La era del plástico
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La era del plástico

Una nueva amenaza para la conservación de la naturaleza

Álvaro Luna Fernández

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La era del plástico

Una nueva amenaza para la conservación de la naturaleza

Álvaro Luna Fernández

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¿Sabes quién es el erizo McFlurry? ¿O que el mal uso del plástico no solo es un problema de basura aunque a cada ser humano le correspondan unos 40 kilos? ¿Conoces los «tecnofósiles»? ¿Sabías que cada año fabricamos 500 millones de botellas de plástico? ¿Y que los microplásticos del subsuelo podrían llegar a afectar a los cultivos? ¿O que llegan a lugares tan remotos que incluso alcanzan a la fauna del Amazonas? El biólogo Álvaro Luna, autor de Un leopardo en el jardín, nos adentra en un viaje por nuestro plastificado planeta, un mundo que nos rodea y que apenas conocemos.La contaminación por plástico se ha convertido en un problema ambiental de dimensiones globales. Daña ecosistemas de todo el mundo, e incluso puede afectar a diferentes aspectos de nuestra vida diaria. Este libro es el primero en explicar científicamente qué hay detrás de tan controvertido tema.El plástico es un símbolo de nuestra civilización. Es moldeable, ligero, elástico, barato, y tiene propiedades que lo hacen muy útil como aislante térmico y eléctrico; además, su aplicación en el ámbito sanitario ha salvado un número inconmensurable de vidas. No obstante, su uso indiscriminado ha generado un impacto en la naturaleza que solo ahora comenzamos a atisbar. Actualmente, toneladas de plástico —desde piezas milimétricas a otras de decenas de metros— se distribuyen a lo largo y ancho del mundo. El mar, los ríos y lagos, la tierra que pisamos, el subsuelo… el plástico parece llegar a cada rincón del planeta, dañando a multitud de especies, y en cierto modo a nosotros mismos. ¿Hasta dónde llega su alcance según la ciencia? ¿Podemos hacer algo para revertir este problema?

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Información

Año
2020
ISBN
9788417547301
1. El hombre y su obra
Quizá la más grande lección de la historia es que nadie aprendió las lecciones de la historia.
Aldous Huxley, escritor inglés
Clair Cameron Paterson fue un personaje clave del siglo xx, uno de esos nombres al que nadie pone cara, pero al que debemos más de lo que creemos. Este científico estadounidense escribió su nombre con letras de oro en la historia al haber logrado revelar la edad de la Tierra. Sin embargo, será tal vez más recordado por haber sido uno de los primeros en luchar públicamente contra las grandes fortunas asociadas al negocio del petróleo. Paterson, en un período controvertido de nuestro pasado reciente, y sin dejar margen a la duda, se embarcó en una lucha que le acarreó infinitos problemas durante buena parte de su vida.
En el siglo pasado algo ocurrió en todo el mundo con el plomo. Por algún motivo, el plomo comenzó a usarse indiscriminadamente en multitud de objetos de la vida cotidiana: pinturas para el hogar, envases de alimentos, utensilios de cocina, tuberías de agua y, sobre todo, en el combustible de los vehículos. Que el plomo era tóxico y había repercutido en la salud humana desde la antigüedad era conocido, por lo tanto, resultó extraño su repentino auge. Sin embargo, nada parecía importar a la hora de usarlo sin control. En resumidas cuentas, habíamos hecho amigable algo que debía ser tratado con mucha precaución. En una era en la que los avances y la publicidad nos prometían la llegada de una sociedad moderna y avanzada, nadie parecía interesado en reparar en los posibles efectos adversos que el desaforado uso de combustibles con plomo pudiera tener en toda la Tierra. Así, con la complicidad de la sociedad, de un modo silencioso, fuimos liberando plomo por el mundo a través de los tubos de escape de nuestros coches.
Lo que estaba ocurriendo no tenía lógica, como así se terminó demostrando. Los datos obtenidos por Paterson y sus colaboradores durante años corroboraron que el plomo, en efecto, estaba viajando a todos los rincones del mundo, hasta los más insospechados. Entre otros resultados mostraron que su presencia en el ambiente se había multiplicado por mil en cien años, y que había llegado a lugares tan remotos como el fondo del mar, el hielo de Groenlandia, la Antártida, e incluso al interior del ser humano. Hoy se puede afirmar que los humanos del siglo xx han tenido más plomo en su organismo que cualquier antepasado, lo que es una evidente consecuencia de las nefastas decisiones tomadas durante ese momento del pasado.
En resumidas cuentas, habíamos generado un problema de índole planetaria, un daño al que nos había conducido la cara oculta de nuestro modelo de desarrollo. Sin duda, estábamos conociendo el reverso de lo que, por otro lado, se puede considerar como el mejor momento de la humanidad en cuanto a esperanza y calidad de vida, etapa en la que seguimos transitando pese al pesimismo imperante en parte de la sociedad. Durante el transcurso de sus investigaciones, Paterson no mereció credibilidad; es más, recibió avisos de grandes empresas vinculadas al petróleo para que parara de investigar sobre el plomo. Al mismo tiempo le ofrecieron suculentas ofertas para que focalizara su interés en otros temas, presionaron a sus superiores e intentaron atemorizarle. Las grandes multinacionales, ante la negativa del científico, siguieron desprestigiando su trabajo durante años, pese a que las evidencias apuntaban a que, indudablemente, los automóviles y otros útiles de nuestra vida diaria estaban liberando demasiado plomo en el planeta.
Pero los hechos son caprichosos, la realidad tiene la fea costumbre de existir, independientemente de la opinión de cada uno, y al mismo tiempo ser medible mediante técnicas adecuadas que nos aproximan a su conocimiento. Como no podía ser de otro modo, tras veinte años de lucha, la contundencia de las pruebas aportadas por Paterson y otros científicos consiguieron que tan polémico elemento dejara de usarse con tanta alegría en la vida cotidiana. Desde ese momento se logró prohibir su incorporación a los combustibles y se redujo su uso en diversos materiales. En resumen, pasó a ser tratado como un elemento con el que tomar precauciones, al vincularse indudablemente a problemas para la salud humana y para el medio ambiente. En consecuencia, lo que vino a continuación no podía sorprender a nadie: en cuestión de pocos años, el nivel de plomo en el torrente sanguíneo de personas de todo el mundo comenzó a descender notablemente. Paterson, y por extensión la humanidad, habían ganado.
Puede resultar extraño comenzar un libro sobre plástico hablando del plomo, pero las similitudes entre este caso y el del plástico, y la cercanía en el tiempo entre ambos casos, invita a pensar. Parece como si el plomo hubiera sido un aviso, y que el plástico es otra señal que nos alerta del mismo patrón, aunque con nueva cara. Los humanos somos unos seres fascinantes, dignos de estudio, capaces de lo mejor y de lo peor. Entre los defectos que se nos pueden atribuir se encuentra el ser incapaces de comprender la dimensión de nuestros actos. Curiosamente, en caso de hacerlo, podemos mostrar una inusual habilidad para obviar lo evidente, o acomodar los hechos a lo que mejor venga a nuestra mente, con tal de vivir con menos preocupaciones. No es simplemente cuestión del ser humano actual —quien, no obstante, sí que ha profundizado en la desconexión con su propio entorno—, pero en cualquier caso resulta un acto torpe que nos muestra como seres en una extraña deriva.
En cualquier caso, quiero romper una lanza a favor de nuestra generación, aunque sin actuar como abogado del diablo. Actualmente se tiende a considerar que nuestra generación es la mala de la película, que vivíamos en el Edén eterno, pero llegó la era industrial y al ser humano le perdió el color del dinero. Yo no lo creo, simplemente veo que tal vez se han unido varios hechos que juntos resultan peligrosos: lo peor de la ambición humana ha coincidido con el momento en el que más humanos ha habido en el planeta, y en el que mayor potencial para acometer aquello que nos propongamos hemos alcanzado. No es que antes el ser humano no produjera desaguisados, los ha hecho siempre, pero afectaban a menor escala, reduciendo a cenizas alguna ciudad, tal vez incluso alguna sociedad al completo, pero no afectando a todo el planeta. Podemos pensar en la propia Mesopotamia, cuna de la civilización, que sufrió los avatares de la sobreexplotación de la tierra, a lo que se sumó el empobrecimiento de las mismas por el riego con agua con demasiada sal. En el caso de los mayas, siempre de moda, se comienza a sugerir que la mala gestión de sus recursos naturales influyó de forma decisiva en su declive. También se considera que sufrieron las consecuencias de sus malas decisiones ambientales los habitantes de la isla de Pascua, que deforestaron su único hogar hasta provocar la debacle de su propio pueblo. Incluso un país tan de moda como Islandia perdió mucho suelo fértil y vegetación por el sobrepastoreo. No ha sido hasta tiempos recientes cuando se han propuesto revertir esta situación y acometer prometedoras tareas de recuperación.
Aunque la mala gestión del medio ambiente no ha sido la única excusa que explica el declive de muchas sociedades, no cabe duda de que el factor ecológico contribuyó a la desaparición de algunas de ellas, haciéndolas vulnerables y poniendo en bandeja que hoy queden como un recuerdo. En parte, todo es un problema de escala. Podría parecer que estos ejemplos que daba en el anterior párrafo han sido ensayos de los que no hemos aprendido nada. Eso sí, sus consecuencias pueden repetirse ahora a mayor escala, en caso de seguir caminando por el filo de la navaja pretendiendo no cortarnos. Nuestro defecto es que ahora sabemos que lo estamos haciendo, tenemos datos de sobra. Las cuentas no salen, estamos deteriorando el planeta a un ritmo desaforado, pero parece que a pocos les interesa solventarlo. Somos muchos extrayendo y produciendo, en muchos rincones del mundo, inmersos en un sistema que premia esa carrera hacia un futuro que se presenta borroso.
El plástico es un símbolo inequívoco de nuestra era. Vivimos en un mundo plastificado, pero, como acabamos de ver, no es la primera vez que nuestras decisiones tienen repercusiones negativas. Seguramente, las sociedades que nos precedieron ni se dieron cuenta de lo que pasaba o podía terminar ocurriendo. Quién sabe, tal vez lo intuían, pero no podían apearse de ese extraño viaje a la autodestrucción, en el que los prudentes rara vez son escuchados ante los cantos de sirena de la prosperidad veloz, o del inexcusable presente inmediato. Al menos en esta ocasión no contamos con un solo equipo de científicos obstinados como el capitaneado por Paterson, sino con cientos de ellos repartidos por todo el mundo, y con mayor libertad para trabajar, lo cual sin duda beneficia el avance del conocimiento. Que hagamos caso a la ciencia es otro cantar.
El plástico ha triunfado, eso es un hecho. Es moldeable, elástico, más barato que otros materiales, y tiene propiedades que lo hacen muy útil como aislante térmico y eléctrico. Sí, parece un gran avance, el ser humano ha creado algo realmente interesante, explorándolo con ahínco para obtener infinidad de variedades y formas partiendo de una base similar. Sin embargo, no sabría decir en qué momento exacto de nuestras vidas el plástico se nos fue de las manos. Eso ha de ser debido a que se ha tratado de un proceso gradual del que uno no es totalmente consciente. Me recuerda a aquello de la rana a la que metes en agua hirviendo y salta, pero que al meterla en agua templada que se va calentando gradualmente no percibe que se está cociendo, y termina muriendo.
Creede, Colorado. Mina de plomo para la industria bélica.
Andreas Feininger, 1942 [Library of Congress].
La historia del plástico nos lleva a un viaje atrás en el tiempo, aunque tampoco hay que remontarse muy lejos. En el siglo xix el ser humano comenzó a considerar el uso industrial de materiales destacados por su elasticidad, aunque no derivados del petróleo. Es el ejemplo del caucho, empleado en la elaboración de neumáticos, entre otros fines. Estábamos jugando con nuevos materiales que lo cambiaban todo, y estábamos haciéndolo en una época en la que la sociedad humana se adentró sin vuelta atrás en el momento de la historia que ahora nos ocupa, donde dio el pistoletazo de salida la industrialización. Fue también una era de grandes inventores e inventos, disputas por patentes, la creación de grandes emporios económicos, etc.
Poder abaratar costes, e incluso no tener que depender de materias primas relacionadas con la explotación directa del medio natural, motivó que entonces parte de la atención comenzara a focalizarse en obtener materiales sintéticos por otras vías. Así llegamos a la parkesina, inventada por el británico Alexander Parkes en 1856. Este invento parecía tener fundamento. Era moldeable en caliente pero rígido en frío, unas propiedades sorprendentes. Fue el primer avance, pero para entonces nadie podía presagiar lo que se iría desencadenando hasta llegar al momento actual. Pese a la aparente brillantez del hallazgo, el momento del plástico aún no había llegado.
John Wesley Hyatt focalizó su esfuerzo en obtener materiales plásticos a partir de celulosa vegetal. Durante la segunda mitad del siglo xix, el billar estaba muy de moda en Estados Unidos y Europa. Las mesas de billar abundaban en casas de familias pudientes de todo el mundo, pero las bolas en aquellos tiempos se hacían de marfil, obtenido a partir de colmillo de elefante. Puro lujo y desenfreno. Ya por esas fechas —lo que son las cosas—, los periódicos comenzaron a alertar del peligro de extinción de estos grandes mamíferos, invitando a reflexionar sobre lo absurdo de hacer desaparecer a una especie para hacer objetos absolutamente prescindibles. Ante esta mala publicidad se lanzó un anuncio ofertando una suculenta cifra para aquel que aportara un sustituto al marfil para la elaboración de bolas de billar. Hyatt, sin formación específica en ciencias, había logrado patentar diversos inventos, así que se lanzó al nuevo reto. Comenzó probando con una mezcla de ácido nítrico y algodón, pero resultó ser inflamable, así que las pruebas siguieron. Finalmente dio con la clave: logró un producto maleable, impermeable y consistente. Mejoraba a los productos plásticos estrictamente naturales, lo cual ya era un paso notable. El hecho de no tener que realizar plantaciones de árboles que tardaban años en rendir, ni tener la obligación de tener la fuente de materia prima a miles de kilómetros de la fábrica, parecía un aliciente claro. Patentó su invento en 1870, y lo bautizó como celuloide, al estar compuesto en parte por celulosa de algodón. Lamentablemente, las bolas de billar realizadas con este nuevo material sonaban demasiado al colisionar, por lo que su invento no fue aceptado para el fin que había sido diseñado —de hecho, se dice que nunca cobró la cifra ofrecida—. En cualquier caso, había logrado grandes avances en la elaboración de un material sintético con propiedades combinadas que no tenían otros productos. Poco después, el mismo invento, aunque con diversas mejoras, alcanzaría su mayor éxito en la industria del cine y la fotografía.
Respecto a los plásticos como los tenemos hoy en mente, si hubiera que poner fechas exactas se podría decir que todo comenzó hacia 1907, cuando el químico de origen belga Leo Hendrik Baekeland patentó la baquelita, el primer plástico realmente sintético. Como ya pasara antes, este producto surgió ante la necesidad de suplir a otro con origen natural, la goma laca, que procedía de la resina procedente de la secreción de un insecto asiático. Esta goma es la que se usa por ejemplo para impermeabilizar y tapizar diferentes superficies del hogar a modo de barniz. También es buen aislante eléctrico, lo que la posicionó como un producto muy demandado ante la expansión imparable de la electricidad —¿alguien imagina hoy un mundo sin electricidad?—. Al proceder de un insecto, era muy difícil satisfacer la imperiosa necesidad de obtene...

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