De la sobriedad
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De la sobriedad

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La vida es el camino que separa el nacimiento de la muerte. En ese camino, todos los hombres buscan la felicidad, pero son muchos los que andan errados sin encontrarla. La buscan fuera de ellos mismos y creen que teniendo múltiples cosas, acaban siendo felices; persiguen con ahínco oro y plata, tierras y ganados; se desvelan para obtener fama, títulos, el saber múltiple, además de querer obtener poder en todas sus formas. Pero cuando alcanzan lo anhelado, se percatan de que no les da la felicidad y buscan más y más, indefinidamente, para acabar teniendo mucho y ser infelices a pesar de todo. No ven que pobre no es el que tiene menos, sino quien necesita infinitamente más para ser feliz. La sobriedad es una simplicidad voluntaria que lleva a un nuevo arte de vivir en que se privilegia más el ser que el tener, la vida para uno mismo que el parecer.De la sobriedad es una invitación a vivir según los preceptos defendidos, entre tantos otros, por Epicuro, Gandhi, Pierre Rabhi o el expresidente José Mujica. Lleva a desear lo que nos es natural y necesario, sin más. La simplicidad enriquece infinitamente nuestra vida, liberándonos del constante acúmulo de cosas y tener, así, más tiempo para nosotros mismos, para lo que de verdad importa: vivir libre y con serenidad.

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Información

Año
2020
ISBN
9788418205859


Prólogo
A lo largo de mi vida, he tomado notas sobre trozos de papeles, cuadernos y márgenes de libros, notas varias sobre la sobriedad y la simplicidad voluntaria como arte de vivir. Aquí dejo esas ocurrencias en un libro que he dado por terminado en la ciudad de Salónica, en el séptimo año de mi exilio de Tombuctú.
He dedicado esta suma de anotaciones, junto a mi padre, a mi tío y amigo de infancia, Yakuba Allimam. Murió hace dos años en Kirchamba después de dedicar la última década de su vida a la vida errante y al desprendimiento. Fue un ermitaño del río Bottey, un afluente del Níger. Bajo sus árboles pasaba los días y las noches, y nunca accedió a comer lo que excedía de la palma de su mano.
También he sumado a esta dedicatoria a mis tías abuelas, de las que desciende Yakuba, Diahara Mahmud y Aissata Mahmud, a mi tío abuelo alfa Ibrahim Mahmud, y a mi abuelo materno, Mahamane Ibureima, todos descendientes de Alfa Ismael b.Mahmud Kati. Diahara Mahmud a lo largo de su vida, vivió en silencio. Retirada en su casa, sólo salía con su hermana Aissata, de noche, para bañarse y andar a lo largo del río. Desde que se levantaba el sol hasta que se ponía, volvía a guardar silencio. Cuando el joven Tombo traía su comida, cogía un puñado de arroz para los pájaros, las hormigas, las moscas, los gatos… y en un cuenco, ponía agua para que bebieran. Así vivió, así murió.
Aissata Mahmud, hermana de Diahara, vivía recluida. Desde que se levantaba el sol hasta que se ponía, cantaba ayat, y hacía la danza de los derviches giróvagos. Pasaba los días en ayuno y comía una vez al día, una vez puesto el sol.
Alfa Ibrahim Mahmud, único hermano de las dos, vivía en el bosque cercano al pueblo. No comía carne. Vivía de frutos durante todo el año. Era el Imán del pueblo y sólo volvía a lo largo del día para dirigir la oración; después, sin levantar la cabeza ni mirar a su alrededor o hablar con nadie, regresaba al bosque. De noche, tenía encendido un dudel, un fuego de leña, delante de la puerta de la casa donde vivía con sus hermanas. Allí llegaba gente de su pueblo y de otros cercanos o lejanos para aprender con él lengua, gramática o el Corán. Tenía el don de las lágrimas. Cada vez que empezaba a decir de memoria parte del libro santo de los musulmanes, lloraba inconsolable. Le llamaban el llorón (a sus espaldas).
Mi abuelo, Mahamane Ibureima, padre de mi madre, era sastre y agricultor y mi abuela Binta, tintorera. Trabajaban juntos a principio del siglo pasado. Cada año, Mahamane Ibureima cultivaba dos campos de arroz. Cuando llegaba la cosecha, se llevaba a su casa la cosecha de un campo y dejaba el segundo sin tocar. Cuando llegaba al pueblo, los pobres iban corriendo para cosecharlo, cada uno según su necesidad. Lo único que se les pedía, era no vender la cosecha y todo lo que queda en el suelo, que nadie lo cogiera, y que cortaran las espigas a ras de suelo. Las espigas que quedaban y el arroz en el suelo pertenecerían a los pájaros, a los burros, las bacas, las cabras, los corderos. No aceptaba que nadie le diera las gracias.
Vivieron todos en la sobriedad. Conocí las historias de sus vidas ejemplares de labios de mi maestro, el viejo Tombo, quien se ocupó de cuidarles en sus últimos momentos. Me hizo entender que la familia Kati se dividía en tres ramas. Una primera se dedicaba a cuidar de la biblioteca y a la erudición. Es mi familia paterna. La segunda se ocupaba sólo de la tierra y de la vida espiritual. Es mi familia materna. Una tercera es la de los jueces y jefes de pueblos. Es la de los tíos de mi padre.
He dedicado a mi familia paterna muchos de mis estudios sobre la historia de la Biblioteca Fondo Kati. Sobre mi familia materna, no he dicho casi nada por respeto a su silencio y retiro de las cosas mundanas. El arabista francés Philippe Roisse me instó a escribir sobre ellos. No supe decir que no, pero me cuesta. Aquí dejo esas pinceladas que darán la razón de la dedicatoria. Espero que el viejo Tombo y todos ellos me perdonen esta vanidad de contar algo de sus vidas y más de dedicarles esas notas. El viejo Tombo me dijo, cuando vino a Tombuctú para relatármelas, que no basta saber, hay que vivir lo que uno sabe con humildad.


1
La pobreza voluntaria no es la voluntad de estar en la miseria, sino el constante esfuerzo de vivir con sobriedad. El pobre, dicen los Tutsi de Rwanda, puede enumerar sus bienes. En este sentido se puede decir que sólo aquel que puede enumerar sus bienes puede saber lo que le es necesario para vivir y lo que no. Sin este saber elemental de la vida, todos caen en el exceso que nutre la codicia y acaban destruyendo todo para poseer cada vez más. Hoy en día, el hombre envenena los ríos y va a buscar agua a Marte; corta los árboles y compra bonsáis de plástico para decorar sus salones, destruye la capa de ozono e inventa protección solar. El hombre ya no puede enumerar sus bienes, los males que generan esos bienes tampoco. Sin embargo, no necesita tanto y lo poco que tiene es suficiente para vivir y asistir a los demás que lo puedan necesitar. Mi abuelo, Mahamane Ibureima Sumeila, padre de mi madre Abawoi, cultivaba dos campos de arroz. Después de sembrar, dejaba el pueblo y su casa para vivir en una cabaña cerca de sus arrozales. Sólo volvía a casa después de la cosecha. Llegado el momento, cosechaba para él un campo de arroz y dejaba el segundo sin tocarlo. Cuando los más necesitados lo veían en el pueblo, iban a ese segundo arrozal. Sabían que lo había dispuesto para ellos. Recolectaba cada uno lo que necesitaba y dejaba a otros el resto. Cuando éstos se iban, dejaban todavía algo sobre las espigas para los pájaros, las vacas, los corderos y los peces. Es la única condición que imponía a quien cosechaba en su arrozal. Jamás intentó saber quiénes eran los que cosechaban el campo que dejaba, jamás intentó tener más para vestirse mejor, tener mejor casa o más ganado de vacas, corderos o cabras. En las estaciones de calor, cuando menguaba el río, se dedicaba a trabajar como sastre. Mi abuela Binta, su esposa, era tintorera. Aprendió el oficio con mi bisabuelo Darhamane Abana, al que llamaban en el pueblo de Kirchamba, Darhamane Sini Kandi, es decir, el tintorero. Cuando murió Mahamane Ibureyma Sumeila, mi abuela Binta se quedó sola con las niñas, mi madre Abawoi y sus hermanas Kadiya Mahamane, mayor que ella, y Diahara Mahamane, más joven que ella. Sólo malvivían de la tintorería. Eran tiempos difíciles. La Segunda Guerra Mundial había empezado en Europa. Parte de las cosechas y de los hombres iban al frente, otra parte del arroz servía para pagar los impuestos anuales que se cobraban con todo tipo de vejaciones. Mi madre pasó de ver a su familia dar de comer a los pobres a finalmente ser pobre. De noche, su madre Binta ponía agua a calentar y empezaba un cuento que sólo terminaba cuando veía a sus tres hijas dormidas. Entonces, apagaba ese fuego que daba esperanza de cenar a sus hijas. Jamás he oído a mi madre Abawoi quejarse de aquellos años, al contrario, se reía de la ingeniosidad de su madre. Cuando se casó con mi padre, que era su primo y un funcionario asalariado de la administración colonial, se encargó de su madre y de sus hermanas. Mi tía Diahara murió en su casa en Tombuctú; mi tía Kadija, homónima de Kadija Sila, hermana del Emperador Askia, se casó en el pueblo. Le mandaba todos los meses cosas. Siguió, como su padre, dando a los pobres sin acumular riquezas. Sabía lo que es la línea roja que separaba la pobreza voluntaria de la dura pobreza no elegida. La segunda es miseria, la primera se elige para consumir sólo lo que uno necesita, liberándose de toda riqueza superflua.
2
El anhelo de todo ser es perseverar en el ser, como dijo Spinoza. Sólo podemos perseverar en el ser satisfaciendo las necesidades del cuerpo, y los hombres siempre han vivido entre el anhelo de satisfacer las necesidades de su cuerpo y sus deseos. Las necesidades son las cosas sin las cuales un ser deja de existir. Los deseos son, por su parte, anhelos no naturales que no son necesarios al cuerpo para subsistir. Comer, beber, cubrirse cuando hace frío, tener una casa son, como dijo Epicuro, naturales y necesarios; vestirse de seda, comer caviar, carne de caza o beber vino de reserva en copas de oro son deseos cuya consecución o no consecución no alteran el cuerpo en su existencia. Todas las necesidades no naturales no son más que vanidad. Satisfacer nuestras necesidades naturales no es fatigoso; sin embargo, el trabajo de toda una vida no es suficiente para colmar los vanos deseos de un hombre. Los hutu dicen: «la edad no es signo de inteligencia»; pero los malinke aseguran: «el mono que ha sacado la cola de la boca de un perro no corre de la misma manera que los demás monos». A mis cuarenta y cinco años tenía en Tombuctú la casa más grande de mi generación. Estaba conformada por dos bloques, un jardín, siete cuartos de baño, varios dormitorios y salones, próxima al edificio de la Biblioteca José Ángel Valente. Me ocupaba a diario de su mantenimiento. Cuando llegó la guerra perdí todo y me vi obligado al exilio. Ahora no tengo nada y disfruto de mucho tiempo para dormir, pasear y dejar vagabundear mis i...

Índice

  1. Prólogo
  2. Agradecimientos