El país de los otros
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El país de los otros

  1. 448 páginas
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El país de los otros

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En 1944, Mathilde, una joven alsaciana, se enamora de Amín Belhach, combatiente marroquí en el ejército francés durante la II Guerra Mundial. Tras la Liberación, el matrimonio viaja a Marruecos y se establece en Meknés, ciudad en la zona del Protectorado de Francia con una importante presencia de militares y colonos. Mientras él intenta acondicionar la finca heredada de su padre, unas tierras ingratas y pedregosas, ella se sentirá muy pronto agobiada por el ambiente rigorista de Marruecos. Sola y aislada en el campo, con su marido y sus dos hijos, padece la desconfianza que inspira como extranjera y la falta de recursos económicos. ¿Dará sus frutos el trabajo abnegado de este matrimonio? Los diez años en los que trascurre la novela coinciden con el auge ineludible de las tensiones y violencia que desembocarán en 1956 en la independencia de Marruecos.Todos los personajes habitan en «el país de los otros»: los colonos, la población autóctona, los militares, los campesinos o los exiliados. Las mujeres, sobre todo, viven en el país de los hombres y deben luchar constantemente por su emancipación.

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Información

Año
2021
ISBN
9788419047106
Edición
1
Categoría
Literature
V
En septiembre, Aicha regresó al colegio, y sus retrasos ahora se debían a los enfermos que atendía su madre. Desde el accidente de Rabea corría el rumor de que Mathilde tenía dotes de curandera. Que sabía los nombres de los medicamentos y el modo de administrarlos. Que era tranquila y generosa. En cualquier caso, eso explicaba que desde aquel día, cada mañana, se presentaban algunos campesinos en la entrada de la casa de los Belhach. Las primeras veces, Amín abría la puerta y preguntaba con gesto desconfiado:
«—¿Tú qué haces aquí?
—Buenos días, patrón. He venido a ver a la señora.»
Cada mañana, la fila de pacientes de Mathilde era más larga. En la época de la vendimia, se presentaron muchas obreras. A algunas les había picado una garrapata, otras sufrían de flebitis o no podían dar el pecho a sus bebés porque se les había acabado la leche. A Amín no le gustaba ver esas filas de mujeres en las escaleras de la entrada. Odiaba la idea de que penetraran en su casa, espiaran lo que hacía, fueran contando por ahí, en el pueblo, lo que habían visto en el hogar del patrón. Advertía a su mujer sobre las brujerías, las malas lenguas y la envidia que yacía en el interior de los seres humanos.
Mathilde sabía curar heridas, adormecer a las garrapatas con éter y enseñar a una mujer a limpiar un biberón y a mantener la higiene de su bebé. Se dirigía a los campesinos con cierta torpeza. No compartía sus risas cuando gastaban bromas obscenas para explicar un nuevo embarazo. Alzaba la vista al cielo cuando le contaban, una y otra vez, historias sobre los yinns, sobre el bebé dormido en el útero materno o sobre mujeres embarazadas que ningún hombre jamás había tocado. Se alteraba ante el fatalismo de los campesinos, quienes para cualquier cosa se ponían en las manos de Dios, y era incapaz de entender su sumisión al destino. Se pasaba el día repitiendo sus recomendaciones sobre higiene. «¡Estás sucia!», gritaba. «Por eso se te infecta la herida. Tienes que aprender a lavarte.» Incluso se negó a recibir a una obrera que llegaba de otro aduar, cuyos pies estaban cubiertos de estiércol y que sospechaba que estaría infectada de piojos. Desde que curó a Rabea, todas las mañanas resonaban en la casa los gritos de los niños que acudían de los alrededores. A menudo, lloraban de hambre, pues las mujeres destetaban a sus bebés sin ningún miramiento para regresar a sus faenas en el campo o porque estaban de nuevo embarazadas. La criatura pasaba de la leche materna al pan empapado en té, y adelgazaba, de día en día. Mathilde mecía a esos niños de ojos hundidos y mejillas macilentas y, a veces, le era imposible retener las lágrimas al no poder aportarles consuelo.
Muy pronto, se vio desbordada por las necesidades y se sintió ridícula en aquel dispensario improvisado, donde solo tenía alcohol, mercromina y toallas limpias. Un día, se presentó una mujer con un niño en los brazos. El bebé iba envuelto en una manta sucia y, cuando Mathilde se acercó, vio que tenía la piel de las mejillas negra y que se despegaba como la de los pimientos que las mujeres ponían a asar sobre el carbón de leña. En aquellas casas, las campesinas cocinaban en el suelo sobre anafres y a los niños les podía caer un hervidor de agua ardiendo en plena cara o morderles una rata la boca o una oreja.
«No podemos quedarnos así, sin hacer nada», repetía Mathilde, que decidió proveerse de material para el dispensario. «No te pediré dinero, ya me las arreglaré.»
Amín alzó las cejas y se echó a reír.
«—La caridad es un deber de musulmán —le dijo.
—También es un deber de cristiano.
—Pues, entonces, estamos de acuerdo. No hay nada más que hablar.»
*
Aicha adquirió la costumbre de hacer sus deberes en el dispensario, que olía a desinfectante y a jabón. Levantaba la cabeza de los cuadernos y veía a los campesinos que traían conejos cogidos de las orejas para regalárselos a su madre, como muestra de agradecimiento. «Se privan por mí, pero si rechazo sus regalos sé que les entristecerá», explicó Mathilde a su hija. Esta sonreía a los niños que llegaban tosiendo, con flemas y los ojos cubiertos de moscas. Le impresionaba cómo su madre cada vez hablaba mejor el amazigh y regañaba a Tamo en esa lengua porque lloraba al ver sangre. En ocasiones, Mathilde se reía y se sentaba en la hierba, con los pies descalzos contra los de las mujeres. Daba besos en las mejillas huesudas de las ancianas, cedía ante los caprichos de los chiquillos que pedían alguna golosina. Le gustaba que le contaran viejas historias, y las mujeres narraban, chasqueando la lengua sobre unas encías desdentadas, y se reían, ocultando el rostro con las manos. Narraban en amazigh recuerdos íntimos y olvidaban que ella era la mujer del patrón y, además, una extranjera.
«Unos seres que viven en paz no deberían sufrir así», repetía Mathilde, indignada por la miseria. Su marido y ella coincidían en una misma aspiración al progreso para los hombres: menos hambre, menos dolor. Ambos se apasionaban por la modernidad, con la loca esperanza de que las máquinas permitieran mejores cosechas y las medicinas acabaran con las enfermedades. Él, sin embargo, intentó a menudo disuadir a su mujer. Temía por su salud y se preocupaba por los microbios que esos desconocidos pudieran transmitirles, poniendo en peligro a sus hijos. Una tarde, una campesina se presentó con un niño que llevaba varios días con fiebre. Mathilde le recomendó que le quitara la ropa y lo acostara desnudo, cubriéndolo con toallas húmedas. Al día siguiente, de madrugada, la mujer regresó. El niño estaba ardiendo y por la noche había tenido convulsiones. Mathilde montó a la campesina en el coche e instaló al niño en el asiento trasero, junto a Aicha. «Dejo a mi hija en el colegio y luego vamos al hospital, ¿has entendido?» Estuvieron mucho tiempo en la sala de espera del Hospital Indígena hasta que un médico pelirrojo finalmente atendió al niño. Cuando regresó para recoger a su hija al final del día, Mathilde estaba pálida y le temblaba la mandíbula. Aicha pensó que algo malo había ocurrido. «¿Se murió el niño de la campesina?», preguntó. Ella abrazó a su hija, la colmó de caricias. Se echó a llorar y sus lágrimas mojaron el rostro de Aicha. «Mi niña, mi ángel, ¿cómo estás? Mírame, cariño. ¿Te encuentras bien?» Esa noche, a Mathilde le costó conciliar el sueño y, excepcionalmente, rezó al Señor. Se dijo a sí misma que había sido castigada por su vanidad. Pretendía curar a la gente sin saber de medicina. Su comportamiento no había servido más que para poner en peligro la salud de su hija, y quizá Aicha amaneciera un buen día ardiente de fiebre, y el médico le diría lo que le dijo esa mañana: «Es la polio, señora. Tenga cuidado, es muy contagiosa».
El dispensario también fue objeto de disensiones con los vecinos. Unos hombres fueron a quejarse a Amín. Mathilde había aconsejado a sus mujeres que se sustrajeran al deber conyugal, llenándoles la cabeza de historias. Esa cristiana, esa extranjera, no tenía por qué meterse en sus asuntos, encender la mecha de la discordia dentro de las familias. Un día, Roger Mariani se presentó en la puerta de los Belhach. Era la primera vez que el vecino rico franqueaba el camino que separaba las dos fincas. De costumbre, Mathilde lo veía montado a caballo, cabalgando por sus tierras, con un sombrero calado hasta la frente. Entró en la sala donde las obreras estaban sentadas en el suelo con sus niños pequeños en los brazos. Al verlo, algunas salieron huyendo sin despedirse de Mathilde que estaba aplicando concienzudamente una gasa sobre la quemadura de un chico. Con las manos cruzadas en la espalda, Mariani atravesó el cuarto y se plantó detrás de ella. Masticaba una espiga de trigo y el ruido que hacía con la lengua la molestaba y no podía concentrarse. Cuando se giró hacia él, este sonrió. «Siga, por favor, siga con lo que está haciendo.» Se sentó en una silla y esperó a que ella despidiera al chico al que Mathilde recomendó que evitara el sol y descansara.
Una vez solos, Mariani se levantó. Se sentía desestabilizado por la estatura de ella y por sus ojos verdes en los que no le pareció ver miedo alguno hacia él. Las mujeres siempre lo habían temido y daban un sobresalto ante su voz bronca o intentaban huir cuando las cogía por la cintura o por la melena, y lloraban en silencio cuando las tomaba por la fuerza en algún granero o detrás de los matorrales. «Señora, su amor por los moros le estallará en plena cara», le soltó. Agarró sin mucho cuidado un frasco de alcohol e hizo resonar la punta de unas tijeras sobre la mesa. «¿Qué se cree usted? ¿Que la van a considerar una santa? ¿Está erigiendo un templo como para los morabitos?», y, bajando la voz, señalando a las obreras que trabajaban fuera, añadió: «Esas mujeres son resistentes al dolor. No se le ocurra enseñarles a sentir lástima de sí mismas. ¿Me ha entendido?».
*
Pero nada doblegó la voluntad de Mathilde. Un sábado de principios de septiembre, se presentó en la consulta que el doctor Palosi tenía en la Rue de Rennes, en el tercer piso de un edificio sin encanto. En la sala de espera, cuatro europeas estaban sentadas y una de ellas, al verla entrar, se puso la mano en el vientre como si quisiera proteger a su feto de aquella funesta presencia. Hacía mucho calor en la sala donde pacientemente aguardaban su turno, en medio de un pesado silencio. Una de las señoras se durmió, apoyando el rostro en una mano. Mathilde intentaba leer una novela que se había llevado pero el calor era tal que no conseguía pensar, y su cerebro divagaba de una idea a otra sin poderse concentrar.
Por fin, Dragan Palosi salió de su gabinete y, cuando Mathilde lo vio, se levantó y lanzó un suspiro de alivio. Estaba muy apuesto con su bata blanca, su pelo negro peinado hacia atrás. Le resultó diferente del hombre jovial que había conocido la primera vez, y su mirada ojerosa le pareció triste. Llevaba en la cara el cansancio propio de los buenos médicos. Sus rasgos dejaban translucir los dolores de sus pacientes, se adivinaba que sus confidencias eran las que doblegaban sus hombros; y el peso de ese secreto y su impotencia, los que ralentizaban su andar y su discurso.
El médico se acercó a ella y dudó un poco antes de darle dos besos en las mejillas. Advirtió su rubor y para disipar su malestar examinó la cubierta del libro que ella llevaba en la mano.
La muerte de Ivan Ilitch, leyó él en un murmullo. Su voz era grave, llena de promesas, y se notaba que aquel cuerpo y aquel corazón ocultaban historias extraordinarias. «¿Le gusta Tolstoi?»
Ella asintió y, mientras la conducía hasta su espacioso escritorio, le contó una anécdota: «Cuando llegué a Marruecos, en 1939, me alojé en casa de un amigo ruso, en Rabat, que había huido de la revolución. Una noche, él tenía invitados a cenar. Bebimos, jugamos a las cartas y uno de los presentes, al que llamaban Michel Lvovitch, se quedó dormido en el sofá del salón. Roncaba tan fuerte, que nos echamos a reír y el anfitrión me dijo: “¡Y pensar que es el hijo del gran Tolstoi!”».
Mathilde abrió los ojos como platos y él siguió hablando.
«¡Sí, nada menos que el hijo de ese genio!», exclamó, indicándole que se sentara en un sillón de cuero negro. «No lo volví a ver. Murió al acabar la guerra.»
Se instaló el silencio. Él se dio cuenta de lo inconveniente de la situación. Mathilde dirigió el rostro hacia el biombo verde claro tras el cual las pacientes se desnudaban.
«Para serle francamente sincera», lanzó, «no he venido a que me examine, sino a pedirle ayuda.»
Dragan, con los codos apoyados en el escritorio, se sujetó el mentón con las manos cruzadas. ¡Había vivido tantas veces esa situación! «Un ginecólogo debe esperar encontrarse con cualquier cosa», le había dicho uno de sus profesores de la Facultad de Budapest. A que le lleguen mujeres suplicando, dispuestas a las más descabelladas experimentaciones para quedarse preñadas o a los peores sufrimientos para quitarse de encima a una criatura. A unas pacientes desesperadas al descubrir, mediante unos síntomas vergonzosos, que sus maridos las engañan. A aquellas, por último, preocupadas por un embarazo tardío, que sobreviene por sorpresa, o por un dolor en el bajo vientre. Y él les preguntaba: «¿Cómo no ha venido antes? ¡Ha debido de sufrir enormemente!».
Se quedó mirando el bello rostro de Mathilde, el cutis, que no estaba hecho para esas latitudes, enrojecido por el sol. ¿Qué esperaba de él? ¿Le pediría dinero? ¿Venía de parte de su marido?
«Dígame, ¿en qué puedo ayudarla?»
Ella empezó a hablar cada vez más rápido, con una pasión que desorientó al ginecólogo. Le contó el caso de Rabea, que tenía unas extrañas placas en el vientre y en los muslos, además de vómitos. Evocó el del bebé de dieciocho meses de Yemía, que aún no se ponía de pie. Le confesó que se sentía desbordada, sin conocimientos para afrontar la difteria, la tos ferina, el tracoma, enfermedades todas ellas cuyos síntomas había aprendido a reconocer pero que no sabía tratar. Él la observaba, con la boca abierta y una mirada atónita, impresionado por la seriedad con la que describía cada patología. Cogió un bloc, una pluma y se puso a anotar lo que ella iba diciendo. A veces la interrumpía para preguntarle: «¿Las placas supuran o están secas; desinfectó usted la herida?». Le emocionó la pasión de aquella mujer por la medicina, por el deseo que expresaba de comprender la extraordinaria máquina del cuerpo humano.
«Normalmente, no doy consejos ni medicinas sin haber examinado a las pacientes. Pero esas mujeres jamás se dejarán auscultar por un hombre, y menos aún por un extranjero.» Le contó que en una ocasión, en Fez, un comerciante muy rico lo había llamado porque su mujer presentaba abundantes sangrados. Un criado mal vestido lo había conducido por la mansión, y él tuvo que limitarse a hacer preguntas a la enferma a través de una cortina opaca. La mujer murió, desangrada, al día siguiente.
Dragan se levantó y sacó dos voluminosos libros de su biblioteca. «Las láminas de anatomía están en húngaro, lo siento. Intentaré encontrar una edición en francés, pero mientras tanto podrá usted familiarizarse con la estructura del cuerpo.» El otro libro trataba de medicina colonial y estaba ilustrado con fotografías en blanco y negro. En el camino de vuelta, Aicha ojeó este último y se detuvo en una foto cuya leyenda rezaba así: «Contención de la epidemia de tifus, Marruecos, 1944». Unos hombres vestidos con chilaba, alineados unos detrás de otros, estaban rodeados de una nube de polvo negro y el fotógrafo había conseguido captar en sus rostros una mezcla de pavor y asombro maravillado.
Mathilde aparcó el coche delante de Correos. Abrió la portezuela y estiró las piernas, se descalzó y apoyó los pies en el bordillo de la acera. Nunca había vivido un mes de septiembre tan caluroso. Sacó del bolso una hoja de papel y una pluma estilográfica y se puso a acabar la carta que había empezado esa misma mañana. En el primer párrafo había escrito que no se tenían que creer todo lo que decía la prensa. Que lo que pasó en Petitjean fue horrible, por supuesto, pero que las cosas son más complejas, también.
«Mi querida Irène, ¿te fuiste de vacaciones? Imagino, aunque tal vez me equivoque, que estarás en los Vosgos, cerca de alguno de los lagos en los que nos bañábamos de pequeñas. Todavía conservo en la punta de la lengua el sabor de la tarta de arándanos que servía aquella señora tan alta, con la cara llena de verrugas. Ese sabor permanece en mi memoria y, cuando estoy triste, pienso en él para consolarme.»
Se volvió a calzar y subió las escaleras que conducían al edificio de Correos. Se colocó en la fila delante de la ventanilla atendida por una mujer sonriente. «Mulhouse, Francia», le indicó. Luego se dirigió a la sala central donde estaban los apartados de correos. Sobre las altas paredes se extendían las puertecitas de latón de los casilleros en los que figuraba un número, y se detuvo ante el 25, la misma cifra que su año de nacimiento, le había comentado a su marido, indiferente a ese tipo de coincidencias. Introdujo en la cerradura la llavecita que llevaba en el bolsillo, pero el casillero no se abrió. La sacó, la volvió a introducir pero no había manera. Repitió los gestos cada vez con más brusquedad, mostrando un fastidio que las personas que estaban allí notaron. ¿Quizá quiera robar las cartas que alguna amante envía a su marido? ¿O probablemente el casillero es de su amante del que quiere vengarse? Un empleado se acercó despacio, como el guarda de un zoológico que quisiera conducir a una fiera a su jaula. Era un chico joven, pelirrojo y de mandíbula prominente. A Mathilde le pareció feo y ridículo, con aquellos pies demasiado grandes y el gesto serio que había adoptado al dirigirse a ella. Apenas es un niño, pensó, y sin embargo la miró con severidad:
«¿Qué le ocurre, señora? ¿Puedo ayudarla?» Ella sacó la llave de la cerradura con tanta precipitación que estuvo a punto de meterle el codo en el ojo al chico que era mucho más bajito que ella. «¡Esto no se abre!», le contestó, enfadada.
El empleado le quitó la llave de las manos, pero tuvo que ponerse de puntillas para llegar a la cerradura. Su lentitud exasperó a Mathilde. La llave acabó rompiéndose dentro de la cerradura, y se vio obligada a esperar a que el chico llamase a su jefe. Se iba a retrasar en su trabajo, había prometido a Amín que acabaría con la contabilidad de la nómina de los obreros y se enfadaría si llegaba tarde para servirle la comida. El empleado se presentó por fin, con un taburete y un destornillador, y se puso a desmontar solemnemente los goznes del casillero. En un tono desesperado, dijo que jamás había tenido que lidiar con «una situación así», y a ella le entraron ganas de retirarle el taburete que tenía bajo los pies. La puerta cedió al fin. «¿Quién me dice a mí que esa llave era la correcta? Pues si usted se ha equivocado, a usted le corresponde pagar el arreglo.» Mathilde lo empujó con un gesto brusco, cogió el montón de cartas y sin despedirse del chico se dirigió a la salida.
En el momento en que el calor la golpeó, sintiendo en la cabeza la huella ardiente del sol, se enteró de que su padre había muerto. Un telegrama, secamente redactado por Irène, le había sido enviado la víspera. Dio la vuelta al papel, volvió a leer la dirección del remitente, se quedó mirando las letras del telegrama como si aquello solo pudiera ser una broma. ¿Sería posible que en este instante, a miles de kilómetros, en su país dorado por el otoño, estuvieran enterrando a su padre? Mientras el pelirrojo explicaba a su jefe el lamentable episodio de la casilla 25, unos hombres llevaban el ataúd de Georges al cementerio de Mulhouse. A la vez que conducía el coche, nerviosa e incrédula, en dirección a la finca, se preguntaba cuánto tiempo sería necesario para que los gusanos acabaran con la enorme panza de su padre, obstruyeran las fosas nasales de aquel gigante, envolvieran aquella carcasa y la devoraran.
*
Al enterarse de la muerte de su suegro, Amín dijo: «Ya sabes que lo quería mucho», y no mentía. Enseguida había sentido una viva amistad por aquel hombre sincero y alegre, que lo había acogido en su familia sin ningún prejuicio ni paternalismo. Amín y Mathilde se habían casado en la iglesia del pueblo alsaciano donde había nacido Georges. En Meknés no lo sabía nadie, y Amín había hecho prometer a su mujer que mantendría el secreto. «Es un delito grave. No lo entenderían.» Nadie había visto las fotografías tomadas al salir de la ceremonia. El fotógrafo había pedido a Mathilde que bajase dos peldaños para estar a la misma altura que su esposo. «Si no, resultaría algo ridículo», había dicho. Para la organización del festejo, Georges cedió a los caprichos de su hija y le deslizaba a veces algunos billetes en la mano, a espaldas de Irène, disgustada por esos gastos inútiles. Él entendía que las personas necesitan disfrutar, sentirse bellas, y no juzgaba la frivolidad de su hija.
Amín jamás había visto a unos hombres tan borrachos como aquel día. Georges no caminaba: iba dando tumbos, se agarraba a los hombros de las mujeres, bailaba para disimular su mareo. Hacia la medianoche, se abalanzó sobre su yerno y lo agarró por el cuello con el codo, como se hace con los jóvenes que buscan pelea. Georges no era consciente de su propia fuerza y Amín creyó que lo podía matar, partirle un hueso por exceso de afecto. Se llevó a Amí...

Índice

  1. Cubierta
  2. Título
  3. Créditos
  4. I
  5. II
  6. III
  7. IV
  8. V
  9. VI
  10. VII
  11. VIII
  12. IX
  13. Índice
  14. Títulos Cabaret Voltaire