El viejo y la jovencita
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El viejo y la jovencita

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  1. 192 páginas
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El viejo y la jovencita

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Índice
Citas

Información del libro

'El viejo no dio importancia a aquel suceso que, sin embargo, iba a ser el preludio a su aventura. En un momento de descanso recibió en su oficina a una mujer que quería presentarle y encomendarle a una joven, su propia hija. Tuvo que recibirlas, ya que traían una carta de recomendación de un amigo suyo. El viejo, arrancado de sus asuntos y sin lograr quitárselos por completo de la cabeza, miraba aturdido la carta esforzándose por entenderla y librarse en seguida de la molestia que le ocasionaba'.

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Información

Editorial
Montesinos
Año
2004
ISBN
9788495776860
Categoría
Literatura

E L V I E J O Y L A J O V E N C I T A

I TA LO S V E V O
E L VI EJO
Y LA JOVE NCITA
Traducción de Flavia Company

M O N T E S I N O S

Título original: Il buon vecchio e la bella fanciulla e altri racconti Diseño: Elisa N. Cabot
ISBN:84-978-84-7639-084-9
Depósito Legal:B-95776860
Imprime: Novagràfik
Impreso en España
Printed in Spain
LA HISTORIA DEL VIEJO Y LA JOVENCITA
I
El viejo no dio importancia a aquel suceso que, sin embargo, iba a ser el preludio a su aventura. En un momento de descanso recibió en su oficina a una mujer que quería presentarle y enco -
mendar le a una joven, su propia hija. Tuvo que recibirlas, ya que traían una carta de recomendación de un amigo suyo. El viejo, arran cado de sus asuntos y sin lograr quitárselos por completo de la cabeza, miraba aturdido la carta esforzándose por entenderla y librarse en seguida de la molestia que le ocasionaba.
Aquella vieja no calló ni un solo instante y él no retuvo ni per-cibió más que alguna frase: La joven era fuerte, inteligente y sabía leer y escribir, aunque mejor leer que escribir. Después di jo unas palabras que lo sorprendieron por su rareza: “Mi hija acep ta cualquier empleo de jornada completa siempre y cuando le sobre el poco tiempo que necesita para su baño diario”. Finalmente dijo la frase que llevó la escena a una rápida conclusión: “en el Tranvía contratan ahora a mujeres en los puestos de conductoras y de cobradoras”.
Casi sin pensarlo, el viejo escribió una breve carta de recomen -
da ción para la Dirección de la Sociedad de Tranvías y las despidió. Entregado nuevamente a sus ocupaciones, aún las in te rrum -
pió un momento para pensar:
—¿Cuál habrá sido la intención de la vieja al decirme que su hija se lava todos los días?
Sacudió la cabeza sonriendo con aires de superioridad, pues los viejos sólo dan importancia a sus propios asuntos.
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II
Un tranvía corría por el largo paseo de Sant’Andrea. La con -
duc tora, una bella muchacha de unos veinte años, tenía sus os -
curos ojos fijos en la larga calle polvorienta, llena de sol, y se com placía en hacer correr al viejo tranvía de modo que en las cur vas chirriasen las ruedas y que la carrocería del vagón lleno de gente fuera dando tumbos. El paseo estaba desierto. La joven, sin embargo, iba accionando nerviosamente con el pie la pa lanca con la que activaba la campanilla de alarma. Lo hacía no por prudencia sino porque era tan infantil que lograba convertir su trabajo en un juego, y le gustaba mucho correr y hacer ruido con aquella ingeniosa máquina. A todos los niños les gus -
ta gritar cuando corren. Estaba vestida con ropas de colores, y a causa de su gran belleza parecía disfrazada. Una casaca roja des -
colorida dejaba a la vista el cuello, fuerte en comparación con su carita un poco demacrada, y la cavidad que se dibujaba desde sus hombros hasta la delicadeza de su pecho. La faldita azul era de -
masiado corta, quizás porque tras tres años de guerra las telas comenzaban a escasear. El pie parecía desnudo en su zapato de pa -
ño y el sombrerito azul le aplastaba los negros rizos no demasiado largos. Mirando tan sólo su cabeza se podía pensar que se trataba de un chiquillo, pero la actitud coqueta y vanidosa de aquella parte de su cuerpo la traicionaba. En la plataforma, alrededor de la gua -
pa conductora, había tanta gente que la maniobra para frenar se hacía casi imposible. Nuestro viejo se encontraba allí. Tenía que arquearse a cada uno de los violentos tumbos del vagón para no 10
caer sobre la conductora. Vestía con gran esmero, aunque también con la sobriedad apropiada a su edad. Tenía una figura realmente elegante y agradable. Bien alimentado entre tanta gente pá lida y anémica, no representaba sin embargo para ellos una ofen sa, pues no era ni demasiado gordo ni demasiado altanero.
Por el color de sus cabellos y de su corto bigote se le hubiesen po -
dido echar unos sesenta años de edad. No se traslucía en él ningún esfuerzo por parecer más joven. Los años pueden impedir el amor y desde hacía ya muchos él no pensaba en el mismo, pero fa vorecen los negocios, y por eso llevaba sus años con soberbia, y si así puede decirse, juvenilmente.
La prudencia estaba conforme a sus años, y no se sentía cómodo en aquel viejo coche mastodóntico lanzado por las calles a toda velocidad. Sus primeras palabras dirigidas a la muchacha fueron de amonestación:
—¡Señorita!
Al oír la educada llamada la muchacha volvió sus bellos ojos hacia él dudando, pues no sabía a ciencia cierta si era con ella con quien había querido hablar. El viejo recibió tanto placer de aquella mirada brillante que su enojo disminuyó. Cambió el tono de su amonestación, que había tenido intenciones de ser un reproche, y le gastó una broma:
—No me importa en absoluto llegar algunos minutos antes al Tergesteo.1
Pareció sonreírse por su propia broma y así pudo creerlo la gente que lo rodeaba, pero en realidad su sonrisa estaba dirigida a aquellos ojos que le habían parecido al mismo tiempo traviesos e inocentes. Las mujeres bellas ante todo parecen inteligentes. Un bello color o una bella línea son en efecto la expresión de la inteligencia más absoluta.
1. Tergesteo: conocido edificio de Trieste, construido por el arquitecto Pizzola y utilizado como centro de los comerciantes e industriales de Trieste. (N. de la T.).
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La joven no oyó sus palabras, pero se tranquilizó al ver aquella sonrisa que no dejaba lugar a dudas sobre las disposiciones be névolas del viejo. Comprendió de inmediato que debía en -
contrarse a disgusto de pie y le hizo un lugar para que pudiese apoyarse a su lado en el parapeto. La carrera continuó vertigi-nosa hasta el Campo Marzio.
La muchacha, entonces, mirando al viejo y casi esperando su aprobación, suspiró:
—¡Aquí comienza el aburrimiento!
El carricoche se metió en efecto por los carriles y empezó a bambolearse lenta y pesadamente.
Cuando un joven se enamora, muy a menudo el amor provoca en su cerebro reacciones contra las que su voluntad no tiene na da que hacer. Muchísimos jóvenes que podrían descansar tran quilamente en su mullida cama, tiran la casa por la ventana creyendo que para acostarse con una mujer es necesario antes con quistar, crear y destruir. En lugar de esto, los viejos, a quienes se cree mejor protegidos de las pasiones, se abandonan con ple na conciencia y entran en el lecho de la culpa sólo con las precauciones necesarias ante posibles enfriamientos.
Simplemente, el amor no está hecho para los viejos. En ellos se complica desde el principio, desde los motivos. Saben que tienen que excusarse ante sí mismos. Nuestro viejo se dijo: “He aquí mi primera aventura verdadera después de la muerte de mi mu jer”. Según el lenguaje de los viejos es verdadera una aventura en la que también el corazón está interesado. Lo cierto es que en muy raras ocasiones un viejo se siente tan joven como para vi vir una aventura no verdadera, pues ésta supone un esparci-miento tras el que se oculta una debilidad. Así los débiles cuando se entregan no pueden evitar hacerlo por entero, y la inten-sidad con que se dan los extenúa y difumina los límites de la aventura haciéndola más peligrosa.
El viejo pensó que eran los ojos infantiles de la jovencita los que lo habían conquistado, y es que los viejos, cuando aman, 12
pasan siempre por el paternalismo y cada abrazo suyo se convierte en un incesto con todo su agrio sabor.
Una de las ideas más importantes que ocupó al viejo y que lo hizo sentirse deliciosamente culpable y sorprendentemente joven fue: “Vuelve la juventud”. El egoísmo del anciano es tan grande que su pensamiento no se detiene en el objeto de su amor ni si -
quiera un instante, pues pasa de inmediato a preocuparse por sí mis mo. Cuando se necesita una mujer debe recordarse al rey Da -
vid quien decía que del contacto con las jovencitas puede esperarse la juventud.
El personaje de comedia antigua, el viejo convencido de poder emular la juventud, debe de ser un raro ejemplar, si es que aún queda alguno. Este viejo mío continuó monologando y se dijo:
“He aquí una jovencita que voy a comprar... si es que está en venta”.
—¡Tergesteo! ¿No baja? —preguntó la joven antes de ponerse otra vez en marcha.
El bueno del viejo, azorado, miró su reloj:
—Aún seguiré un poco más —dijo.
Ya no había tanta gente en el tranvía y por eso no tenía pretexto para continuar tan cerca de la muchacha. Se incorporó y fue a apoyarse en un lado desde el que podía verla con comodidad. Ella debió darse cuenta de que la observaba porque cuando no estaba ocupada haciendo alguna maniobra lo miraba de reojo con curiosidad.
Le preguntó cuánto tiempo hacía que estaba empleada en aquel trabajo tan agotador. ¡Desde hacía ya un mes! Y no era tan ago tador, decía ella en el mismo momento en que tenía que con vertir todo su cuerpo en una palanca para accionar el freno me cánico, sino que casi siempre resultaba muy aburrido. Lo peor era que el sueldo que recibía no le alcanzaba. Su padre trabajaba aún pero, teniendo en cuenta los precios de todo, era difícil sobrevivir. Sin dejar de estar atenta a su trabajo, lo inter-peló por su apellido:
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—Si usted quisiera, le sería fácil encontrarme alguna cosa mejor —y lo miró inmediatamente para ver el efecto de aquella petición en su rostro.
La repentina aparición de su propio nombre lo sobresaltó. El nombre de un viejo es siempre un poco anticuado e impone por ello ciertas obligaciones a quien lo lleva. Intentó disimular cualquier indicio de tensión que pudiese traicionar su deseo. No le sorprendió que la muchacha conociese su apellido porque la ciudad, por entonces, había sido abandonada por casi todas las familias ricas y los pocos acomodados que quedaban sobresa lían.
Desviando la mirada de la muchacha dijo con gran seriedad:
—Ahora es un poco difícil, pero pensaré en ello. ¿Qué sabe us -
ted hacer?
Ella sabía leer, escribir y hacer cuentas. De idiomas no conocía más que el triestino y el friulano.
Una vieja que estaba en1a plataforma se puso a reír con albo -
ro to:
—¡EI triestino y el friulano! ¡Ja! ¡Esta sí que es buena!
La mu chacha reía también mientras que el viejo, siempre rígido por el esfuerzo de no mostrar su gran excitación, reía con una risa fal sa. La vieja, que se complacía en viajar junto a tan dis-tinguido señor, no paró de hablarle ni un solo instante y el viejo se prestó a ello para mejor demostrar su indiferencia. Final men -
te los dejó solos. De pronto el viejo exclamó:
—¿A qué hora acaba usted?
—A las nueve de la noche.
—¡Estupendo! —dijo—. Venga esta misma noche, ya que ma -
ñana estaré ocupado.
Y le dio su dirección, que ella repitió dos o tres veces para no olvidar.
Los viejos sienten rabia porque las leyes de la naturaleza sobre los límites de la edad pesan sobre ellos. Aquella cita, preparada bajo el aspecto del filántropo o protector y aceptada con la de -
bida gratitud, apenas hizo asombrarse al viejo de su suerte. Es -
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ta ba claro que lo favorecían las circunstancias.
Pero los viejos aman la claridad en los asuntos y por eso no se decidía a dejar la plataforma. Se preguntaba con ansiedad, dudando de la naturaleza de su suerte: ¿y basta esto? ¿No ocurre nada más? ¿Y si ella de verdad creyese estar invitada a su casa pa -
ra conseguir una recomendación con la que obtener un empleo?
No quería permanecer inútilmente excitado hasta la noche y qui so asegurarse de que tenía el asunto entre las manos. ¿Pero có mo decir las palabras adecuadas sin comprometer su res pe -
tabili dad ante aquella muchacha ni siquiera en el caso de que ella real mente no quisiera aceptar de él nada más que un em -
pleo? De hecho, si hubiera sido más joven se habría dado casi la mis ma situación. Pero era viejo. Los jóvenes, tras algunas experiencias o incluso antes de tener ninguna, se percatan en seguida de todo cuanto ocurre mientras que los viejos son amantes que se confunden con facilidad. El mecanismo de enamorar les falla aunque sólo sea en un pequeño engranaje.
Finalmente no tuvo que improvisar, sino que recordó. Re cor -
dó que a los veinte años, hacía unos cuarenta, antes de casarse, pues, a una mujer (mucho mayor que la que había en la plataforma del tranvía), que con un pretexto cualquiera y delante de otros había prometido acudir a la cita, él en voz baja pero pro-vocativamente, le había repetido su invitación: “¿Vendrá?” Hu -
bie ra bastado aquella palabra. Pero lo asediaba el instinto que en vidia el amor de los jóvenes y ríe del de los viejos. Por ello no se atrevía a dar un tono provocativo a su voz.
En el momento de abandonar el tranvía le dijo a la muchacha:
—La espero, pues, esta noche a las nueve.
Después, recordando, descubrió que su voz, fuese por causa de sus intenciones o por el deseo, había temblado. No se dio cuenta enseguida y cuando la muchacha le respondió: “¡Desde luego!
¡No faltaré!”, apartando por un momento los ojos de los raíles y volviéndolos hacia él, le pareció que se estaba dirigiendo al filántropo. Pero, repensándolo, lo tuvo tan claro como cuarenta años 15
antes. En el brillo de aquellos ojos se había revelado la malicia como en su propia voz el ansia. Se habían entendido, seguro. La madre naturaleza le concedía con bondad una vez más, la última, la oportunidad de amar.
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III
El viejo se encaminó hacia el Tergesteo con paso tranquilo. Se sentía muy bien. Quizás todo esto le estaba faltando desde hacía demasiado tiempo. A causa de sus numerosas ocupaciones había olvidado algunas cosas que su organismo, aún juvenil, necesitaba. Sintiéndose tan bien, no dudaba de su buen estado físico.
Al Tergesteo llegó demasiado tarde. Tuvo por ello que correr al teléfono y disculparse por su retraso. Durante una media hora el trabajo lo ocupó por completo. Su calma fue un motivo de sa -
tis facción. Recordaba que en su juventud la expectación se con -
ver tía en tal forma de tortura y delicia que después, cuando lle -
ga ba la felicidad tan esperada, empalidecía. La tranquilidad le pareció en ese momento como una prueba de fuerza. En esto realmente se engañaba.
Al abandonar el trabajo se dirigió al restaurante en el que siem -
pre comía, como muchos otros ricos que de esa forma podían conservar las provisiones almacenadas. Mientras caminaba seguía exa-minándose. El deseo en él era firme y tranquilo. Era seguro. No tenía dudas y no recordaba ni siquiera una vez desde su juventud hasta entonces en que una aventura similar hubiese agitado en su pecho todos los problemas del bien y del mal. Sólo sabía ver un lado de la historia: aquello que él tomaba ahora de la vida lo había esperado, si no por otra causa, como indemnización por tanto tiempo como se había visto privado de esa felicidad.
En general, es cierto que la mayor parte de los viejos creen tener muchos derechos, todos los derechos. Sabiéndose ya libres de 17
ser alcanzados por educación alguna, creen poder vivir tal y como su organismo les pide. El viejo se sentó a la mesa con tan buen apetito que le pareció recuperar su verdadera juventud.
Feliz, pensó: “Aquí comienza el mejor de los tratamientos”.
Al final de la tarde, tras abandonar la oficina, fue a pasear a lo largo de la ribera y al muelle para evitarse la lenta espera en su casa. Sintió en su pecho una leve inquietud moral, que no pasó sin dejar algunas huellas en su alma. No tuvo sin embargo in -
fluencia alguna sobre el curso de los acontecimientos porque, como todos los viejos y también los jóvenes, hizo lo que más le apetecía aún sabiendo que no era la mejor forma de actuar.
El ocaso estival era claro y pálido. El mar sereno, cansado e inmóvil, aparecía descolorido en comparación con el cielo, aún luminoso. Se veían con nitidez los perfiles de las montañas des-cendiendo hacia la llanura friulana. Se entreveía también la Her mada y se sentía vibra...

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