Eso no estaba en mi libro del Tercer Reich
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Eso no estaba en mi libro del Tercer Reich

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Eso no estaba en mi libro del Tercer Reich

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La Alemania nazi despierta una merecida repulsa por los aborrecibles crímenes que se cometieron bajo aquel régimen abyecto. Pero no es menos cierto que el Tercer Reich suscita también una inconfesada fascinación, que provoca que todo lo que le rodea atraiga un vívido e inextinguible interés. El que se acerque a estas páginas podrá conocer esa perturbadora dualidad a través de una experiencia inmersiva, mediante la cual experimentará lo que sintieron los alemanes que vivieron aquellos turbulentos años. En la primera parte de la obra, el lector se embarcará en uno de los cruceros a Madeira con los que el régimen premiaba a los trabajadores germanos, viajará por las autopistas que despertaron admiración en todo el mundo o disfrutará de un inolvidable viaje a Río de Janeiro en el dirigible Hindenburg. También podrá, haciendo un ejercicio de imaginación, visitar la Alemania actual para admirar las megaconstrucciones que Hitler hubiera levantado de haber ganado la guerra. Igualmente, se asombrará al conocer los viajes de los exploradores nazis al Himalaya, el Amazonas y la Antártida, o los prodigiosos adelantos técnicos logrados por aquel régimen, que sólo serían superados varias décadas más tarde.Tras ese espectacular panorama de los brillantes logros alcanzados por la Alemania nazi, el lector deberá enfrentarse en la segunda parte de la obra al terrible contrapunto. Comenzando por las pesadillas que aquel régimen totalitario provocó en muchos alemanes y siguiendo por los episodios menos conocidos del terror y la crueldad que desplegó, esas duras páginas mostrarán hasta qué cotas de iniquidad puede descender el ser humano.

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Información

Año
2020
ISBN
9788418205910
Categoría
History
Categoría
World History
Capítulo 1
El enigma Hitler
Aquella tarde del 4 de noviembre de 1921, en el enorme salón del primer piso de la famosa cervecería Hofbräuhaus de Múnich, la tensión era palpable. Se respiraba la atmósfera de las grandes ocasiones. Todo el que había acudido allí sabía que iba a ocurrir algo y que iba a ser testigo, cuando no protagonista, de eso que sería recordado durante bastante tiempo. Lo que estaba a punto de acontecer sería remembrado en días venideros junto a los camaradas, entrechocando las jarras de cerveza y brindando por lo que allí había tenido lugar.
La planta baja de esa cervecería es visitada hoy a diario por miles de turistas, que deambulan por el local admirando su decoración típicamente bávara, se toman una cerveza en sus grandes mesas de madera y luego compran algún recuerdo en su tienda de souvenirs. Algunos de ellos suben las escaleras para contemplar esa amplia y magnífica sala de celebraciones. Pero entonces ese escenario no era una atracción turística, sino un auténtico campo de batalla, en el que iba a tener lugar el enfrentamiento decisivo entre los miembros de una fuerza política emergente y aquellos que estaban dispuestos a todo para cortarles el paso.
El acto estaba previsto para las ocho en punto, pero un cuarto de hora antes la sala estaba ya repleta, con más de ochocientos asistentes. Se habían congregado allí para escuchar al líder del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, Adolf Hitler, un personaje que era al mismo tiempo ridiculizado, temido, admirado u odiado entre la gente de Múnich. Él había hecho crecer como la espuma un oscuro y deprimido partido, el Partido Obrero Alemán, surgido, como otros muchos grupúsculos radicales de la capital bávara, del desconcierto social y moral provocado por la derrota en la Primera Guerra Mundial.
A finales del verano de 1919, en su labor de informante del Ejército, se le había encargado acudir a una de las reuniones de esta formación, a la que solo asistieron veintitrés personas. Allí tomó la palabra en el turno de debate, causando un gran efecto. Se presentó de nuevo un mes más tarde y otra vez intervino, con un verbo tan mordaz y vehemente que dejó a todos impresionados. Para su sorpresa, días después recibió una tarjeta postal en la que se le comunicaba su admisión en el partido y se le invitaba a una reunión del comité, a pesar de que no había solicitado su ingreso. Cuando se disponía a enviar una respuesta rechazando la afiliación, le pudo más la curiosidad y decidió acudir a la cita.
El panorama que encontró no pudo ser más desalentador. La reunión, a la que solo asistieron cuatro dirigentes, tuvo lugar en un comedor oscuro y desierto de una desangelada cervecería. Se limitaron a leer y dar contestación a las cartas recibidas. El tesorero tomó la palabra para decir que en la caja solo había siete marcos. El partido no disponía de un programa, ni folletos, ni tan siquiera de un sello de goma. Tras la decepcionante reunión, Hitler dudó en unirse a ese grupo de perdedores sin remedio, pero algo en su interior le empujó a afiliarse. Su decisión no solo cambiaría el curso de su vida, sino la de Alemania y Europa.
Comenzó entonces una dura carrera por dar a conocer el partido y conseguir adeptos. Hitler demostraría una inusitada fuerza de voluntad a prueba de cualquier revés, lo que se convertiría en una constante a lo largo de su trayectoria política. Junto a sus correligionarios organizó reuniones quincenales; el propio Hitler se encargaba de distribuir tarjetas por los buzones, que escribían a máquina o a mano. Pero ese gran esfuerzo resultaba inútil, ya que, además de los asistentes habituales, apenas acudía algún que otro curioso. Pero Hitler no se desmoralizó. Las invitaciones se ciclostilaron, por lo que pudieron imprimirse muchas más, pero aun así los avances no serían demasiado espectaculares. A la siguiente reunión acudieron 11 personas, luego 13 y después 34.
Entonces entró en liza el espíritu de jugador de Hitler. A lo largo de su vida política no dudaría en jugarse el todo por el todo en arriesgadas apuestas en las que casi siempre saldría ganador. En ese momento era necesario jugarse el futuro del partido; o conseguían dar un salto definitivo o lo podían dar por finiquitado. Así, ante la insistencia de Hitler, se decidió invertir todos los fondos recaudados en las reuniones anteriores en el alquiler de una de las salas de la Hofbräuhaus y un anuncio en el periódico Münchener Beobachter, un diario nacionalista alemán y antisemita. Si la asistencia acababa siendo tan pobre como la de las reuniones anteriores, los gastos del alquiler y la promoción del acto llevarían al partido a la bancarrota.
Pero esa noche el público respondería a la llamada del partido; un total de 111 personas acudieron a la sala, lo cual fue considerado todo un éxito. Hitler habló media hora, logrando electrizar a su auditorio. El entusiasmo fue tal que los asistentes contribuyeron en la colecta con 300 marcos para sufragar los gastos. Si la convocatoria hubiera fracasado, probablemente el partido se habría disuelto y el nombre de Hitler no hubiera merecido ni un pie de página en los libros de historia local de Múnich. Pero después de aquel mitin, su nombre comenzó a ser conocido y a atraer a los primeros adversarios entre las filas socialistas y comunistas.
La siguiente cita fue en la cervecería Ederlbräu. Como se había creado cierta expectación, en este caso se decidió cobrar una entrada, pero aun así la asistencia fue mayor, acudiendo unas 130 personas. En mitad del discurso de Hitler algunos provocadores comenzaron a interrumpirlo a gritos, pero al cabo de unos minutos acudieron sus amigos militares y los agitadores salieron volando escaleras abajo con la cabeza abierta. El incidente hizo que la figura de Hitler y del pequeño partido se agrandase.
Tras algunos mítines más, Hitler consideró que era necesario mejorar la gestión del partido. Se encargó de buscar un local, el mobiliario y de contratar a un administrador. También confeccionó el programa del partido, condensado en veinticinco puntos, que serían discutidos el 24 de febrero de 1920 en un mitin multitudinario, precisamente en la enorme sala del piso superior de la Hofbräuhaus. Con la sala a rebosar, Hitler presentó los puntos del programa, que iban siendo aprobados por votación a mano alzada, mientras los habituales alborotadores que trataban de sabotear la reunión eran golpeados y expulsados de la sala sin contemplaciones.
Un año después, ese partido, que ahora llevaba el adjetivo de «nacionalsocialista», era una formación respetada en los círculos políticos derechistas, aunque seguía siendo ignorado por la prensa local. Contaba con un periódico, el Völkischer Beobachter, y el magnetismo de Hitler atraía cada vez más asistentes a los mítines. En otra de sus arriesgadas apuestas, Hitler se marcó el desafío de llenar el circo Krone, con capacidad para seis mil personas. Para conseguirlo alquiló dos camiones para que varios miembros del partido arrojasen panfletos y coreasen eslóganes; era la primera vez que circulaban camiones de propaganda no comunista por las calles de Múnich. Incluso se atrevieron a circular por los barrios obreros, no sin cosechar insultos y gestos desafiantes. La convocatoria fue un nuevo éxito; hasta la pista circular quedó atestada de gente. La prensa ya no pudo ignorar más el «fenómeno Hitler», así que optó por elogiarlo o burlarse de él. Hitler reconoció que se sentía complacido tanto por los vituperios como por las muestras de aprobación; lo que le importaba era que estaba despertando sentimientos viscerales y eso solo podía ir en su favor.
Aunque Hitler era el dirigente más conocido del NSDAP, no alcanzaría la presidencia del partido hasta el 29 de julio de 1921, tras reclamar al comité de dirección poderes dictatoriales. Un congreso especial certificaría el reconocimiento al papel fundamental que había jugado en la expansión del partido, nombrándole presidente con 543 votos a favor y solo 1 en contra.
En agosto de 1921, Hitler convirtió al aguerrido grupo que se encargaba de mantener el orden en los mítines con sus porras de goma en una unidad paramilitar uniformada, que recibiría el inocente nombre de División de Gimnasia y Deportes. Dos meses después se cambiaría al nombre más pertinente de Sturmabteilung o Sección de Asalto, las SA. El color pardo de sus camisas era fruto de la casualidad; cuando quisieron adquirir uniformes, los más baratos eran los que habían sobrado de los destinados a las tropas coloniales en África durante la guerra, así que adquirieron un lote.
Con Hitler controlando totalmente el partido y un ejército privado a sus órdenes, las provocaciones públicas serían cada vez más frecuentes. Sus hombres mostraban sus banderas, repartían panfletos y no dudaban en propinar una paliza al que les miraba mal. Incluso irrumpieron en el mitin de un político competidor suyo, líder de la Liga Bávara, y le echaron de la tribuna para que «cediera la palabra» a Hitler. La arrogante exhibición de poder callejero del NSDAP ya resultaba insoportable para comunistas y socialistas.
Batalla en la Hofbräuhaus
Así pues, tal como se ha apuntado al principio, los adversarios de Hitler estaban dispuestos a frenarlo como fuera. La cita era en aquel salón de la Hofbräuhaus. Se habían presentado allí con mucha antelación para situarse estratégicamente por toda la sala, con el objetivo de reventar el acto. Eso no había tomado por sorpresa a los nazis, que ya habían aconsejado a las mujeres que ocuparan asientos cerca de la tribuna, lo más lejos posible de las puertas. Antes de empezar la reunión, que se preveía ciertamente tumultuosa, el medio centenar de hombres de las SA encargados de mantener el orden escucharon atentamente las indicaciones de Hitler, quien les dijo que «ni uno de los nuestros debe abandonar el salón salvo con los pies por delante».
Cuando Hitler comenzó a avanzar por la sala tras ser anunciado por el presentador del acto, los obreros comenzaron a proferir amenazas, pero él los ignoró y ocupó su lugar, subiendo a la gran mesa utilizada como tribuna. Adoptó la pose de un centinela, con las piernas firmemente apoyadas y las manos a la espalda. Al principio del discurso se oyeron abucheos, pero pudo más la curiosidad por escucharle y poco a poco se fue haciendo el silencio. Como solía hacer habitualmente, inició un repaso de los acontecimientos de los últimos años, con voz tranquila y contenida. Sin caer en el histrionismo ni en la vulgaridad, formuló un enérgico alegato contra el Gobierno.
Al cabo de unos diez minutos, ya había capturado por completo la atención del público, incluida la de sus adversarios. Entonces relajó un poco su postura y uso manos y brazos, como un actor consumado, para recalcar sus insinuaciones retorcidas y maliciosas, que hacían las delicias de sus seguidores. Consciente de que una presentación continuada a cargo de un solo orador podía acabar resultando aburrida, encarnaba de una manera magistral a un alter ego imaginario que le interpelaba exponiendo un argumento contrario; después de haberlo rebatido completamente, retornaba a su pensamiento original. Esa estrategia proporcionaba un toque teatral que a menudo era interrumpido por una lluvia de aplausos espontáneos, aunque Hitler no ideaba discursos estrictamente con el objetivo de recibirlos. De hecho, parecía que solo quería convertir a las personas a sus propias ideas, y se ofendía cuando cualquier ruido prematuro le interrumpía. Si el aplauso se alargaba demasiado para su gusto, lo cortaba bruscamente, a veces incluso al inicio, con un gesto. De vez en cuando se enjugaba el sudor de la frente y daba un sorbo a una jarra de cerveza, para retomar su discurso con más brío, afirmando por ejemplo que «nuestro lema debe ser: si usted no quiere ser alemán, entonces yo le aplastaré el cráneo». Sin embargo, ese silencio no era más que la calma que precede a la tormenta. Sus adversarios, conforme vaciaban sus jarras de cerveza, iban acumulándolas debajo de las mesas, con el fin de usarlas de proyectiles cuando llegase el momento.
Después de que Hitler hablase durante más de una hora sin que nadie le interrumpiese, alguien gritó que ya era suficiente. Se escucharon otros gritos aislados. Un hombre se puso de pie sobre su silla y gritó «¡libertad!». Era la señal convenida. La batalla podía comenzar.
Una jarra de cerveza salió disparada hacia la cabeza de Hitler, seguida de media docena más. De repente, solo se oían gritos, el ruido de las jarras de cerveza que se estrellaban, los gruñidos procedentes de pataleos y forcejeos, el estrépito de pesadas mesas de roble que volcaban y de sillas de madera que quedaban hechas astillas. Increíblemente, Hitler permanecía todavía de pie sobre la mesa, pese a la lluvia de jarras que pasaban junto a su cabeza. Mientras tanto, los hombres de las SA, pese a su inferioridad numérica, peleaban con tal ferocidad que al cabo de media hora los alborotadores ya habían sido arrojados escaleras abajo.
Parecía que en el centro del salón hubiera hecho explosión una granada, pero esa devastación no era motivo suficiente para suspender el acto. El presentador subió de nuevo a la tribuna y, como si nada hubiera pasado, dijo: «La reunión continúa. El orador tiene la palabra». Hitler reanudó su discurso, ahora rodeado solo de sus incondicionales, mientras los miembros heridos de las SA estaban siendo atendidos o evacuados. Continuó sus punzantes ataques verbales contra sus enemigos favoritos, los judíos y los rojos, unos ataques celebrados con rugidos de aprobación y aporreo de las pocas mesas que no habían quedado destrozadas. Un Hitler pletórico finalizó su discurso en medio de un torrente de aplausos. Las aclamaciones no se habían apagado todavía cuando un oficial de policía irrumpió en el salón gritando: «¡El mitin queda disuelto!».
Mitin en Tempelhof
Once años y casi se...

Índice

  1. Introducción
  2. PRIMERA PARTE
  3. Capítulo 1 El enigma Hitler
  4. Capítulo 2 Crucero a Madeira
  5. Capítulo 3 Nazis por el mundo
  6. Capítulo 4 Las «carreteras de Hitler»
  7. Capítulo 5 Bienvenidos al Hindenburg, disfruten del vuelo
  8. Capítulo 6 El desafío de la velocidad
  9. Capítulo 7 Tercer Reich monumental. Seis días, cinco noches
  10. SEGUNDA PARTE
  11. Capítulo 8 Los sueños en el Tercer Reich
  12. Capítulo 9 Colonia nazi en Brasil
  13. Capítulo 10 Astrólogos: la persecución ignorada
  14. Capítulo 11 El silencio roto de los «triángulos rosa»
  15. Capítulo 12 Sommer-Göth-Dirlewanger: el trío diabólico
  16. Capítulo 13 Lídice, el pueblo que sufrió la venganza de Hitler
  17. Capítulo 14 Bullenhuser Damm, el sótano del horror
  18. Capítulo 15 Rechnitz, la bacanal sangrienta
  19. Epílogo
  20. Bibliografía