendo a raya el portón de hierro que, cerrado, impedía sacar gente a la calle y romper el cerco.
Entonces —medita—, escribió en la libreta palabras amargas: orden de aproximar una pieza del 40
al ventanal, buscando el frente mar, y abrir fuego de advertencia, nada más un disparo a veinte metros del objetivo. Tipo de carga: proyectil macizo de 600
gramos con espoleta trazadora, sin trilita. Mandó restar unos gramos de pólvora.
Quería evitar lo que después vino.
La ventana. El frío. Un frío vivo, que obliga a cerrar los ojos. El frío es tan intenso que le brotan lágrimas blandas, como chispas húmedas.
La suspensión del fuego de la ametralladora, durante un minuto escaso, dio tiempo para colocar un pelotón en la fachada de Capitanía y cubrir la expla-nada hasta el paseo. Hubiera sido sencillo si no llega 11
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a aparecer un Hispano a toda velocidad disparando a los soldados. Cogidos entre la pared y los tiros, res-pondieron al coche. Resultado: el conductor muerto y los ocupantes malheridos. Morirían después, en el Clínico.
“Un desastre”, pensó.
El general sabía que de esa forma no se contenían las revoluciones. Lo había visto en Cuba, y al recor-darlo le volvía a doler la herida de la rodilla, rota al caer de un caballo. Sólo la anticipación y la sorpresa podían llevar al enemigo a pactar y, después, retirar-se, dejarlo todo en manos de los políticos, no hostigar, no existir, callar.
El frío le obliga a buscar el abrigo de las solapas.
Pasea por la celda, se estira. Se echa vaho en las puntas de los dedos. Sopla. Pasea, fuerza el paso. Por fin, parece que entra un poco en calor. Se sienta en el catre y saca la libreta. Busca unas hojas libres. Hay muchas arrancadas que han dejado un margen inútil. También lleva siempre un lapicero. Está sentado.
Se calienta los dedos con el aliento. Es poco remedio, pero no hay otro. Se ajusta las gafas. Va a escribir, pero no una orden. Ahora va a escribir una carta.
Empieza.
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4:40

Mi muy querida esposa:

Yo creo que el Señor me llama. Voy a su encuentro sin odios y sin inquinas, los perdono a todos, también a los que de manera tan injusta me llevan hoy ante el piquete.
Has sido una buena esposa y has de seguir siendo una buena ciudadana y una buena mujer. Diles a nuestros hijos que no se avergüencen de su padre, que murió deshonrado, pero que vivió con el más alto honor, sirviendo a la patria con tesón en momentos que a muchos hicieron desistir y caer en el fango.
No te dejo rota y sin duros. Aquí, la autoridad judicial y el instructor de la causa me han prometido que recibirás mi sueldo de general y la pensión de la Laureada que la República me concedió. Yo creo que lo han de cumplir.
Por favor, vete con mis hermanas a Saint Jean, al menos hasta que pase todo esto y unos y otros dejen en paz y tranquilidad a los demás, aunque sé bien que los unos no se confor-marán sin la victoria y que los otros, si ganan, convertirán este país en una provincia soviéti-ca.
Parece que te veo llorando mi muerte. Pues 13
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mira, quiero que te sirva esta sencilla idea: si hubiera vivido habría sido poco y mal, la República ha dejado de existir, y yo he sido fiel a mi juramento estos seis años: el ejército no debe hacer política, sino obedecer a la autoridad elegida por todos. Tú sabes, esposa de mi alma, que cuando don Niceto habló conmigo, ya en la Capitanía de Burgos, me dijo que la República estaba consumida, acabada, “muer-ta en la infancia”, fueron sus palabras. Bien, pues yo no puedo servir a otro régimen que el republicano. Defendí la ley en Barcelona el 6
de octubre de 1934, y lo hice sin excesos, ajus-tándome a derecho, una vez declarado el Estado de Guerra. Hasta Companys me lo agradeció. ¿Quieres que te diga una cosa? No podría mandar, no ya una división, ni una compañía de esos jóvenes falangistas que andan por ahí como pollos de corral, altaneros y estirados porque saben que tienen detrás a la Legión de Millán y a los regulares, y delante a gente de la CNT, de la UGT, del PSOE o a cuatro más, como los comunistas, que vocean mucho pero que no saben mantener una posición o rodear un blocao, ¿aprenderán a ali-mentar un cañón si llegan a necesitarlo? Lo dudo.
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Dios no quiera que la guerra se extienda.
Mi querida esposa, este general, que es el tuyo, se despide, llévate de mis labios mi beso más fervoroso y dáselo también a nuestros hijos.
Te espero donde ningún contratiempo nos podrá ya separar.
Tuyo siempre.
Ha acabado. Se mira la mano con la que ha escrito.
Aparece un muy ligero temblor.
“Es el frío”, piensa.
Y en el patio, el tercer redoble.

4:51

Cajas destempladas para sostener el paso vacilante de un general que quieren humillado, vencido, doblado. No lo tendrán.
Se incorpora y se estira la guerrera. Lástima de afeitado. Pasa las manos por el cuello, nota la estrella de cuatro puntas, el bordado en los picos. Se mira las mangas, la estrella de general de División.
La vela con la que ha escrito se ha consumido, queda un cabo triste que humea en la celda. El ventanuco trae la llama de roca de las estrellas.
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5:00

El general espera. Ha guardado la libreta en el bolsillo superior del uniforme. En su momento, se la entregará al padre Murria, el sacerdote que le ha atendido en la cárcel y que le va a acompañar en los últimos momentos.

5:03

En el patio se pone en marcha un motor. Surge la primera bocanada de humo negro y se expande el olor del gasoil quemado. Se oye un renqueo estrepitoso, el diésel, al principio de la combustión, hace temblar el edificio. De pronto, se enciende la luz que, insegura, viene y va.
Justo en ese instante, llega un ruido de pisadas. Tres hombres al menos, quizá cuatro.
Pero, en el patio, se pierde, estrangulado, el jadeo del motor. La luz se esfuma. En la celda, el general percibe el clic característico de la bombilla que se enfría.
—Estamos buenos —dice.
Los pasos se han detenido. Alguien corre en el patio.
Vuelve a oírse el rumor del motor, un viejo Heinkel adaptado, procedente de un avión, para dar electrici-16
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dad a la Prisión Central de Burgos.
Con un estornudo, el motor arranca de nuevo y se enciende la bombilla. Tenue, dudosa, vacilante, pero se mantiene. Vuelven las pisadas. El general se planta ante la puerta, que se va a abrir. Ruido de llaves.
Alguien que no atina en la cerradura. Después, tras un instante de incertidumbre, la puerta se abre. Tres hombres.
—Mi general —dice un oficial—, buenos días.
—Buenos días —responde.
—Mi general —continúa—, venimos a hacerle par-tícipe de la sentencia que el Consejo de Guerra ha fallado esta noche.
—Escucho —dice.
—Mi general —el oficial lleva una carpeta—, co-mo secretario del General Jefe Militar de la VI División, con todo respeto, le voy a leer la sentencia que el Consejo de Guerra de oficiales generales ha fallado para la causa ordinaria número 130 de 1936, contra el Excelentísimo Señor General de División, aquí presente.
El secretario suelta las gomas de la carpeta y la abre.
—Que declara: resultando que a partir del 18 de julio de 1936, el gobierno de España pasó a depender del Ejército español, obligado por el inexcusable com-promiso de impedir que el caos más dramático se aba-tiera sobre nuestra patria, y obedeciendo a la perento-17
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ria necesidad de declarar, como así se hizo, el Estado de Guerra, entiende que el Excelentísimo Señor General de División opuso vívida resistencia mostrando en todo momento especial querencia por el gobierno revolucionario y, con sobrado conocimiento, obró para evitar que el glorioso Alzamiento, de tales circunstancias emanado, pudiera cumplir su cometido.
Es consecuencia que este Consejo de Generales, reu-nido en pie de equidad jurídica, halla que el Excelentísimo Señor General es, desde ese momento, reo de adhesión a la rebelión, y visto que el ejército, en su papel de garante del orden y de la libertad de la patria, y dado que ha sido defraudado por uno de sus jefes destacados, no impidiendo que un gobierno revolucionario distribuyera armas de guerra a las hordas revolucionarias para, y en virtud de ello, desencadenar y llegar a objetivos revolucionarios, además de haber vertido calumnias de evidente color sedicioso contra el glorioso Alzamiento, este Consejo, amparado en el artículo 238
del Código de Justicia Militar, dictamina que esa adhesión a la rebelión y esas críticas injustificables, contempladas en el citado Código como delito de calumnias, conllevan el fallo siguiente, según el cual, el Consejo de Generales condena al Excelentísimo Señor General de División a la pena de muerte, que se hará efectiva en las primeras horas del día 18
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de mañana —el secretario levanta la cabeza de la carpeta y añade—. O sea, mi general, de hoy.
—¿Quién firma la sentencia?
—Viene con la firma y las rúbricas del General Jefe de la VI División y de todos los señores oficiales generales que han formado el Consejo de Guerra.
—¿Hay alguna abstención?
—Ninguna, mi general
—Entiendo.
El oficial sostiene la sentencia en la mano. Está firme.
—Mi general, con todo respeto, será dentro de una hora y cuarenta y cinco minutos.

5:13

—Gracias —responde el general—, me doy perfecta cuenta.
—Entonces, mi general, hará el favor de firmar el acta de la sentencia.
—¿Dónde?
El secretario entrega la carpeta al general y le acerca una pluma estilográfica.
Garabatea un “Visto” y firma.
Recoge los documentos y se guarda la estilográfica.
—Mi general —dice el o...

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